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“Querían que me volviera de China a España, ahora dicen que estoy en el mejor lugar”

Ana Trujillo, filóloga y profesora que trabaja dando clases de español en Mianyang (Sichuan)

José Antonio Luna

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23 de enero de 2020. Ana Trujillo, de 30 años, va al aeropuerto de Barcelona para coger un avión hacia Mianyang (Sichuan), donde trabaja dando clases de español. Momentos antes se entera de que el Gobierno chino ha cerrado la ciudad de Wuhan por algo a priori sin demasiada importancia: el coronavirus. Lo que no sabe es que aquel billete le lleva a pasar casi dos meses de aislamiento alejada de su familia.

“El día de antes de salir a China los muertos eran 17 en un país con más de mil millones, por lo que no parecía demasiado preocupante. Luego cambiaría”, explica a eldiario.es la docente y filóloga. “Cuando llegué al aeropuerto de Chengdu la sensación fue extraña: todo lleno de decoraciones del Año Nuevo chino, una celebración que no se estaba pudiendo llevar a cabo. Me vino a recoger una alumna y me trajo varios paquetes de mascarillas, parecía preocupadísima”, añade.

26, 56, 80, 106… El número de fallecidos iría aumentando cada mañana y contrastaban con las palabras de tranquilidad de la OMS, que decidió no declarar una emergencia internacional. “Aún no se ha convertido en una emergencia sanitaria global”, decían. Se creía que había pocas ciudades con conexión a la zona cero del brote y que su expansión, espacialmente tras el cierre de Wuhan, sería poco probable. Dos días después las autoridades chinas cerrarían la provincia entera, Hubei.

Fue entonces cuando los rumores sobre el coronavirus empezaron a llegar con más fuerza a Europa. Pero no como un problema que se podía extender a nuestro continente, sino como uno ajeno y exclusivamente asiático. “La mayoría me decía que me volviera. Especialmente mis padres, que me preguntaban qué hacía aquí jugándome la vida. Su miedo, además del contagio, era que cerrasen el país y no pudiese salir de él”, recuerda la profesora.

Trujillo, además de a las opiniones familiares, se enfrentó a ver cómo algunos de sus compañeros de trabajo decidieron coger vuelos a España. Finalmente, a pesar de las advertencias de sus allegados, prefirió quedarse porque “no sabía cuándo se retomarían las clases o si tendría que volver en un corto periodo de tiempo”. Y así fue cómo comenzó su confinamiento: a más de ocho mil kilómetros de su familia y con la incertidumbre de hasta cuándo duraría la alerta.

“El 31 de enero volvió a haber otra comunicación oficial de la Universidad: todos los días antes de las 10:00 horas teníamos que informar de nuestra temperatura”, explica la docente de una medida que sigue vigente hoy en día. Las clases, como ya se sospechaba, comenzaron de forma online a finales de febrero.

En Mianyang solo fueron confirmados 22 casos por coronavirus, y al igual que en otras regiones de China, no fue necesario que las autoridades decretaran el confinamiento obligatorio de los ciudadanos. La mayoría actuaba como si estuviera prohibido, pero a veces la profesora también encontraba excepciones, como unas mujeres que salieron a la calle para tomar el sol y beber té.

Aun así, el contacto humano no era lo habitual, como demuestra la ausencia de pasajeros en un autobús hacia el centro de la ciudad que normalmente va repleto. “El supermercado era casi el único sitio donde veía gente. Nunca hubo problemas de abastecimiento más allá de algunos productos procedentes de otros países, pero te tomaban la temperatura a cada paso y al entrar en cualquier establecimiento. También era obligatorio el uso de mascarillas en el bus, en los taxis, en sitios públicos…”, observa la filóloga.

No todos era igual de partidarios a medirse la temperatura. Trujillo recuerda una vez que fue a hacer la compra y, como iba tan cargada, no tuvo más remedio que coger un taxi hacia el campus donde vive. Los guardias de seguridad de la universidad detuvieron al conductor para medirle la temperatura, pero este se negó y empezaron a discutir. La trifulca acabó con el taxista marchándose y con uno de los vigilantes llevándola en moto, con las bolsas a cuestas, hasta la puerta de su casa.

La luz al final del túnel

Los residentes de Wuhan comenzaron a salir de sus casas el pasado 23 de marzo tras pasar dos meses de cuarentena, medidas que ya habían ido adoptando otras zonas del país menos afectadas por la pandemia de coronavirus. Pero la normalidad no ha llegado del todo.

“Algunos restaurantes, bares o discotecas siguen cerrados. Las casas del té, muy habituales en los parques chinos, siguen sin estar abiertas. La temperatura te la siguen tomando en casi todas partes, en algunos sitios incluso hay un empleado en la puerta que te echa obligatoriamente gel desinfectante en las manos antes de entrar”, afirma la docente, que continúa dando clases online hasta nuevo aviso.

Mientras que países como España, Italia o EEUU siguen sumando cada día centenares de casos de COVID-19, China dio por superado el pico de transmisiones. En estos momentos el país asiático tiene otro objetivo: relanzar la economía tras la crisis y evitar que se presenten nuevos contagios importados.

Esa es la razón por la que China ha decidido cerrar sus fronteras a extranjeros y obligar a todos los que ya estaban en el país a pasar 14 días de confinamiento en hoteles. Justo eso vivieron unos compañeros de Trujillo: regresaron de vacaciones y al poco de llegar se encontraron con una ambulancia y varios médicos en la puerta de sus casas.

“Los que antes querían que volviera ahora me dicen que estoy en el mejor lugar del mundo”, señala la filóloga. El problema, añade, es que “no es lo mismo que estés expuesta tú misma, que sabes las precauciones que estás tomado, a que lo esté toda tu familia y amigos”. La situación ha dado un giro de 180 grados: aquel peligro “ajeno” llamado coronavirus ya ha traspasado prácticamente todas las fronteras. Y, lo que hace varios meses era el epicentro del contagio, en estos momentos es el mejor paraguas para resguardarse de la pandemia.

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