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Cuando la tradición aprieta: dejad de regalarnos cosas

Laura Martínez

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Las costumbres, haceres que se mantienen durante generaciones y que forman parte de la vida colectiva, son como plantas carnívoras. Como esas flores tan bonitas que en realidad solo quieren que acerques la nariz lo suficiente como para quedarte sin ella. No hay manera de acercarse a las costumbres sin temer por la salud -la mental- del partícipe.

Si uno añade “la tradición de” a cualquier otra palabra, es difícil salir indemne. Hasta con el más inocente de los vocablos. Incluso con un mazapán.

Cada 9 d’Octubre, fiesta de Sant Dionís, los hornos valencianos hacen su particular agosto con la mocadorà que regalan los hombres a sus mujeres. Los más prestigiosos venden alrededor de 25.000 figuritas de mazapán envueltas en un pañuelo que simbolizan el amor.

Los orígenes de la tradición son dispersos, pero las historias coinciden en señalar que se trata de una forma de vasallaje tras la entrada de Jaume I, acompañado de su mujer, en la Valencia musulmana. Con la abolición de los fueros y la prohibición borbónica de homenajear al citado rey, el homenaje pasó a los hogares con poder adquisitivo (la almendra y el azúcar eran bienes de semilujo) gracias a los panaderos. Según algunos confiteros, era costumbre medieval regalar dulces en un pañuelo como seña de amor y el envoltorio dio nombre al producto: la mocadorà. Sea como fuere, la leyenda de caballería derivó en Sant Dionís, patrón de los enamorados valencianos.

Como en tantas otras celebraciones del amor, la tradición se encargó de que recayera sobre el varón el deber de regalar y sobre la mujer el de conservar los pañuelos como prueba de fidelidad. El modelo de amor romántico -androcéntrico, por supuesto- y sus mitos tan bien construidos sobre nuestras estructuras sociales han conseguido que en 2017 haya colas en las pastelerías valencianas -y otros establecimientos, en función de la ocasión- de hombres que buscan una bandeja de dulces para sus mujeres.

Hoy, cada vez que nos encontramos con una fecha que celebra, vía tarjeta de crédito o efectivo, el afecto, afortunadamente nos preguntamos por qué. ¿Tiene sentido que sigan siendo los hombres quienes regalen dulces a sus mujeres? Y, como contraposición, ¿se puede mirar una festividad de origen medieval bajo el prisma del siglo XXI?

Si hemos aprendido a no mirar con los ojos del presente las acciones del pasado, si no tratamos de condenar al destierro una película de los años cuarenta, una canción de los sesenta, o un texto del siglo XVIII ¿por qué sí lo hacemos con una costumbre? Porque las costumbres nos siguen afectando. A nuestro día a día, a la forma que tenemos de ver el mundo, de vernos a nosotros y actuar. En la sociedad patriarcal, los roles y estereotipos de género se encargan de perpetuar el machismo bajo la excusa de la cultura y la tradición. No hace daño a nadie que le entreguen una bandeja de mazapanes, una caja de bombones o un ramo de flores; hace daño, a todos, que haya un ofrendador y una ofrendada por imperativo.

Por suerte o por acción, en el tiempo y lugar que nos ha tocado vivir andamos lejos de la creencia decimonónica de que la cultura de los pueblos es un conjunto de creencias y prácticas prescriptivas. Las tradiciones no son inamovibles. La cultura no es doctrina.

Espero que alguien, dentro de, por ejemplo, diez siglos, se pregunte por qué nos preguntamos si regalar mazapanes está mal.

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