“El periodista que no escucha la calle está jodido”
Con un estilo ágil y fajado que transita entre lo poético y lo humorístico, las columnas el periodista Ricardo F. Colmenero (Ourense, 1977) han conquistado a miles de lectores que se identifican con sus peripecias cotidianas, sus recuerdos salpicados de éxitos y fracasos. Sus textos, publicados en El Mundo y la revista GQ entre otros, le han valido los premios Julio Camba y Unicaja de periodismo. Ahora reúne sus columnas en “Literatura infiel” (Círculo de Tiza), libro que él mismo define como “manual de antiayuda y ejemplo de cómo no hay que hacer las cosas”. Colmenero estuvo en Murcia, presentando su obra en la librería Colette (c/ Cánovas del Castillo, 17).
“Literatura infiel”, pese a ser una recopilación de artículos, se puede leer como una historia.
Esa es la idea: Se trataba de recopilar los textos que tengo publicados en El Mundo, GQ y otras revistas, y el editor me pidió que los convirtiera en una especie de novela autobiográfica.
Una autobiografía en la que no escondes tus fracasos.
Es que “Literatura infiel” es la autobiografía de un personaje caricaturizado que exhibe sus fracasos, se ríe de ellos. Colmenero desaparece enseguida. Colmenero no interesa a nadie. El protagonista es el lector, que se identifica con esas pequeñas y grandes tragedias de la vida que, vistas con la perspectiva que da el tiempo, afrontas con humor. Hoy que todo el mundo da lecciones en Twitter y señala con el dedo… pues yo no. Yo digo: “Mira qué mal lo hago y con cuántas piedras he tropezado”. Te las enseño para que te rías de mí, conmigo y de ti, porque sé que a ti también te han pasado estas cosas.
Hay momentos que rozan el realismo mágico, en especial tu niñez y juventud en Galicia
A veces me preguntan qué me invento y qué es verdad, y tengo que decir que es todo verdad, en especial lo más difícil de creer, como mi infancia en Galicia: el perro monaguillo y todo eso. O cuando hablo de mi abuela, que quedó viuda y se fue a Benidorm, y aparecía de vez en cuando por casa con algún novio, y cuando éste se moría, se tenía que buscar otro, y así sucesivamente hasta que le tocó morirse a ella.
Así lo cuentas en “Lapidando a la abuela”. Entonces, ¿lo que relatas en esa columna pasó tal cual?
Sí, ella quería que tirásemos sus cenizas al mar. Yo vivía ya en Ibiza cuando ella murió y quise llevármelas allí para cumplir su última voluntad. Mi madre las metió en un joyero, bien cerrado con cinta aislante para que la abuela no se me esparciera por la maleta. Arrojé las cenizas al agua en Cala Conta, una de las calas más glamurosas y conocidas del mundo… pero el joyero no se hundió y empezó a navegar a la deriva, no sabía si en dirección a los yates o a la playa. El agua estaba llena de medusas. Yo estaba muy angustiado. Era julio. Empecé a tirar piedras al joyero hasta que reventó y por fin las cenizas se esparcieron… En ese momento lo pasé mal. No fue divertido. Pero, como dijo Woody Allen, “comedia es tragedia más tiempo” y, con el paso de los años, escribí la columna. Entonces, tengo la sensación de que todo ocurrió porque tenía que ser así. Como si realmente hubiera habido una mediación desde el Más Allá por parte de la abuela para que los hechos sucedieran exactamente como ocurrieron.
Ese artículo te trajo el éxito.
Esa columna me cambió la vida: Me hizo leído. De repente en la edición nacional querían mis textos. Gente reconocida empezó a compartirlos en las redes, lo que atrajo muchos seguidores y también que mi nivel de autoexigencia subiese.
Has comentado alguna vez que durante muchos años escribir opinión no te interesó lo más mínimo.
Lo que empecé a escribir fueron artículos de columnismo literario, que me gusta diferenciarlo del artículo de opinión: El artículo de opinión, que es a lo que estamos más acostumbrados en prensa, es el que analiza la actualidad política, la polémica del día, mientras que el columnismo literario es lo que hacen Manuel Jabois, David Gistau, Juan Tallón…
¿Y cómo surge el interés por unos géneros que no habías tratado?
Un periodista no tiene ni la formación ni la información necesarias para opinar de según qué cosas. Tenemos océanos de conocimiento con un dedo de profundidad. En EE.UU., donde empecé, existe lo que llaman la tribuna, donde el que habla es un experto. En España eso no lo hacemos. No hay más que ver los tertulianos. Vale, yo soy tertuliano, pero hay maneras y maneras. Entonces, la opinión era un género que no me interesaba… hasta que leí a David Gistau: Aquello no era opinión, era otra cosa. Enseguida supe que eso era lo que quería yo hacer, porque a escribir se aprende por envidia. Y de Gistau llegué a otros, como Manuel de Lorenzo, que practican ese periodismo literario, y que en realidad tiene una tradición centenaria en España: Contar historias cotidianas, personales, hablar de tu gato, afirmar algo pero que podría ser también lo contrario…
En tus textos no solemos encontrar certezas o afirmaciones, sino más bien dudas.
Es muy gallego eso, y yo soy muy gallego. Cuando leí a Jabois exponer dudas en lugar de afirmaciones, me dije: “Ah, ¿pero esto vale? Pues yo puedo hacerlo también”. Cuando creo tener una sentencia categórica, me convierto en el mayor sospechoso para mí mismo.
Afirmas que es mejor que las ideas surjan del lector, y no de quien escribe.
Sí, porque puedo dar mi opinión sobre algo, pero puedo estar totalmente equivocado. Esa humildad es muy necesaria en el columnismo, y no la hay. En todo caso, no soy columnista, soy periodista. A las columnas les dedico apenas una décima parte de mi tiempo de trabajo.
Cuando en tus artículos rememoras las redacciones del Miami Herald y El Mundo donde empezaste tu carrera se ve cuánto han cambiado el sector y la profesión.
Pero no es para celebrarlo porque yo, al menos económicamente, llegué tarde.
Cuarenta años tarde, dices en el libro.
Claro, el momento en que se podía hacer algo en esto yo no lo viví. Viví los ERE y la precariedad de este oficio. Y sigo viviéndolo. No soy una estrella. A El Mundo Madrid llegué en 2000. La redacción que tenía entonces Pedro J. no podrías pagarla hoy ni de coña: Tomás Roncero, Eduardo Inda, Alfonso Rojo, Casimiro García Abadillo, David Jiménez, Rubén Amón, Carmen Gurruchaga, Pilar Urbano, Fernando Garea… gente que ahora dirige medios. Pues aún había un status superior que eran los columnistas a los que Pedro J. reservaba las mejores páginas: Umbral, Antonio Gala, Carmen Rigalt. Aparecía su nombre más en grande, su cara dibujada. Ganaban muchísimo más que los redactores, pero lo mejor de todo era que no tenían que venir a trabajar.
Otra afirmación tuya: “Los mejores columnistas no han escrito una línea”.
Sin ir más lejos, “Literatura infiel” se abre con una frase de la abuela de una amiga. La gente es ingeniosa. Uno se alimenta mucho de la calle. De hecho, como no escuches a la calle, estás jodido como periodista.
Uno de los grandes temas de tus columnas es el día a día con tu hijo Iago, las vicisitudes y alegrías de la paternidad. Dices que ser padre te convierte en otra persona.
¿No lo has notado todavía? Es una forma de querer, de sentir, que no podrías explicar. Un amor tan grande que no lo sientes como un trabajo o una fatiga, aunque lo sean. El amor te da una energía y unos poderes con los que no contabas. No pasa de repente: Es algo que vas comprendiendo poco a poco. Pero ese momento en que ves a tu hijo por primera vez, que lo tienes en brazos… No me fastidies.