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José Antonio Díaz

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Aragonés de Botorrita, a pocos kilómetros de Zaragoza, Andrés Abián es un hombre acostumbrado a vivir en contacto con la naturaleza. El salir a escalar y a andar por el Pirineo le llevó a forjarse el físico y ganar resistencia. Aficionado al MTB, de ahí a planear sus viajes en bici no quedó más que un paso. El Camino de Santiago, en 1992, fue su primera experiencia, seguida en 1997 por otra más salvaje y desaforada: viajar a Mongolia (1997), el país de las grandes estepas. Abián dice de él que es “el mayor camping del mundo”, y el menos poblado, con menos de dos habitantes por kilómetro cuadrado frente a los 93,7 de España, a la que triplica en extensión.

“Salí de Ulán Bator un poco a lo loco —cuenta Andrés—. Iba de lado a lado de la carretera, como un borracho, porque llevaba el peso de las alforjas descompensadas. Iba con mi bici de ruedas de 26 pulgadas sin saber mucho donde me metía. Total, que me encontré en plena estepa con unos suizos completamente equipados: la bici con banderitas, GPS, ropa técnica... vamos, de todo. Entonces me dije: ”pero Andrés, ¿dónde te has metido?“ Por suerte salió todo bien pese a los bichos y los problemillas del país. Yo iba vacunado contra la rabia, por si acaso. Allí hay que tener mucho cuidado con los perros pastores (los feroces Bankhar) de los nómadas mongoles —Andrés ahuyentaba a los chuchos con el tirachinas comprado en un bazar— y los lobos que oía aullar por las noches”. Dificultades ampliamente superadas gracias a la generosidad de los nómadas. “No he tenido nunca la dentadura tan blanca como entonces. Nada más que me veían me traían leche de yegua fermentada y yogures. Su preocupación era que me ahogara al cruzar un río, que por entonces venían muy crecidos, y no hacían más que decirme 'gol, gol' ('río, río') y señalarse más arriba de la cintura para marcar el nivel de las aguas”.

Siria, Líbano y Jordania fueron sus siguientes destinos. Para entonces ya tenía definida su forma de viajar. Montado en su bici alemana de acero, una Fahrrad VSF de tipo 'trekking', que compró por 400 euros, hace unos 100 kilómetros al día. La mayoría del camino por la mañana y menos por las tardes, que dedica a descansar un poco y buscar un sitio para dormir.

Si te pilla en lugar equivocado, pues mal, y además hay que saber interpretar las caras y las miradas de la gente. Si notas algo raro, mejor te vas. De todas formas, la bici es un pasaporte. Te ven y saben que no eres un peligro para ellos

Andrés Abián lleva 23 años viajando por el mundo a pedales

“En Siria partí de Latakia y fui al Líbano, a Beirut, en donde viví un ataque israelí, por lo que tuve que salir rápido y cruzar a Jordania. Allí tomé la 'Carretera del Rey' y bajé hasta Petra para seguir hasta el desierto de Wadi Rum, en donde terminé tomándome una botella de vino con Reinhold Messner (la primera persona del mundo que logró ascender las 14 cumbres de más de 8.000 metros sin oxígeno), que andaba por allí escalando”.

Viajero por India, Nepal, Irán, Irak y otras geografías más que recónditas, Pakistán fue su flechazo, el país que le sedujo y que visitó dos veces, haciendo la carretera del Karakórun y el macizo del Hindú Kush. Pregunta obligada, tema de seguridad por la conflictividad de la zona. “Uf, cuestión de suerte. Si te pilla en lugar equivocado, pues mal, y además hay que saber interpretar las caras y las miradas de la gente. Si notas algo raro, mejor te vas. De todas formas, la bici es un pasaporte. Te ven y saben que no eres un peligro para ellos. Mira, a mí hasta me dejaron entrar en el precioso valle de Babussar (zona central del Gilgit-Baltistán) que está cerrado a cal y canto al turismo. Allí la gente tiene sus movidas entre etnias, hay tráfico de armas y de opio, pero eso no va contigo. Hombre, otra cosa es que te pille un tío y diga: 'Vamos a secuestrar a este y pedimos rescate'. ¿Miedo? No, no he pasado miedo yendo por allí. Bueno, un poco cuando en 2016 bajé a dormir a Abbottabad, la ciudad donde se escondía Bin Laden, al que por entonces ya habían 'cazado'. Estaba durmiendo y por la noche me despertaron explosiones y disparos de armas automáticas y AK-47. ¡Me cago en la leche, qué pasa aquí! Salgo de la habitación y el del hotel me dice: 'room, room'. Joder, no pegué ojo y total que al día siguiente, cuando salí a la calle, me enteré que era la fiesta nacional de Pakistán y allí andaba todo el mundo vaciando cargadores. Como ves el miedo es muchas veces algo psicológico”.

Le pedimos a Andrés, con tantas experiencias a sus espaldas, que nos haga una 'escala' por países de la generosidad recibida. “Esa es la pregunta del millón —responde—. Cuando te ve solo y en bicicleta, la gente valora tu determinación y el hecho que compartas su entorno y sus condiciones de vida. En general en todos los países musulmanes acogen muy bien al viajero. En Pakistán son tremendamente hospitalarios, en Irak e Irán ni te cuento, y también en Rusia, pues estoy vivo gracias a ellos, porque tuve congelaciones y me salvé por su ayuda. Siempre he viajado entre gente generosa. Nunca me han asaltado ni robado”.

Me entró el ansia de sacar fotos. Me puse en plan National Geographic y abusé. Hice tantas que me vino la policía militar. Me detuvieron y me hicieron borrarlas. Me tuvieron dos horas detenido y hasta tuve que llamar a la embajada

Andrés Abián en Pakistán

Sí tiene claro el viajero en bici de Cadrete el destino al que le gustaría volver y volver. “Soy una persona muy vinculada a la montaña y si tuviera que elegir un sitio forzosamente, me quedaría con la cordillera del Hindukush. Subí en cinco días el Shandur Pass (3.700), el llamado 'techo del mundo', que separa los valles de Gilgit de Khyber Pakhtunkhwa. La ruta es de piedras arena y polvo, increíble. Luego estuve con los kalash, una etnia de unas 4.000 personas que viven en barrancos, a caballo entre Pakistán y Afganistán. Gente con ojos y cabellos claros que, supuestamente, dicen que provienen de los soldados de Alejandro Magno que se quedaron a vivir por allí. Cultivan vides y beben vino por lo que los consideran 'kafires', paganos. De allí viajé a Peshawar y cogí un taxi que me llevara a la cercana frontera con Afganistán. Había muchos controles militares y se veían grandes caravanas de camellos. Vamos, que me entró el ansia de sacar fotos. Me puse en plan National Geographic y abusé. Hice tantas que me vino la policía militar. Me detuvieron y me hicieron borrarlas. Me tuvieron dos horas detenido y hasta tuve que llamar a la embajada. La espina que me quedó fue que al pobre taxista a lo peor le dieron una paliza (espero que no) pero el carné de conducir creo que se lo quitaron”.

“Ese fue un viaje —prosigue— que me marcó mucho. De experiencias increíbles. Otra la viví en el valle del Swat, en 2017. Me dijeron que fuera a ver el Buda de Jenanabad, una escultura en la roca de seis metros de altura y 1.500 años de antigüedad. Llegué a un control militar y me dijeron que no podía pasar ni de coña, que estaba todo cerrado porque andaban por allí los talibanes. Total, que había una lata de refresco en el suelo y me puse a jugar al fútbol con los locales. Con eso les caí bien y me llamó el comandante del puesto. '¿Quieres ver el buda?'. Me puso una escolta de siete tíos armados hasta los dientes y me llevaron hasta el Buda. 'Tienes cinco minutos para hacer fotos y luego sales corriendo', me dijo. Claro, si me ven allí los talibanes soy carne de cañón, porque es fácil sacar partido del secuestro de un occidental”.

Viajando tantos años de incógnito, Andrés Abián se hizo famoso en 2018, por un proyecto de viaje de 4.500 kilómetros entre Magadan y el lago siberiano de Baikal en el que casi se deja el pellejo. “Cogí tres meses de excedencia para hacer el viaje —explica—. Iba perfectamente equipado con una buena tienda de Altus, saco de dormir de expedición, y buena ropa, hornillos. De todo, pero una noche se me fue la pinza y me quité un guante para montar antes la tienda y me cogió el frío. Hacía -50 ºC y me eché a dormir. Por suerte, horas antes me había cruzado con tres chicos chechenos (Vaja Chemurziev, Musa Mutsolgov y Aslan Jabriev) que luego se dieron la vuelta en la carretera para ver si estaba bien. Cuando encontraron la tienda (azotada por el viento, cubierta por la nieve y a oscuras) pensaron que estaba muerto. Me rescataron y me llevaron a un poblado minero, Susuman, de donde viajé a Magadan y de ahí a España, a la Unidad de Congelaciones del Hospital San Jorge de Huesca, en donde estuve dos semanas”.

Bautizado en Rusia como 'el español de las nieves', Andrés volvió al año siguiente para completar con éxito su recorrido de 4.000 kilómetros. “Me preparé bien y volví. La gente me paraba por la carretera para hacerse fotos conmigo —recuerda—. Me recibían los alcaldes y todo eso. Empecé a pedalear un 20 de diciembre y me tiré tres meses. Me hice los 4.000 kilómetros. El de Siberia es un sol que no calienta, mucho frío y pocas horas de luz. Si se te rompe algo en la bici, a esperar hasta que pase alguien (si pasa) y te ayude hasta ir a un sitio caliente donde reparar. Hay que llevar un saco de dormir de altura, patucos, calcetines de expedición. Todo de lana merina, como primera capa; si esa te falla, date por jodido. ¿La noche? Nunca he dormido más que en Siberia. Anochece a las cinco de la tarde y hasta las nueve o diez del día siguiente no hay luz. Psicológicamente tienes que estar muy bien de cabeza y apechugar con lo que pase”.

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