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El Madrid de las novelas de Almudena Grandes, hija predilecta y madre literaria de la ciudad

La escritora Almudena Grandes, en una imagen de archivo. EFE/Víctor Lerena

Luis de la Cruz

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“No tengo otro lugar de donde ser. Unos tatarabuelos míos tenían un café en la Red de San Luis. Nunca he pronunciado una frase con los pronombres correctos, hablo demasiado deprisa, me como la última ‘d’ de todos los participios, y hasta llevo el nombre de la patrona”, dijo Almudena Grandes en su pregón de San Isidro de 2018. No es un secreto que Grandes –Almudena– era más de Madrid que los caramelos de La Violeta. También su literatura, universal, que hizo de su ciudad marco, personaje y motor de la construcción de genealogías alternativas al madrileñismo rancio.

La campechanía ronca de Almudena era tan identificable con el Madrid a veces afable que la ciudad, pasando por alto el desprecio ausente de su alcalde, lo celebró este lunes en el Teatro Español con motivo de su nombramiento como Hija Predilecta. Lo festejó emotivamente, como había hecho en su entierro, con palabras de sus personajes y los gruesos volúmenes de la autora entre las manos.

Luis García Montero –cuya figura pública ha crecido como amante sincero de su compañera desaparecida– evocó el Madrid al que Almudena le trajo, donde él, como gesto de amor y rendición territorial, le regaló una tumba para ambos al poco de empezar su relación. En la platea estaban, por supuesto, sus compinches de Los 50 del Atleti. Y su literatura sobre Madrid, o Madrid en su literatura, que glosó poéticamente la escritora Marta Sanz.

La investigadora Pilar Martínez Quiroga explicaba en un artículo de 2013 que el tratamiento que la escritora da a la ciudad de Madrid a lo largo de su obra transita por dos caminos: en las primeras obras emerge la libertad individual, ligada a la juventud, la noche y La Movida; y “aquellas novelas que se enfocan en las transformaciones sociales e históricas de la ciudad mediante la interacción de la misma con las/los protagonistas que recuerdan con nostalgia una ciudad y un país que bien ya no existen o bien nunca existieron.” A la primera categoría pertenecerían obras como Las edades de Lulú, Malena es un nombre de tango o Castillos de cartón; a la segunda, Atlas de geografía humana, Los aires difíciles, El corazón helado o Inés y la alegría, que ya forma parte de su último proyecto novelístico, Episodios de una guerra interminable, donde Madrid vuelve a tener capital importancia.

Hay también un componente generacional y biográfico en ello. La escritora solía remontarse siempre a la infancia para explicarse a sí misma. En el universo de Almudena todo parte de su condición de niña del barrio de Malasaña y de su capacidad para observar las estancias galdosianas del viejo Madrid o las calles por las que pasea. Está en las voces increíblemente vivas de Mercado de Barceló y en los travestis de Marqués de Riscal que aparecen en Lulú.

Las historias brotaban en su cabeza mientras paseaba por las calles de Madrid con su abuelo Manolo –que le regaló La Odisea y le leía a Lorca–. Y se ponían a prueba, ya siendo autora, cuando se las contaba caminando a su amiga, la cineasta Azucena Rodríguez, directora de Atlas de geografía humana, cómplice en la gestación de Inés y la alegría y vecina de la Casa de las Flores, en el barrio de Argüelles, donde Grandes sitúa parte de la acción de Los pacientes del doctor García. Según contaba Rodríguez en un encuentro celebrado en la librería Alberti sobre Almudena y Madrid, cuando lo estaba escribiendo, la llamaba por teléfono para pedirle detalles como el número de escalones del edificio.

Durante el proceso de documentación de El corazón helado, que trata sobre tres generaciones de una familia, Almudena se dio cuenta de que “en contra de lo que yo creía, lo que sabía era muy poco”. Esto la sumergió en una década de investigación voraz sobre la República, la guerra y la posguerra, que puso los pilares de sus Episodios de una guerra interminable.

El Madrid de Almudena Grandes en esta serie galdosiana, concebida como una reparación consciente de los supervivientes del bando perdedor, conjugan la geografía con conciencia de clase que ya tenía su literatura con espacios de los exilios exterior e interior. Todo empieza con Inés y la alegría, que cuenta la historia de una niña bien a la que le pilla la guerra en el Madrid asediado y cambia de bando. Toda la novela es su posterior exilio y reclusión: expulsión de su clase, de su familia y confinamiento en la cárcel y el convento, antes de continuar el camino de la oposición política.

 Los protagonistas de Las tres bodas de Manolita pertenecen a una pandilla del barrio popular de Antón Martín, cuyos destinos se ven condicionados por la guerra, pero el gran espacio de la novela es el de la cárcel. De nuevo, la geografía de la reclusión. Como en otras ocasiones, Grandes capta el momento de España a través de lo cotidiano, con los ojos de los personajes femeninos. Lo que sucede en la cola de la terrible cárcel de Porlier (cuyo edificio aún podemos ver en el actual colegio Calasancio de Conde de Peñalver) es lo que nos introduce en la historia del nacimiento del movimiento antifranquista.

De igual manera, en La madre de Frankenstein el psiquiatra Germán Velázquez vuelve a España del exilio y recae en otro espacio de reclusión y exilio interior: el manicomio de Ciempozuelos. Allí se encuentra con Aurora, la madre parricida de Híldegart Rodríguez Carballeira, mujeres empoderadas que habían compartido espacios centrales en el Madrid de la República.

Esta gran metáfora panóptica de la posguerra nos habla de una sociedad, la de los años cincuenta, en la que el terror cotidiano del franquismo y la Iglesia inundaba los espacios de intimidad de los españoles. Acaso, ligado al descubrimiento infantil de Almudena enterándose de que su abuela, una señora de su tiempo, había ido al teatro a ver bailar desnuda a Josephine Baker en el Madrid de la República. Esa sorpresa trajo a su cabeza un “¡lo que nos hemos perdido en este país!” que explica buena parte de la intencionalidad en su literatura.

El espacio, en ocasiones, representa un marco moral para sus personajes, como sucede en aquel cuento de Estaciones de paso donde la protagonista se ve obligada a ir a trabajar al barrio de Salamanca y se reencuentra con la felicidad al volver a la vieja sastrería familiar de trajes de torero en Tirso de Molina. En El corazón helado se dibuja un Madrid en guerra donde se separan los barrios burgueses y los populares, nacionales y republicanos. Un Madrid que sobrevive a la guerra y sitúa la red de huida nazi de Clarita Stauffer en la calle Galileo. La protagonista de Inés y la alegría, suma y sigue, es una niña pija del barrio de Salamanca, una renegada de clase, como también era la protagonista de Las edades de Lulú, donde ya estaban asentadas sus preferencias, por cierto:

“Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas, trapitos pequeños y ridículos contra la potencia uniformadora de las grandes fachadas de cristal. No son Madrid –era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí–”

“Un par de calles más allá estaba Tetuán, Tetuán de las Victorias, bonito nombre, Bravo Murillo, el caos, gambas a la plancha y carteles con un cartel amarillento ya por el tiempo, liquidación por cambio de negocio, nunca cambian de negocio, pero siempre hay algún incauto que pica al reclamo de las rebajas perpetuas, inexistentes, nosotros seguíamos del otro lado”.

El mapa de Madrid de Almudena Grandes es tan denso que solo el trabajo esclavo de una tesis doctoral, picando en la tinta de sus textos, podría dibujarlo con todas sus dimensiones y en su inmensa extensión. Como dijo ayer Marta Sanz en el homenaje del Teatro Español, “impresiona la construcción de una ciudad que es muchísimas ciudades a la vez, sobre la que se definen los movimientos complejos y las inercias de los seres de ficción”. Un Madrid histórico, explicativo, verosímil, profundo, que todos los madrileños leemos con familiaridad porque contiene verdad más allá del costumbrismo.

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