Respuestas y consejos. Por la psicóloga Mónica Manrique. Lee todos sus artículos en este enlace
La vergüenza, el arma más potente y silenciosa del patriarcado y el capitalismo
Si tuviéramos que definir la vergüenza de manera muy breve sería algo así como: “Hay algo en mí que no va bien”. Por ejemplo, la sensación de ser un fraude o una impostora, lo que nos lleva a dar mucho valor a lo que piensan los demás sobre nosotras y a intentar cumplir las expectativas de todo el mundo. La vergüenza la sentimos, la autoestima la pensamos.
Mientras que la culpa hace referencia a algo malo que hemos hecho, la vergüenza se centra en lo que somos. Así, podemos sentir en nuestras carnes lo que cuenta Bethany Webster: “La vergüenza es una emoción tóxica que nos han inoculado desde pequeñas y que doblega nuestra voluntad, nos crea inseguridad y nos quita poder para que estemos más dispuestas a satisfacer los deseos de los demás.”
Pero, ¿qué me indica de qué debo avergonzarme? La cultura. Me refiero al concepto de cultura que se utiliza en antropología, como el conjunto de creencias, valores, costumbres, normas y conocimientos compartidos por un grupo social que se transmiten de generación en generación y se manifiesta en patrones de pensamientos, emociones y conductas. Nuestra cultura es machista y misógina así que voy a sentir vergüenza por el mero hecho de ser mujer. Camille Froidevaux-Metterie habla de la vergüenza como “estructuralmente femenina”. La define como un “sentimiento permanente de inadecuación que hace que las mujeres se sientan imperfectas, inferiores, disminuidas, lo cual permite que perduren los mecanismos de la dominación masculina”. Así, “la vergüenza se convierte para las mujeres en una verdadera forma de ”estar en el mundo“.
A lo largo de nuestra socialización la cultura nos está diciendo constantemente cuál es el camino correcto para cubrir una de las necesidades más importantes del ser humano, la necesidad de pertenecer y relacionarnos. Brené Brown describe la vergüenza como “el miedo a la desconexión, el miedo a ser percibidos como seres defectuosos que no merecen ser aceptados ni desarrollar una sensación de pertenencia”. “La vergüenza es la sensación o la idea intensamente dolorosa de que somos imperfectas y, por tanto, no merecedoras de recibir amor ni de encajar”. Podemos avergonzarnos, por ejemplo, de ser tachadas como bocazas por expresar nuestras opiniones, de no atrevernos a dar nuestra opinión, de ser demasiado dominantes o demasiado sumisas, de no ser capaces de recuperarnos de un hecho traumático o de seguir adelante como si no hubiera pasado nada, de ser demasiado gordas o demasiado flacas, de ser viejas o de no tener la suficiente experiencia, etc. También podría incluir aquí el potente monólogo de America Ferrera en “Barbie”, pero en resumen, a la hora de ser mujer, es imposible acertar, es imposible hacerlo bien.
Precisamente, Brown averiguó que uno de los factores que nos ayudan a esquivar los efectos devastadores de la vergüenza es hacer un análisis crítico de la cultura de la sociedad en la que vivimos. La vergüenza es la emoción primaria de los oprimidos y la emoción que el opresor desea inculcar porque bloquea a la víctima. La vergüenza facilita el control. Nos hace obedientes. Cuando se culpa a la víctima, el poder se vuelve invisible y no hay nada mejor para la reproducción de cualquier privilegio que hacerse invisible.
Esta visión nos paraliza individual y colectivamente. La vergüenza y la culpa cierran el camino de la indignación, y lo que es peor, a veces nos llevan a orientar la ira hacia las que tenemos a lado o por debajo. Porque la vergüenza no solo es dañina para quien la siente, sino también para quienes le rodean. Cuando sentimos vergüenza es más probable que juzguemos, critiquemos o incluso ataquemos a otras personas. Por ejemplo, cuando me siento insegura en mi rol de madre por estar sobrepasada y no llegar a todo, es muy probable que juzgue, critique o aconseje a otras madres o pague mi frustración con mis propias criaturas. Esto puede producirnos una satisfacción momentánea al compararnos con alguien que está peor, pero no soluciona nada, solo perpetúa la situación. Estamos malgastando energía arrojando nuestra ira en la dirección equivocada. Quienes tienen los privilegios y el poder se frotan las manos cuando ven que nos sacamos los ojos entre nosotras o vemos en nuestras criaturas la causa de nuestro dolor.
El sistema patriarcal y capitalista convierte, de esta manera, a una persona explotada, ninguneada y sobrepasada en una depresiva, desquiciada y con baja autoestima en lugar de presentarla como una revolucionaria que es lo que deberíamos hacer en consulta. Tenemos que legitimar su sufrimiento en lugar de culpabilizarle y avergonzale por no ser capaz de adaptarse a una situación injusta y malsana. Si nos limitamos a diagnosticarle con depresión, ansiedad, etc. le estigmatizamos y cronificamos un trastorno mental cuando, a lo mejor, simplemente es una rebelde que está hasta el coño, una persona cabreada y con razón, lo cual, no significa que no podamos hacer psicoterapia con ella, sino que la única psicoterapia posible será feminista.
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