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Resta de identidades

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Aníbal Martín, traductor cacereño

Barcelona —

Los que hemos nacido en Extremadura no podemos ser nacionalistas —a no ser que queramos sacarle a alguien una carcajada. Se nos permite, si acaso, exhibir una morriña descafeinada que ni siquiera posee un término equivalente en el dialecto regional inventado. Por ello, descarté hace tiempo construir una identidad a partir del sitio en el que nací o del idioma que hablo.  Por otro lado, el ruido de fondo de la Transición y el embrollo de las banderas y los himnos me impidieron desde bien pequeño atreverme a sentir algún tipo de patriotismo o siquiera pronunciar la palabra España en voz alta; otra identidad menos, la nacional.

¿Idiosincrasia? ¿Cultura de barrio? En cada edificio de cada barrio he encontrado vecinos indeseables y vecinos amables; por todos los rincones, tacaños y altruistas, tímidos y extrovertidos, desde Ammán a Salamanca, desde Escocia a Estambul. Me pareció que el norte y el sur sabían menos de vagos y trabajadores de lo que pensaban. Tampoco convertí en religión ningún partido político, así que no tengo carnet de afiliado; ningún dios me concedió el don de la fe, así que no puedo ser un pobre creyente víctima de los ateos.

Hace poco tiempo me di cuenta de que se me acababan las identidades y de que había construido la mía con un puñado de personas de diferentes partes del mundo, algunos animales y no pocos libros. En ese momento, retransmitían por televisión la celebración de la Diada y sentí la apatía propia de quien nunca ha albergado una pasión similar. Ahora, mientras escribo, salta a la pantalla la noticia de la división interna del PSOE y experimento una indiferencia parecida. Celebraciones de episodios históricos controvertidos, luchas internas de poder político, todo ello tan alejado de la piel de las personas.

«Vota el pueblo, hablan los ciudadanos, lo necesita la ciudadanía, es un sentir general, porque allí sois así y aquí, de esta otra manera, pero no pasa nada, una vez que decidamos qué queremos hacer, decidiremos estar a vuestro lado, porque allí sois más religiosos y aquí más agnósticos, pero nos resultáis simpáticos y los amigos del norte son para toda la vida y los del sur para un rato». Necesito dosis diarias de paciencia para enfrentarme al cliché, al arquetipo que sobrevive a pesar del amor de, por ejemplo, la antigua CiU por la virgen de Monserrat. Será que esta virgen, por negra, es más cosmopolita, «porque aquí somos más modernos y allí más castizos».

No soy un libertario, cumplo las normas, trabajo y reciclo aunque el Estado solo me parezca útil como organización y poco más. No caben en mí sentimientos que no estén ligados a personas concretas y a formas de actuar individuales. Por eso, esta y todas las épocas en las que se aspira a un país por idioma, por religión o por persona son malas para mí. Y también son malas para las palabras, porque se confunden y no saben si cuando dicen autodeterminación, quieren decir egoísmo; si cuando pronuncian identidad cultural, se refieren a una identidad cultural concreta; si cuando gritan independencia, susurran prejuicios.

Estamos en la era de la nostalgia crónica, quizá se deba a una mutación del virus Estado-nación o a que aún arrastramos el estigma del colonialismo (destruir tanto en tan poco tiempo nos dejó impedidos para contravenir lo que suene a cultural) En cualquier caso, da la sensación de que aspiremos a un mundo estático, plastificado, donde todo lo que hay tenga que mantenerse, en el que los lingüistas se lleven las manos a la cabeza cada vez que un anglicismo se cuele en un texto mientras la palabra recuperar se entretiene con las costumbres, la arquitectura, las técnicas para elaborar un queso y, en definitiva, los orígenes (me pregunto cuáles).

Por culpa de esas identidades que suplantan a seres humanos no tenemos gobierno, pero sí exacerbaciones patrióticas, homofobia y refugiados. Y como las identidades son nacionales, al cruzar las fronteras se difuminan: la izquierda se equivoca cuando relativiza sobre las libertades individuales en culturas que le resultan exóticas y yerra también la derecha cuando para desprestigiar unas dictaduras apoya otras.

Al restar identidades aparecen personas, es a ellas a quienes se les debe respeto. Quienes aman, quienes asesinan y quienes condenan son personas; por eso, todo lo demás sobra.

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