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Privilegios de políticos, deterioro de la Constitución

El presidente del PP, Pablo Casado.

Adolf Beltran

No somos todos iguales ante la ley. La postura del fiscal del Tribunal Supremo contraria a la imputación de Pablo Casado, solicitada por la jueza de Madrid que instruye el caso de los másteres de la Universidad Rey Juan Carlos, pondrá con toda probabilidad a salvo a un político relevante en una investigación judicial que afecta a otras personas a las que, según todos los indicios, se les regaló un máster en las mismas condiciones que al presidente del PP.

El asunto encaja a la perfección con uno de los supuestos que pretende corregir la reforma de los aforamientos en la Constitución que el presidente del Gobierno, el socialista Pedro Sánchez, propuso hace solo unos días tramitar por un poco recomendable procedimiento exprés. Casado se beneficia del privilegio de estar aforado para eludir unas acusaciones derivadas de acciones supuestamente irregulares cometidas en un ámbito ajeno a su actividad como parlamentario.

Se trata quizás del perfil de privilegio más obvio y menos defendible que otorga el aforamiento. Pero ser aforado beneficia, a veces, también a los políticos de forma escandalosa en investigaciones judiciales que sí que tienen que ver con sus actuaciones como cargos públicos. Hubo un ejemplo palmario en el caso Nóos, cuando el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana rechazó en 2013 la petición del juez de Palma de Mallorca José Castro de imputar a Francisco Camps y Rita Barberá, lo que llevó finalmente al absurdo de condenar a políticos baleares como el expresidente Jaume Matas por los mismos hechos de los que quedaron impunes el expresidente valenciano y la alcaldesa de Valencia, entonces diputada autonómica.

Parece, pues, recomendable no circunscribir la reforma de los aforamientos a los supuestos que afecten al ámbito privado y retirarlos, si no a todos, a la mayor parte de los cargos públicos que ahora los disfrutan para cualquier tipo de imputación. La lucha contra la corrupción de estos últimos años no hubiera sido posible sin que policías, jueces y fiscales, así como determinados ciudadanos, ciertos políticos y no todos los medios de comunicación, cumplieran con su deber. Y los aforamientos han servido, en general, para poner trabas a los procedimientos de investigación.

Claro que siempre hay quien puede llevar las cosas al absurdo. Tiene el PP un asesor en el Ayuntamiento de Valencia, imputado, como la práctica totalidad del grupo municipal, por la supuesta financiación ilegal del partido en el caso Taula, que se ha dedicado a presentar denuncias a granel contra los concejales del equipo de gobierno local. Ninguna de ellas ha prosperado, pero han permitido al PP durante semanas o meses señalar con el dedo como imputados a varios ediles, es curioso, siempre de Compromís. El caso más llamativo fue el que afectó al alcalde Joan Ribó, que tuvo que comparecer en el juzgado y vio inmediatamente archivada la acusación de haber prevaricado por un retraso en entregar información a la oposición.

Ni los alcaldes, ni los concejales, están protegidos por el aforamiento y habrá que contar con el hecho de que, en democracia, a veces se sirven espuriamente de los procedimientos legales quienes más tienen que callar, convirtiendo el deber de cualquier político de la oposición de llevar al juzgado las sospechas delictivas que pueda detectar en una especie de filibusterismo denunciatorio que devalúa la instrucción judicial.

Nada de esto tendría la gravedad que plantean casos como el del máster de Casado o el del cortafuegos a la imputación de dirigentes valencianos en el caso Nóos si la independencia de la justicia no estuviera puesta en cuestión. El director de eldiaro.es Ignacio Escolar y el juez Joaquim Bosch lo explican con mucha claridad en su libro El secuestro de la justicia, al referirse al mercadeo político para elegir el Consejo General del Poder Judicial y todos los elementos de injerencia partidista que se derivan en el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y los tribunales superiores de justicia.

“Los partidos políticos cuentan con mecanismos muy directos para influir en la justicia: en los nombramientos y en los premios y castigos a los jueces”, denuncia Escolar, que apunta a que “esa ausencia de separación de poderes efectiva está derivando en una pérdida de confianza de muchos ciudadanos en la justicia, similar a la que sufren otras instituciones”. Y Bosch alerta: “Socavar la solidez de un poder del Estado siempre trae como consecuencia la creación de desequilibrios en el juego de poderes, en beneficio de unos y menoscabo de otros”.

El problema, con toda seguridad, no lo resolverá una reforma exprés. Hace unos días, la directora de El País Soledad Gallego-Díaz moderó un coloquio entre los expresidentes del Gobierno Felipe González y José María Aznar, en el que ambos discreparon de muchas cosas y coincidieron al elogiar el sistema democrático surgido de la Transición. Mientras el socialista abogó por emprender la reforma constitucional, el popular se opuso a considerarla, pero ambos coincidieron en que el conflicto independentista en Catalunya es el problema más grave de España. Puede que Catalunya sea el síntoma más agudo de un deterioro importante de la Constitución que se manifiesta a otras escalas en fenómenos como el choque perverso de los aforamientos con la igualdad ante la ley y el sentido común.

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