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La ira popular frente a los jesuitas en la Gran Vía: entre el anticlericalismo, la política y el urbanismo

La Casa Profesa de la Compañia de Jesús en la Gran Vía en llamas

Luis de la Cruz

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El 11 de mayo de 1931, hacia las 10 de la mañana, algunos grupos de obreros –muchos de ellos ferroviarios– se mostraban alborotados en el entorno de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, la residencia más importante de la orden en Madrid, que se llamaba como otras anteriores de igual rango. Estaba en el número 12 de la calle Isabel la Católica, tenía fachada a la de Flor Baja, entrada desde la Gran Vía y vivían allí 22 jesuitas. Para situarnos: en su lugar está hoy el edificio del Teatro Lope de Vega (números 53 al 59 de la Gran Vía, en la esquina con San Bernardo). Esa mañana, el inmueble acabaría en llamas.

El motivo de la protesta eran los dos millones de pesetas de indemnización que el Ayuntamiento había convenido dar a la Compañía porque el nuevo trazado de la Gran Vía les afectaba. Además, el ambiente estaba muy caldeado por algunos hechos del día anterior que explicaremos más adelante.

Una hora después, algunos muchachos forzaron la puerta de la iglesia y entraron con bidones de gasolina, prendiéndole fuego. Aunque la Guardia Civil y los bomberos acudieron, la muchedumbre congregada impidió que apagaran las llamas. Lo que sí pudo hacer la Guardia Civil fue acordonar la zona y desalojar a los jesuitas. Muchos madrileños se habían acercado y, como si de un espectáculo se tratara, asistían a la salida de los religiosos escoltados. Cuentan las crónicas que la gente subía a riadas por la Gran Vía para curiosear y hasta los vendedores callejeros acudieron a hacer negocio. Según dejó por escrito Josep Pla, los madrileños asistieron a la visión de las llamas “comiendo churros, buñuelos y estos helados que se llaman aquí polos”. No muy lejos de allí, en la calle Princesa, ardió también la residencia jesuita junto a ICAI.

Los jesuitas habían sido, desde el principio del periodo republicano, objeto de críticas por su influencia en la enseñanza, su poder económico y la fama de ser un poder desleal con la propia República. Una crítica esta que tuvo lugar tanto en la esfera parlamentaria como en la calle. De la discusión política salieron el artículo 26 de la Constitución republicana (que los señalaba por tener un voto “especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado”) y el decreto del 23 de enero de 1932, que suponía la disolución de la orden. De la discusión en la calle, en parte, expresiones de ira anticlerical como la que hoy estamos viendo.

El ambiente era tal que, según se dice, los jesuitas tenían todos trajes de paisano y planificados los pisos donde habrían de ir a vivir. Sin embargo, desde de la orden de Ignacio de Loyola se pusieron manos a la obra para intentar revertir esa sensación adversa. Se reunieron, precisamente en la Casa Profesa, los días 25 y 26 de abril, y acordaron visitar al Ministro de la Gobernación. La misión era mejorar sus relaciones con el gobierno y desmentir el rumor de que la orden estaba por defender una república vasca frente a la española. El ímpetu de algunas intervenciones anti republicanas de los religiosos desde el púlpito también requería una actitud conciliadora. El gobierno, por su parte, había intentado ofrecerles seguridad a través del presidente del Gobierno provisional, Niceto Alcalá Zamora, conocido por ser un hombre de arraigadas creencias religiosas. La Congregación, por otro lado, también llevó su causa a la calle, con los padres de las familias que acudían a sus colegios como protagonistas, además de acudir a la vía judicial.

Después de la quema, la escritura de venta de la Casa Profesa se hizo con sorprendente celeridad: el 31 de mayo el solar fue vendido a una empresa extranjera. Esta entidad lo vendería a su vez y entregaría el 25% de lo recaudado a la Compañía, además del pago de cuatro millones de pesetas. Más allá de los indudables componentes simbólicos y violentos de haber sufrido la quema de su sede, en el terreno de lo puramente económico se puede decir que la Compañía no salió mal parada, habida cuenta de que la sede estaba en el trazado de la calle (con un proceso judicial abierto desde 1926). La orden había obtenido ya por ello una indemnización y las compañías aseguradoras se hicieron cargo de los desperfectos de este y del resto de incendios de mayo. En el desastre se perdió también una importantísima biblioteca: más de 80.000 volúmenes con ediciones prínceps de clásicos españoles del Siglo de Oro.

En cuanto a la incautación de bienes y la disolución de la vida en comunidad de la Compañía, posterior al decreto del 32, los jesuitas que permanecieron en Madrid fueron agrupándose en casas particulares provistas por la orden. Además, crearon dos academias dirigidas oficialmente por seglares para continuar con su actividad educativa (Academia Cristóbal Colón, en Paseo de la Castellana y luego en María de Molina, y Academia Didaskalion, en el Paseo de Rosales).

La Quema de conventos

Esta es la expresión suele usarse para referirse a las jornadas de ira popular que se desarrollaron, sobre todo, los días 11 y 12 de mayo de 1931 y que comenzaron, precisamente, con el suceso de la Casa Profesa que acabamos de narrar.

Tras la Casa Profesa, las masas amotinadas se dirigieron al vecino Convento de las Bernardas, de monjas de clausura, situado en la calle Isabel la Católica, y al convento de los carmelitas descalzos, de la plaza de España. Luego, los actos vandálicos se extendieron a otros lugares de Madrid y de España, como Málaga. El número de conventos, colegios o iglesias que ardieron esos días en Madrid se cifraba entonces en una decena. Años después, cuando el hecho se había convertido ya en puntal de la propaganda franquista, la nómina de lugares sacros vandalizados había crecido hasta el centenar.

Antes de la quema popular de bienes eclesiásticos, sin embargo, hay que referirse a los sucesos ocurridos frente al diario ABC el día anterior. Aquella jornada, se reunió en la Calle de Alcalá una parte importante de la oligarquía conservadora madrileña con motivo de la inauguración de un Círculo Monárquico, que fue vista como una provocación. Según se cuenta en algunas crónicas de la época, se podían escuchar desde la calle una grabación de la Marcha Real y gritos de ¡Muera la República! Corrió el rumor de que Juan Ignacio Luca de Tena (director del periódico ABC) y otros monárquicos habían estado involucrados en el asesinato de un taxista que se había negado a vitorear al rey. Parece ser que, si bien no hubo asesinato, sí se produjo un encontronazo con un chófer, que acabó inconsciente en el suelo tras un bastonazo. Los hechos y rumores alrededor del acto monárquico hicieron que mucha gente acudiera a los alrededores del periódico ABC, en la calle de Serrano. Finalmente, el director del diario pudo huir, a punto de ser linchado, gracias a la presencia de la Guardia Civil. La intervención del cuerpo, que disparó contra los manifestantes, acabó con la muerte de dos personas: Edito Alonso Fernández, de solo trece años, y un portero de la calle Serrano llamado Martín Ulloa.

El mismo día 10, tras estos sucesos, se formó una primera manifestación frente a la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, en el transcurso de la cual se produjeron ya actos vandálicos contra elementos religiosos, como algunas tiendas o el quiosco del periódico católico El Debate.

Las críticas se cebaron especialmente con Miguel Maura, Ministro de la Gobernación, republicano moderado y católico, que fue acusado de no haber actuado con suficiente rapidez y firmeza frente a las multitudes amotinadas. Maura atribuye en sus memorias la demora en actuar a Manuel Azaña, y dice que solo encontró complicidad en la idea de que las fuerzas de orden público fueran más duras en los socialistas Indalecio Prieto y Largo Caballero. Lo único claro es los políticos republicanos tenían miedo de las consecuencias que podría tener que el nuevo régimen cargara en las calles contra parte de las gentes que habían propiciado con sus votos la República.

 Aunque no hubo víctimas mortales en aquellas jornadas, la quema de conventos se convertiría, desde el primer momento y de nuevo durante el Franquismo, en un arma dialéctica contra la República asociada al desorden y la violencia.

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