Por culpa de esta magnífica entrevista de Ramón Lobo al historiador José Álvarez Junco, estoy leyendo esta semana uno de sus libros más famosos: Mater dolorosa, un interesantísimo ensayo sobre la creación de la moderna identidad nacional española durante el siglo XIX. Es una lectura muy recomendable en este momento en el que tanto se habla de las patrias y acaba siendo un repaso igual de duro para todo nacionalista, tanto para aquellos que hablan de la “España indivisible y eterna” como los que ahora buscan en la historia argumentos para romperla. Todos mienten, cada uno a su manera.
El tema de las naciones y su origen histórico, como algunos sabéis, es una de mis pasiones; hace unos años publiqué con mi padre, Arsenio Escolar, La nación inventada, un ensayo –mucho más modesto que el de Álvarez Junco– sobre los orígenes medievales castellanos y sus falsos mitos fundacionales; toda nación es, por definición, inventada, y se suele construir sobre material histórico bastante estropeado. Pero en Mater dolorosa he encontrado una sarcástica anécdota que desconocía sobre la Edad Media en la Península: cómo nace el gentilicio de España, ese “español” o “españoles” que debería haber sido “hispanos” o “españeses”. Transcribo algunos párrafos de Álvarez Junco:
“Serios filólogos han sostenido que fue al norte de los Pirineos, y en la época del lanzamiento del culto a Santiago, donde se inventó el adjetivo ”español“, usado para designar a los integrantes de esta entidad nacional a cuyos remotos orígenes estamos dedicando estas páginas. La evolución lógica de la palabra hispani, nombre latino de los habitantes de Hispania, al pasar a la lengua romance más extendida en la península Ibérica, hubiera dado lugar a ”hispanos“, ”espanos“, ”espanienses“, ”espanidos“, ”españeses“, ”españones“. Pero triunfó la terminación en ”ol“, típica de la familia provenzal de lenguas, muy rara en castellano”.
Aunque la polémica entre los especialistas ha sido intensa, y no pueda darse aún por zanjada, parece lógico creer que un gentilicio que se refería a un grupo humano tan grande y variado como el compuesto por los habitantes de todos los reinos de Hispania no era fácil que se le ocurriera a quienes estuvieran sobre el terreno, que no disponían de perspectiva ni de mapas globales. Se comprende, en cambio, que desde fuera, y en especial desde la actual Francia, tan implicada en la creación del Camino de Santiago, sintieran la necesidad de referirse de alguna manera a todos los cristianos del sur de los Pirineos: lo hicieron como espagnols o espanyols. Dentro de la Península, un monarca tan europeo como Alfonso X el Sabio, cuando ordenó escribir la Crónica General, nada menos que la primera Estoria de Espanna escrita en la futura lengua nacional, decidió traducir como “españoles” en todos los pasajes que sus fuentes –Lucas de Tuy, Jiménez de Rada– decían “hispani”. Se trataría, pues, de un proceso radicalmente opuesto a lo que suele llamarse creación popular de un término, puesto que no sólo fue originario del exterior sino que fue consagrado y extendido por los medios cultos del interior.
Si los nacionalistas leyeran algo más que su propia literatura, probablemente relativizarían mucho el carácter sacrosanto de sus ídolos y leyendas. Considerable ironía es que el mito de Santiago, personificación de España e instrumento de movilización antinapoleónica, debiera su lanzamiento inicial a una corte y unos monjes que hoy, con nuestra visión del mundo dividida en realidades nacionales, habría que llamar franceses. Tampoco lo es pequeña el que la comunidad humana a la que más tarde los europeos atribuirían un innato “espíritu de cruzada” fuera en la Edad Media un mundo de convivencia de culturas y que la idea de “guerra santa” se importara desde Europa. Pero raya el sarcasmo que el propio término que designa a los componentes de la nación tenga todos los visos de ser, en su origen, lo que un purista no podría por menos de considerar un extranjerismo.