Respuestas y consejos. Por la psicóloga Mónica Manrique. Lee todos sus artículos en este enlace
El silencio siempre ha estado muy valorado en mujeres de bien
Hace un año llegó a consulta una paciente que parecía ni sentir ni padecer, estaba disociada. Su dolor era tan fuerte que le había separado de sí misma para protegerla de emociones indigeribles en ese momento.
Se llama Manuela, acababa de cumplir los cuarenta, tiene tres hijas con dos, cuatro y seis años, tiene un trabajo con el que se siente realizada y no tiene familia en Madrid.
Recuerdo cuando, en la primera sesión, me contó un suceso terriblemente violento que acababa de vivir como quien cuenta una película al salir del cine. A pesar de la distancia entre ella y los hechos que narraba, podía atisbar un suave brillo de orgullo en sus ojos. Escuchemos a Manuela:
“Me apasiona mi trabajo y disfruto muchísimo formándome, pero después de tener tres bebés seguidos, te puedes imaginar, solo te da tiempo a sobrevivir. Sin entrar en más detalles y dramas de lo que supone la maternidad, la cosa es que llevaba sin ir a una formación presencial como seis años. Aquel día estaba feliz y radiante, me entusiasmaba el tema, y como solo era de una jornada, lo estaba aprovechando al máximo. En el descanso del mediodía, mientras iba en el metro, mi marido me llamó para preguntarme si iba a comer a casa porque había hecho arroz. Le dije que sí, que estaba de camino. Cuando llegué empecé a contarle emocionada lo que había vivido en el curso. Sin prestarme la más mínima atención, empezó a explicarme todos los preparativos que había estado haciendo a lo largo de la mañana para el cumpleaños de nuestra hija mayor (lo celebrábamos el sábado). Me habló de una madre del colegio, y amiga nuestra, pero ahora no recuerdo qué me dijo de ella. En otro momento, durante la comida, volví a sacar el tema del curso pero otra vez me ignoró y siguió hablando de los preparativos del cumpleaños. Yo llevaba preparando el cumpleaños más de una semana y sabía que lo fundamental estaba en orden y, la verdad, no me estaba interesando nada lo que me contaba.
Ya habíamos terminado de comer. Estábamos en la mesa del despacho cada uno con nuestro ordenador, y cuando era casi la hora de irme de vuelta, levantó la cabeza de la pantalla y me preguntó; “¿Que tal el curso?”. Le contesté, algo mosqueada, que se lo había intentado contar dos veces pero que no me había hecho ni caso y que ya era casi la hora de irme. Me estuvo explicando que hoy lo importante era el cumpleaños de nuestra hija y bla, bla bla. No sé que me contó. Lo que sí recuerdo era que me transmitió que era una mala madre, descuidada y egoísta por preocuparme más por mis cosas. Me sentí fatal, pero pude sacar fuerzas para tomar distancia y poder decirle, así, como con mayúsculas pero sin gritar: “TÚ NO ERES QUIEN PARA DECIRME A MÍ QUÉ ES LO IMPORTANTE”. De cero a cien su cara cambió, se puso súper agresivo, me agarró del cuello, me levantó e intentó sostenerme contra la pared. Lo que le resultaba tan sencillo con nuestra hija mayor, sí, la del cumpleaños, se le hizo complicado conmigo por mi peso y me soltó. Caí al suelo desplomada. De repente, me vi tirada boca arriba en el suelo de la cocina, con mi marido encima (un señor de unos treinta centímetros y treinta kilos más que yo), apoyando su rodilla en mi pecho para inmovilizarme y agarrándome del cuello tan fuerte como no sabía que se se le podía agarrar del cuello a alguien. No sé en qué momento le grite: “Por favor pégame más porque soy tan idiota que en dos días se me olvida y te he perdonado otra vez”. Me estuvo doliendo al tragar alrededor de una semana, más o menos lo que tardé en llorar. El dolor, al mantenerse en el tiempo, esta vez, me ayudó a recordar y a no perdonar“.
Manuela cuenta que lo que pasó aquel día fue un regalo. De una manera brutal, pero eficaz en este caso, a él se le calló la careta y a ella la venda.
Hacía tiempo que mi paciente le daba vueltas a la posibilidad de estar sufriendo malos tratos por parte de su marido. De hecho, escribió dos correos a su antigua psicóloga para pedirle que le sacara de dudas porque se sentía desorientada y confusa. Me dijo, que tal vez por vergüenza, nunca los llegó a enviar. ¿Cómo iba a ser ella víctima de violencia de género con su carácter y su formación? Además, su marido estaba muy comprometido con la crianza de sus hijas. ¿Cómo la única persona que había sido hogar y refugio para ella podía estar maltratatándola? ¿Cómo le iba a estar pasando a ella lo mismo que le pasó a su madre? Imposible.
En cierta medida, el testimonio de Manuela me recordó al final de la película de El Show de Truman, cuando el protagonista, obstinado por conocer la verdad y guiado por la intuición y los hechos, choca su velero contra un escenario hasta ahora negado e invisible. Su mundo se derrumba pero al mismo tiempo se valida su criterio personal y se reafirma su capacidad y autonomía.
A mi paciente no le resulta tan fácil mantenerse en la nueva realidad, la suya. Ella se refiere a la consulta como un lugar seguro donde echar el ancla que le mantiene sujeta a su propio relato, aunque, muchas veces son inevitables las idas y venidas al mundo mental del agresor en cuyos ojos se vuelve a ver desfavorecida e incapaz. En estos vaivenes, el objetivo terapéutico es que se reapropie, una y otra vez, de su derecho a ver el mundo desde su punto de vista, derecho negado durante tanto tiempo por el maltratador.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a citar a un señor, a Nassim Nicholas Taleb cuando dice que “Existes si y solo si eres libre de hacer cosas sin un objetivo visible, sin justificación y, sobre todo, fuera de la dictadura de una narración ajena.” Vamos, que todas tenemos derecho a equivocarnos a nuestra manera.
Manuela es una mujer inteligente y supo prever esos momentos en los que iba a dudar de sí misma y de sus decisiones. Y entonces ¿cuál fue su estrategia? Ni más ni menos que la misma que se le atribuyó a Alejandro Magno alrededor del año 335 a.C., al llegar a la costa de Fenicia, “quemar las naves”. Mientras sus tropas, en gran desventaja con las del enemigo, veían como él mismo hacía quemar sus barcos, les hacía saber que la única manera de volver a casa era en los barcos del enemigo, que el único camino era hacia adelante, y la única opción ganar. Así, Manuela se dedicó a contar, a quien le quiso escuchar, que su marido le había estrangulado y cuál era su complicada situación como víctima de violencia de género. Cuanto más lo dijera más difícil le iba a resultar después retroceder y desdecirse. Conocía sus limitaciones y trazó un camino de no retorno sabiendo que de esa manera no iba a ser capaz de superar la vergüenza de volver con su maltratador. Estrategias a parte, cada vez que compartía su vivencia reafirmaba su relato y encontraba el apoyo en los demás. Ella tenía claro algo muy importante, que si alguien tenía que pasar vergüenza era él.
Como sabemos, cuando los delitos son contra la mujer, nosotras somos las sospechosas y ellos son las pobres víctimas a las que podemos arruinar la vida si contamos lo sucedido. Siempre ha estado muy valorado el silencio en las mujeres de bien. Y a todas nos han enseñado que los trapos sucios se lavan en casa.
“El silencio, como el infierno de Dante, tiene sus círculos concéntricos. El primero es el de las inhibiciones internas, inseguridades, represiones, confusiones y la vergüenza que hacen de difícil a imposible hablar, y que van de la mano del miedo a ser castigada o condenada al ostracismo por hacerlo. (…) Tener derecho a mostrarse y a hablar es básico para la supervivencia, la dignidad y la libertad”. (Rebecca Slonit, 2014).
Manuela, con su “TÚ NO ERES QUIEN PARA DECIRME A MÍ QUÉ ES LO IMPORTANTE”, probablemente sin ser del todo consciente, hizo toda una declaración de intenciones: estaba dispuesta a defender su punto de vista, su criterio, su verdad, su relato, su narrativa, su historia fueran cuales fueran las consecuencias.
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Nota: Por supuesto, he modificado el nombre y otros datos que pudieran servir para identificar a mi paciente con el objetivo de salvaguardar su identidad. De todas formas, Manuela podemos ser cualquiera de nosotras y todavía no saberlo. Puede ser que, simplemente, todavía no sea nuestro momento.
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