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Opinión - ¡Con los jueces hemos topado! Por Esther Palomera

The Guardian en español

El doble juicio contra Pell, desde dentro: “Durante meses cubrimos los procesos pero no podíamos informar”

La condena por abusos al cardenal Pell pone a prueba la respuesta del Vaticano

Melissa Davey

Durante casi tres meses, un reducido grupo de periodistas cubrió varias causas judiciales contra un poderoso cardenal, una de las personas más influyentes del Vaticano. George Pell se sentó ante un tribunal de Melbourne, Australia, para defenderse de cargos de violación y abuso sexual a menores. Hasta ahora no habíamos podido publicar ni una sola palabra de lo que oímos o vimos.

El cardenal George Pell, uno de los hombres de confianza del Papa y responsable de las finanzas del Vaticano, no fue juzgado una sola vez. Cubrimos dos juicios.

Los medios de comunicación, entre ellos The Guardian, no pudimos publicar ni una sola de las miles de palabras registradas a lo largo de las sesiones. Una orden del tribunal nos prohibía informar sobre el primer juicio, que fue declarado nulo.

Tampoco pudimos hacer una cobertura en directo y nos obligaron a proteger toda la información que teníamos guardada en nuestros blocs de notas y ordenadores. No podíamos publicar absolutamente nada.

El tribunal había dictaminado que primaban los intereses de la justicia [por encima de la libertad de información]. Pell debía enfrentarse a otro juicio y defenderse de los nuevos cargos que se le imputaban; en esta ocasión se lo acusaba de haber abusado sexualmente de niños en una piscina. Si no nos hubieran prohibido publicar información sobre el primer juicio, la imparcialidad del jurado del segundo juicio podría haberse visto mermada por la cobertura.

Así que, cuando en diciembre de 2018 el cardenal fue declarado culpable, tampoco pudimos informar sobre esta extraordinaria decisión judicial.

Sin embargo, ahora que el “juicio de los nadadores” se ha archivado por falta de pruebas, podemos informar sobre cómo se desarrolló todo el proceso, dar los detalles del día a día del caso y explicar el porqué del comportamiento de los medios de comunicación que cubrimos los juicios. A los mismos que, por el hecho de no informar, se los acusó de encubrimiento.

“Recae sobre vosotros una gran responsabilidad”

El primer juicio contra Pell comenzó en agosto de 2018. Conocido en los círculos jurídicos y periodísticos como el “juicio de la catedral”, duró cinco semanas. Después de una semana de deliberaciones, los miembros del jurado no conseguían un veredicto unánime, ni siquiera una decisión mayoritaria de 11 a 1. Era más que evidente que esto les causaba una gran angustia. Cinco de ellos lloraron.

El juez que presidía el tribunal en el juzgado del condado de Victoria, Peter Kidd, siempre meticuloso y poco dado a andarse por las ramas, los tranquilizó. Les explicó que, en algunos casos, el peso que uno siente sobre sus espaldas es mayor que en otros. “Desde el momento en que os eligieron para este juicio era evidente que recaía sobre vosotros una gran responsabilidad”, afirmó. Sin embargo, también les lanzó una advertencia: “no debe saberse nada de lo que ha tenido lugar en esta sala”. Y así fue.

Para el segundo juicio, que comenzó en noviembre, fue necesario designar a nuevos miembros del jurado. Al igual que en el primero, los periodistas observaron por videoconferencia desde una sala de audiencias en el tercer piso mientras 250 jurados potenciales permanecían en una abarrotada sala situada en la planta baja del juzgado.

Ante el temor de que muchos de los convocados pudieran tener una opinión ya formada, a favor o en contra, sobre la Iglesia católica y que resultara difícil formar un jurado imparcial, se convocó a un grupo inusualmente extenso de potenciales miembros. Mientras tomaban asiento, Kidd les informó de que se los había llamado para participar en un proceso de selección del jurado del juicio contra Pell. La reacción de todos ellos fue más que evidente cuando el juez matizó sus palabras: “quiere decir, el cardenal George Pell”.

Si bien el veredicto se decide por doce miembros del jurado, se eligieron dos personas más por si uno de ellos enfermaba o no podía seguir por alguna otra razón. Dos tenían que dejar el jurado antes de la fase de deliberaciones.

Pell tenía el derecho de cuestionar la idoneidad de hasta tres miembros del jurado cuando se fueron sacando sus nombres de una urna y más tarde se informó sobre sus ocupaciones. No cuestionó a ninguno de ellos. Nueve hombres y cinco mujeres prestaron juramento, entre ellos un pastor de la iglesia, un matemático, un cocinero y un profesor.

Los periodistas nos preparamos para cubrir durante cinco semanas las sesiones con los mismos testigos, preguntas y argumentos que ya habíamos escuchado en el juicio anterior. Prácticamente nada de lo que habíamos anotado meticulosamente en el primer juicio servía. Éramos conscientes de que existía la posibilidad de que en esta ocasión el jurado tampoco pudiera llegar a un veredicto. Ver a Pell en el tribunal, un día tras otro, se convirtió en algo normal.

Cada mañana un coche negro le dejaba delante de la puerta del juzgado. Siempre vestía igual: pantalones negros, una camisa negra y, a veces, una chaqueta beige. La policía lo escoltaba hasta el interior del edificio y lo ayudaba a pasar por los controles de seguridad. De hecho, al llevar un marcapasos no pasaba por el escáner de seguridad, sino que le hacían un control manual.

Una trabajadora de la Iglesia católica, Katrina Lee, solía acompañar al cardenal en su trayecto hasta la cuarta planta de los juzgados. Una vez allí, se encerraban en una pequeña sala de reuniones fuera de la sala de audiencias 4.3 hasta que empezaba la sesión. Pell hacía el recorrido entre la sala de reuniones y el banquillo de los acusados con la ayuda de un bastón debido a una lesión en la rodilla. La sala de reuniones tenía una mesa de oficina blanca, algunas sillas y un cubo de basura. Una única ventana interior daba a las plantas inferiores.

En el banquillo de los acusados estaba acompañado por un agente de policía que se sentaba a su izquierda, y en las pausas del juicio se le unían en la sala de reuniones Lee y miembros del equipo de defensa. Le traían el almuerzo: paquetes de Uber Eats con sándwiches de pepinillos, rollos de salchicha y batidos. A veces se reían y bromeaban.

Durante un tiempo, los periodistas ocupamos la sala contigua, hasta que los responsables de seguridad se percataron de que las paredes tenían poco grosor y podíamos oír comentarios sobre el almuerzo de ese día. A partir de ese momento, cerraron esta segunda sala y el equipo de seguridad pasó a custodiar a Pell. Los periodistas cargábamos la batería de nuestros portátiles y hablábamos del caso en otra sala situada a unos metros de distancia.

A diferencia del primer juicio, en el segundo solo ocho periodistas asistieron todos los días, ya que muchos medios de comunicación no pudieron permitirse tener a un reportero fuera de la redacción cinco semanas más.

Las personas que estaban lo suficientemente bien informadas como para saber que se estaba celebrando el juicio llenaron la sala y los pasillos: el sacerdote jesuita Frank Brennan, el exviceprimer ministro y embajador del Vaticano Tim Fischer, y abogados y jueces de otros juzgados cercanos. Se presentaban, con sus túnicas y pelucas, para observar uno de los casos más extraordinarios que se recuerdan. También asistió con regularidad la prominente defensora de los derechos de los niños Chrissie Foster, que llevó a la Iglesia católica ante los tribunales después de que dos de sus hijas fueran violadas por un sacerdote.

A menudo entraban y salían sacerdotes y simpatizantes de la Iglesia católica. A veces, se acercaban al banquillo de los acusados para estrechar la mano de Pell y desearle lo mejor. Un sacerdote fue expulsado por los servicios de seguridad tras armar un alboroto; hacía todo tipo de ruidos para mostrar su conformidad con las palabras de los abogados de Pell, y a menudo se olvidaba de apagar su teléfono móvil.

En ocasiones, algunas víctimas de abuso sexual y sus abogados se colocaban entre los periodistas: les consideraban aliados. Alguno les decía por lo bajo lo que pensaba del juicio mientras los testigos eran interrogados. Nos puso en una situación incómoda ya que no estábamos allí para tomar partido sino para cubrir el proceso.

Y fue precisamente esta extraña mezcla de asistentes la que llenó las salas de reuniones y los pasillos cuando el segundo jurado se retiró a deliberar. Pell y su equipo se encerraron en la pequeña sala que tenían asignada.

Llegados a este punto era esencial no alejarse de allí, ya que tan pronto como los miembros del jurado alcanzaran un acuerdo todo pasaría muy deprisa y los periodistas corrían el riesgo de no ser alertados a tiempo. Así que observamos y esperamos por si se producía algún movimiento y a que los abogados salieran y volvieran a entrar en la sala donde se celebraba el juicio. Tres días y medio después de este acontecimiento nos llegó el mensaje de que había veredicto. Después de meses de deliberación, los miembros del jurado consiguieron tomar una decisión.

A simple vista, cuando tomaron asiento para escuchar el veredicto, los abogados de Pell parecían estar tranquilos. Lo cierto es que unos minutos después de escuchar la decisión del jurado, Robert Richter, el abogado defensor, no pudo ocultar su asombro tras escuchar que su cliente había sido declarado culpable de un cargo por penetrar sexualmente a un niño de 13 años y cuatro cargos más por agresión sexual a dos niños de 13 años. Su actitud confiada se evaporó y, cuando se acercó al juez para hablar de los requisitos de la fianza y fijar una fecha para la sentencia, su voz era poco más que un susurro.

Muchos en la sala se mostraron tan sorprendidos como el abogado de Pell. El desenlace del primer juicio sembró la duda sobre la posibilidad de una condena. Por otra parte, solo los miembros del jurado y los equipos legales habían visto las pruebas presentadas por las víctimas, que fueron clave para la argumentación del fiscal.

Con el objetivo de evitar a las víctimas de abusos sexuales un mayor sufrimiento y proteger su identidad, el público y los medios de comunicación no pudieron escuchar su testimonio, como es común en este tipo de juicios. Es decir, los periodistas solo habíamos escuchado los relatos de algunos niños del coro y de extrabajadores de la Iglesia que no habían sido testigos de los hechos y que veinte años después tenían que hacer esfuerzos por recordar detalles sobre la iglesia, las misas solemnes de los domingos y el comportamiento de Pell y de los niños del coro. También escuchamos una conversación entre Pell y dos detectives en Roma que llamaba la atención por la actitud confiada que mostraba el cardenal y su pleno convencimiento de que no había hecho nada malo.

Así que, cuando se conoció el veredicto del jurado, en la sala se hizo el silencio más absoluto. Esa noticia, que en otras circunstancias empezaría a circular en cuestión de segundos por las páginas web y las emisoras de radio de todo el mundo, no podía salir de esa sala.

Demasiado sensacional para contener el secreto

A pesar de que un juez había prohibido a los medios que hablaran de este proceso (en parte porque Pell tenía otra causa abierta, conocida como el juicio “de los nadadores”), y por la necesidad de garantizar la imparcialidad de los miembros del jurado, lo cierto es que el veredicto tenía un tinte demasiado noticioso como para que pudiera permanecer en secreto.

Los periodistas que cubrimos todo el juicio no escribimos ni un solo artículo. El juzgado hizo saber a los otros medios de comunicación [que informaban desde la redacción] que estaba prohibido informar sobre el proceso y el veredicto. A pesar de la prohibición, algunos medios de comunicación extranjeros publicaron artículos que ni siquiera daban información muy detallada porque no habían cubierto el día a día del juicio.

Por otra parte, algunos medios de comunicación publicaron columnas y tuits deliberadamente confusos que lamentaban la excesiva tendencia de los tribunales australianos a prohibir a los medios que informaran sobre casos de interés público.

Desde entonces, algunos de estos medios han recibido una notificación por desacato judicial y los periodistas [que firmaron los artículos] podrían terminar en la cárcel.

Algunos lectores leyeron la noticia en la prensa extranjera y también vieron los tuits y los artículos publicados por la prensa local. Amenazaron con dejar de apoyar a los medios de comunicación australianos que no habían cubierto la noticia y los acusaron de no haber sido capaces de defender los intereses del público.

La furia del juez

En una audiencia celebrada el 13 de diciembre, dos días después del veredicto, un abogado que representaba a varios grupos mediáticos australianos argumentó ante Kidd que la orden que prohibía publicar la noticia debía ser levantada ya que la sentencia, de alguna manera, ya era pública.

Kidd, un hombre mesurado y cerebral, se enfureció. “Viéndolo en perspectiva, creo que parte de esta publicidad estaba dirigida a que me sintiera presionado”, indica. “De hecho, fue una estrategia que creó confusión… ya que nunca pidieron que levantara esta medida por la vía judicial [se limitaron a publicar artículos solicitando el levantamiento]. Estos artículos confunden al lector a propósito ya que no explican que los medios de comunicación nunca se opusieron a la orden que prohibía informar sobre el juicio”.

Optó por mantener la prohibición de dar la noticia, al considerar que su difusión no había sido tan extensa ni detallada como para que hubiera dejado de tener sentido.

Como se pudo constatar más tarde, esta fue la decisión correcta. Después de la publicación de los primeros artículos, la noticia no siguió creciendo. Y esta decisión fue un reflejo del comportamiento de Kidd durante todo el proceso; considerado, diligente y justo.

De hecho, a lo largo de todo el juicio, si alguna de las partes se excedió al interrogar a los testigos recibió una reprimenda por parte de Kidd. Tanto la Fiscalía como los abogados de la defensa parecían respetar al juez.

Kidd no se cansó de indicar a los miembros del jurado que no esperaran ningún comentario por su parte sobre cuál debería ser el veredicto, y que no debían convertir a Pell en el chivo expiatorio por los errores cometidos por la Iglesia católica. También les indicó que Pell partía con una gran desventaja, debido a que habían pasado décadas [de los presuntos abusos sexuales a menores] y ya no podía recabar pruebas de testigos que pudieran recordar los hechos con todo detalle.

“Vosotros sois los únicos jueces de este caso”, indicó a los miembros del jurado: “No tengo la responsabilidad de tomar una decisión. La tenéis vosotros. El veredicto que alcancéis no tiene nada que ver conmigo. No estáis obligados a tener en cuenta mis comentarios. No esperéis que os dé pistas porque no os daré ninguna”.

Pidió a los miembros del jurado que cada día, al regresar a sus casas, intentaran descansar mentalmente y que desconectaran los fines de semana. También reconoció que el destino les había asignado una tarea de mucha responsabilidad.

Un miembro del jurado se quedó dormido mientras el juez hablaba y este no dudó en afirmar que no se lo tomaría personalmente. Decidió dar por terminada la sesión y mandar a los miembros del jurado a casa para garantizar que estaban atentos cuando se presentaban pruebas.

Pell y sus abogados han confirmado que recurrirán la sentencia. Antes de que esto pase, es probable que algunos medios de comunicación y algunos periodistas tengan que explicar ante un juez por qué no respetaron la orden judicial de no informar sobre este juicio. El Papa también tendrá que reaccionar y dar su opinión sobre este veredicto.

Para los que seguimos el día a día del juicio han terminado los meses de silencio y de presiones. Sin embargo, esta historia está muy lejos de llegar a su fin.

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