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72 horas en Serbia: el último aliento de los refugiados

Gabriela Sánchez

Parece que ya no están. A duras penas se han colado en alguno de los debates electorales, la mayor crisis de refugiados tras la segunda guerra mundial ha pasado desapercibida en campaña. Pero Fatheh está, aunque ya no sabe muy bien dónde. “Dios mío, hemos caminado mucho, frontera tras frontera. Hasta llegar aquí... que ya no sé cuál es, ¿Serbia, Macedonia?”. Sentada en un tren rumbo a Croacia, la mujer siria admite que, aunque “necesita de todo”, no pide mucho. “Me basta con que alguien me acepte con una sonrisa, que me reciba con un 'bienvenida', que me pregunte cómo estoy. Porque vengo de una catástrofe”.

De eso han tenido poco. “Se sienten abandonados y, sobre todo, piensan que han jugado con ellos. La sensación generalizada es de abuso permanente. 'Para la gente -en referencia a los traficantes- somos un negocio', dicen. Ven que les suben los precios, que se han aprovechado de ellos... Venían de una situación de desesperación y les sorprende este trato”, explica Laura Hurtado, portavoz de Oxfam Intermón, que viajó junto con el fotoperiodista Pablo Tosco hace algo más de un mes a Serbia para documentar la situación. Recuerda un mensaje repetido en sus conversaciones con los solicitantes de asilo: “No nos tratan como personas, y no teníamos otra opción”. “No son críticos, pero sí reconocen que el trato recibido ha sido muy, muy duro”, dice el fotógrafo.

“Aquí saben que van a encontrar un lugar seguro y apuestan por llegar. Si tienen que coger 50 autobuses lo harán; si no pueden descansar, continuarán; A lo mejor ni saben muy bien adonde van, pero van a hacerlo. Unos saben adonde ir, otros siguen la inercia del camino de la desesperación”, añade Tosco.

A través de los testimonios recabados por la ONG, hacemos un recorrido por la ruta de los refugiados en Serbia. Por las 72 horas con las que cuentan para atravesar el país de forma legal, para poder continuar su camino a pesar de haber registrado sus datos. Esas 72 horas que multiplican la ansiedad que ya acarrean, esas 72 horas que les obligan a caminar más rápido, a no dudar, a casi no descansar para evitar que cualquier imprevisto provoque su permanencia forzada donde solo están de paso.

Cruce de la frontera con Serbia

Llegan a la frontera con Serbia desde Macedonia. Acaban de viajar varias horas en un tren atestado de gente, donde algunos han tenido que compartir un sitio para varias personas, donde otros no tienen asiento. Bajan nerviosos, cansados.

“En la zona fronteriza donde les deja el tren no hay nada. Si llegan de día, siguen su ruta hasta el primer pueblo de Serbia. Pero por la noche no hay luz, y muchas familias deben quedarse a dormir a la intemperie. Los jóvenes suelen seguir”, describe Hurtado. Durante el día hay unas furgonetas humanitarias -de la OIM y MSF- que trasladan a mujeres y niños al centro de registro. Por la noche, la gente llega desorientada, y el camino se llena de taxistas que tratan de ganar el máximo dinero posible a costa del cansancio y la falta de información de los recién llegados.

“Hay un montón de taxistas. Los refugiados, al bajar del tren, ven las luces de los taxis a lo lejos. Algunos de ellos hablan árabe, lo que provoca alegría entre los recién llegados, pero el problema son las malas intenciones de algunos. Se sitúan antes de que entren en el circuito establecido y los engañan. Ofrecen cruzar el país por sumas desorbitadas, o trasladarles al centro de registro -que está situado a unos cinco minutos en coche- a cambio de 65 euros por persona”, explica la portavoz de Oxfam Intermón.

En esta zona las ONG no pueden trabajar, explica, y la ausencia de la información recibida por los refugiados que bajan del tren les empuja a acabar engañados por aquellos que tratan de sacar provecho. “Los taxistas llegan a amenazar aquellos que les dan información”, añade Hurtado.

Engaño tras engaño, Fatheh continúa describiendo por qué es importante una pequeña ayuda, una pequeña indicación. “No he venido aquí como turista, no he venido a pasármelo bien, he venido a sobrevivir. Las palabras, tener buena información, que me aconsejen a dónde ir, ya es mucho para mí”. Viaja con cuatro de sus siete hijos, todos menores. Sus otras dos hijas ya están viviendo en Alemania y se quiere reunir con ellas. Su marido se ha quedado a atrás, tuvo que despedir a toda su familia para quedarse en Siria con su madre de 95 años.

Primero optaron por quedarse en su país, no querían irse. Se desplaron en función del capricho de los bombardeos, hasta que no quedó Siria adonde ir. Hasta que su Siria se acabó, y decidieron continuar, buscar alternativas, asumir que su país, tal y como lo entendían, ya no estaba, y buscar el futuro en otro lugar. “Mi casa fue totalmente destruida. Aunque la guerra terminara ahora no tenemos ningún sitio a donde ir”.

Presevo: el registro

Todas las personas que entran a Serbia tienen que registrarse en Presevo y conseguir el visado que les da un plazo de 72 horas para cruzar el país. Aquí las ONG ofrecen asistencia básica, comida, ropa de abrigo, y otras como wifi o sitios para cargar los móviles, un elemento clave para informarse de cómo seguir el camino. Cada día salen decenas de autobuses habilitados por el Gobierno serbio en dirección a Sid, al último pueblo de Serbia, donde los subirán a un tren que les llevará hasta Croacia. El trayecto es de siete horas, casi sin paradas.

Otra opción es tomar un tren, el tren en el que viaja Fateh pensando angustiada qué le espera después.

Al dolor que acumula, ese dolor “imposible de explicar desde el principio” se suman las preocupaciones del viaje. “¿Cuánto dinero tengo? ¿Es suficiente para llegar al próximo lugar? Estamos contando todo el rato el dinero para ver si conseguiremos llegar. Si se nos acaba el dinero, ¿dónde lo vamos a conseguir? Si nos quedamos sin dinero no podremos seguir el viaje y no podré reencontrarme con mis hijas”. Cada abuso de traficantes o ciudadanos que tratan de sacar crédito de su huida, cada política fronteriza nueva, cada declaración de intenciones de Alemania, aumentan su miedo, su ansiedad. Y su rapidez al caminar.

Por eso van deprisa. “Se nota ansiedad en la gente. No saben qué pasará con su vida y quieren llegar a su destino cuanto antes, cruzar fronteras cuanto antes. Lo más impresionante es que confían en que estarán bien. No son conscientes de que en el país al que van también será difícil”, añade Laura Hurtado.

Guarda las llaves de una casa de la que no queda nada. “Por esto dejé Siria, perdí mi casa, todo está destruido, ¿qué más podía hacer? De mi casa solo me llevé las fotos de mi casa destruida -que mantiene en su móvil- y estas llaves. Son las llaves de mi casa”, describe Abdhamid Ali, de 32 años. Viaja con su mujer y sus tres hijos de ocho, seis y cuatro años.

“Gracias a Dios que estamos todos vivos. He podido sacar a mis hijos. Para llegar hasta aquí hemos tenido que sacrificar cosas: mis hijos han tenido que dejar la escuela y tuve que dejar a mi madre sola en Turquía porque no podía caminar”, relata Abdhamid, atormentado por tener que haber continuado sin ella. “Mi madre vivía conmigo, pero la tuve que dejar... era imposible que pudiera hacer este viaje”, repite.

Sid, hacia la frontera con Croacia

Cientos de refugiados descienden agotados de los autobuses tras ocho horas de viaje. “Les reciben como si fuesen ganado. Bajaban les dirigían al tren como al ganado”, añaden desde Oxfam Intermón. Algunos agentes serbios se han aprendido una palabra en árabe, y se la arrojan a gritos: 'Yala, yala“ -vamos, vamos-.

“No piden caridad. Exigen un trato digno. Cuando cruzan como borregos la frontera, cuando las propias administraciones y los propios poderes públicos permiten que siga pasando todo esto, que no puedan ni acceder a una ducha, que no tengan cobijo para protegerse de este duro invierno... La gente conoce muy bien sus derechos y esta intentando salir del drama que han vivido”, afirma el fotoperiodista Pablo Tosco.

Poco les queda para dejar atrás Serbia, y caminar con un nuevo objetivo, la siguiente frontera.

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Nota: Este reportaje ha sido posible gracias a los testimonios, información e imágenes cedidas por Laura Hurtado y Pablo Tosco, de Oxfam Intermón.

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