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Ruido y silencio
La línea chunga

Quiosco callejero.

Montero Glez

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Es un hecho que la llegada de Internet nos ha traído la información a tiempo real, sin filtros ni intermediarios. Con todo, la pobreza gramatical con la que se escriben la mayoría de las informaciones nos hace recordar que la sintaxis es uno de los fundamentos de la ética periodística. 

Porque hubo un tiempo, al que yo pertenezco, que el periodismo escrito consistía en reelaborar una realidad que siempre llegaba falseada a las redacciones. Y provocar el relámpago gramatical era el modo de transmitir con fiabilidad la tormenta de datos. No había otra.

Por eso mismo, los quioscos eran el albergue natural de la literatura. Recuerdo que nos agolpábamos alrededor de ellos para desayunar la tinta fresca de una primera página. Junto a aquellos diarios de entonces, de los que hoy sólo quedan vivas un par de cabeceras, una explosión de color encontraba su sitio en la calle. Eran los tebeos que ya se empezaban a llamar cómics y que contaban historias cotidianas donde el protagonismo lo tenían personajes que fueron hijos de  una época donde todo era posible. 

Amarcoma, el detective transexual de Nazario, Slober de Ceesepe, Peter Pank de Max, o Makoki, de Miguel Gallardo y Juanito Mediavilla, fueron nuestros héroes de barrio. Hoy forman parte del imaginario de aquellos chavales que, como yo, se rascaban los bolsillos cada primero de mes para vivir  nuevas aventuras de sus personajes favoritos. 

Las publicaciones donde aparecían se englobaban en un estilo de viñetas que se definió como “Línea chunga” en contraposición a la “Línea clara” de publicaciones como El Cairo, más europea. La “Línea chunga” estaba inspirada en el underground americano, Robert Crumb, los Freak Brothers, el gato Fritz y toda esa pandilla cuyas historietas mantenían a rajatabla la consigna de aquellos años, es decir, sexo, drogas y Rock'n Roll, pero en plan ibérico.

Hace unos días falleció Miguel Gallardo, y con la noticia tan triste se me vinieron los asaltos del recuerdo, de cuando yo vivía en Madrid y llegaba al quiosco a comprar El Víbora, donde conocí a Makoki en su “Fuga en la Modelo”. Desde la primera viñeta me hice amigo de aquel tipo huido de un manicomio que vestía faldones y llevaba un casco de electrochoque con los cables sueltos. La Barcelona del extrarradio, donde aún no había llegado el diseño olímpico, fue el escenario que se pateó Makoki con La Basca, una pandilla única formada por tipos como Tío Emo, el Cuco o el Morgan. Luego estaban los malos, la gente de orden representada por Buitre Buitraker, el Inspector Pectol o el comisario Loperena. 

Aquellos personajes nutrieron mis años más salvajes, cuando los canutos, las litronas y aquella raya mortal que separó a los vivos de los que ya no lo están. Conservo la memoria, con ella la realidad tangible de aquellos cómics que he ido cargando en cada mudanza, como si desprenderme de ellos hubiese significado incumplir mi parte del trato con el chaval que un día fui. También conservo el disco de Paraíso que da color al cuarto desde donde tecleo estas líneas, y donde sale Makoki, encabronado y retador, portando en una mano un cuchillo y en la otra el cuello una botella. 

La memoria desecha lo que quiere olvidar y hay cosas que mi memoria no olvida. Los quioscos ya no son los mismos de entonces. Nosotros tampoco. La noticia de la muerte de Miguel Gallardo me llegó a tiempo real, escrita con la frialdad de un teletipo. Por eso mismo la he tomado como algo personal, y aquí la reelaboro y la falseo con pedazos de mi memoria. Ya sabemos que se puede mentir de muchas formas, y que la más repugnante de todas es contar la verdad.

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