Ética y política: una relación, a veces trágica, siempre problemática
Aumenta la preocupación, inquietud y desazón por las consecuencias de la degradación del discurso público que lo impregna todo, por el aumento del descrédito de las instituciones, los partidos y por el alejamiento cada vez mayor de la gente de la política, sobre todo de la juventud.
El descrédito moral de la política no es nuevo y viene de antiguo identificarla sin más con la corrupción, o el engaño, la mentira, la deslealtad, el lucro y la manipulación de las gentes. Y, al mismo tiempo que la política es tenida como la maldad, la ética sería la bondad y el remedio a los problemas políticos a través de la mera aplicación de un código ético. Y, ¡no! Pensar como los fundamentalistas éticos que puedes solucionar los problemas políticos con máximas de ética no nos lleva a ninguna parte.
Pues bien, este concepto muy empobrecido y peyorativo de la política contrasta con la concepción muy noble de la política y de lo político, como actividad, como praxis y como conocimiento teórico o ciencia entrelazada con la ética que tienen los clásicos, en particular Aristóteles.
Aristóteles señaló que, para cumplir con los fines de la política, los gobernantes han de ser personas “de mérito moral”. En la cultura clásica romana, de aquellos que ejercían la política con ética se decía que tenían decorum; tener decorum era garantía de ser un político honesto, discreto y que actuaría de manera correcta y justa.
Los clásicos tenían claro que quien ejerciera la política, no concebida como una profesión de especialistas como actualmente, debía contar forzosamente con una buena formación acompañada de una serie de virtudes para poder tener un gran sentido de justicia. Cuando el político no tiene ese perfil es presa fácil para caer en desviaciones que, a su vez, le llevan a prácticas corruptas.
La política como respuesta a cómo queremos vivir juntos se encarga de tomar decisiones para una sociedad; ahora bien, no hay decisión neutral en términos de valores. En la retórica de los partidos predomina la apelación a la “búsqueda del bien común”, pero la política no tiene que ver con la búsqueda del “interés general”, y sí mucho con la decisión de a quién (a qué clases, a qué grupos sociales, a qué perspectivas, ideales) se va a beneficiar, y quién se va a perjudicar, y es por lo que la política implica una ligazón inextricable con la ética.
Pensar sobre ética y política implica pensar sobre ética
Si partimos del hecho de que la posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social, no nos vale cualquier ética y menos las que no contemplan la existencia del conflicto moral. No todas las éticas “modernas” contemplan la existencia del conflicto moral. La ética de Kant, el utilitarismo, el perspectivismo nietzschiano, el relativismo en general, no lo reconocen. Se necesita una ética que parta de su reconocimiento, que asuma las paradojas de la política, el conflicto de valores, el hecho de que algunos bienes chocan inevitablemente, entran en contradicción, en el que la consecución de bienes puede ser que dependan de males, o las presupongan, y las buenas acciones contengan, o impliquen malas. Una acción buena no siempre es recompensada, incluso la bondad o la verdad generan efectos negativos para quienes las practican.
El buen político es el que se enfrenta problemáticamente a las “inevitables antinomias de la acción”, pero actúa responsabilizándose de sus decisiones
Reconocer que hay un conflicto, es lo menos que se le puede pedir a un político, a un político que se diga moral. No es lo mismo un político que resuelve desde la inmoralidad a otro que resuelve desde un pesar moral, que es consciente que se ha resuelto a costa de una pérdida y que hay que seguir ese problema y solucionarlo en un plazo determinado.
Nuestros políticos están demasiado obsesionados por sus intereses personales y partidistas, huyen de todo lo que sea plantear problemas de valores o cuestiones de principios, reduciendo la gestión a un trato por “intereses”. La mentira se ha convertido en un instrumento político de primer orden, al igual que las medias verdades, la ocultación de hechos, exagerar los errores del adversario y obviar por completo o minimizar hasta la insignificancia los del propio.
Probablemente estemos en un tiempo en el que hablar de “ética política” parezca un oxímoron, una contradicción en sus propios términos. Esta pareja parece caminar por senderos separados. La política se ha ido independizando de la ética y sucumbiendo a un “realismo sin principios” y al “pragmatismo sin convicciones”. Lo más peligroso de este cuasidivorcio es que se asuma como natural.
La ética y la política son dos nociones irremediablemente relacionadas que se manifiestan siempre en tensión y, a menudo, en contradicción. Una “tensión” que no tiene un modo único o, incluso, satisfactorio de resolución entre las exigencias igualmente irrenunciables de la ética y de la política. Su equilibrio se pierde tan pronto como se absolutizan una u otra. Su convivencia, necesaria para la buena salud de la vida pública, a veces resulta trágica y casi siempre problemática. Lo comprobamos constantemente en muchas de las cuestiones públicas disputadas, así ocurre con temas como el de la pandemia, con la invasión de Ucrania, la inmigración, la ley de vivienda, el Sahara, los problemas lingüísticos y territoriales, la política fiscal y económica, las cuestiones medioambientales, el aborto, la ley de solo sí es sí, la ley trans, la eutanasia, los dilemas derivados de la ingeniería genética y los relacionados con la bioética, por citar solo algunos casos. De ahí que la elección sea siempre uno de los principales problemas de los que hacen política y que se dé tanta importancia al buen criterio, formación y virtud de los agentes políticos que deben hacer frente a estos dilemas.
El buen político es el que se enfrenta problemáticamente a las “inevitables antinomias de la acción”, pero actúa responsabilizándose de sus decisiones.
Es preferible un político o política que no oculte los problemas, exprese sus dudas y plantee las posibles soluciones con sus beneficios y costes correspondientes, al que oculta los problemas y siempre cree tener una respuesta infalible y redonda para cada uno de ellos, lo mismo que es preferible un ciudadano deliberativo y crítico al mero hooligan o seguidor de consignas.
En tiempos de descrédito moral y desafección de la política, de incertidumbre y riesgo es necesario pensar éticamente la política y políticamente la ética, a la manera de Albert Camus.
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