En su recorrido, con inmersión, por todos los charcos políticos, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha querido mostrarse como racista optando voluntariamente por irrumpir en el debate colonial-indigenista con fondo América, escogiendo sin embargo para su exhibición de ignorancia y perfidia (su marca personal) la América de los norteamericanos, más anglosajona que hispánica. Del previsto programa de deslumbramiento que nuestra heroína preveía, en unos Estados Unidos que habría supuesto expectantes, dos hitos hay que anotar.
Uno ha sido el de su vigorosa condena del indigenismo, corriente que doña Isabel se ha apresurado a asimilar al comunismo, que tanto aborrece, para que no vaya a ir creciendo y acabe suponiendo la vuelta del triunfo de los más malos. Y vino a hacerlo en un Estado cuyos gobiernos fueron ejemplo de liberalismo incluso para la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, cuando aniquilaron en pocas décadas a millón y medio de amerindios, una matanza de la que sus asesores (los de la presidenta) no debieron informarle, dejándola al albur de su necio atrevimiento.
Pero no vaya a creerse que escapó de esos ejemplares Estados Unidos de América sin la maldición del siux Toro Sentado o del apache Gerónimo (la de este, en el español más que aceptable que manejaba), víctimas ambos, con sus populosos pueblos, de un genocidio minuciosa y muy liberalmente planificado, que ningún imperio colonial supo consumar de forma tan expeditiva. Pero ella pensaba, claro, en lo bien que lo hicimos los españoles en nuestra América, volcándonos en el bienestar –lengua, religión– de tanto indio necesitado: lo de menos es que murieran, directa o indirectamente, por nuestra culpa (o sea, de nuestros ancestros), 50 o 60 millones de indígenas entre los siglos XVI y XVIII. Aunque el verdadero ensañamiento corrió a cargo de las repúblicas independientes del siglo XIX, tanto más cuanto más liberales se declaraban, ya que ese ideario les movía a eliminar a esas poblaciones de indolentes (una filosofía, la de la inutilidad productiva del indio americano, todavía vigente en la mayor parte de esas repúblicas, como comprobaría doña Isabel si visitara los países que debiera visitar para comprender los rudimentos del indigenismo).
La traca de ese espectáculo ayusiano de inquina y ridículo vino con su “condena” nada menos que del papa Francisco, a quien se le ha ocurrido pedir perdón por los crímenes de la colonización religiosa… ¡siendo cristiano y hablando español! No debiera descartarse, dado el enfrentamiento –si bien incruento– que protagonizó nuestra piadosa, aunque osada, presidenta con la jerarquía celtíbero-episcopal, que al hilo de su estilo de fagocitar personajes como Toni Canó o Bertín Osborne –y si sus asesores ven hueco y oportunidad– que se decida a encabezar una iglesia autocéfala, madrileña por supuesto, separada de la toledana (de insoportable tufo visigótico) y acorde con los tiempos que corren de renovación, desafío y, sobre todo, libertad; y fiche a algún curilla (arcipreste o así) guapo, ignorante e inmoral, que no le haga ascos al proyecto. O que, al menos, se le pueda llamar, con libertad, comunista al papa Francisco, y que tiemblen los revolucionarios que sacuden a una Iglesia inerme; y que le sigan, en su cruzada, muchos cristianos de verdad.
La segunda proclama que nuestra presidenta entonó ante la estupefacta e inmadura opinión política norteamericana, fue la de su modelo de “gestión liberal” de la pandemia, ufanándose de lo acertado que estuvo y pretendiendo con ello, se supone, conquistar América versión gringa donde, por cierto, no es que haya producido mucha impresión su presencia. Así que, dado su deambular, semi clandestino, nadie le ha tenido que recordar en qué ha consistido esa gestión tan exitosa, que se ha caracterizado, primero, por la mortandad excepcional de mayores en residencias públicas en precario, con la sensible desaparición de población pasiva e inútil (lo que, efecto, es de manual liberal), segundo, las altas ratios de supervivencia en los establecimientos privados y concertados (con la comprobación fehaciente de que el modelo funciona), y tercero, la dinámica transferencia, por motivos de urgencia y oportunidad, de recursos financieros a la sanidad privada, con la resultante inevitable (y acorde con el principio presupuestario, profundamente liberal, de “suma cero”), de la esqueletización de la sanidad pública y con la presión y el sacrificio, desconocidos hasta ahora, de enfermos y sanitarios.
Con el resultado del mayor número de fallecidos en el país, siendo la tercera región por población; todo ello mientras rechazaba, y se resistía a aplicar, las medidas preventivas que recomendaba el Gobierno central –al que, sin embargo, le achacaba esas muertes y el caos de la sanidad madrileña, que la mayor parte de las regiones y la población asumía y cumplía. Y sin que haya prosperado, por falta de ganas y por la actitud negativa de principio de los tribunales, una buena querella por sus responsabilidades en tantas muertes.
Así y con todo, doña Isabel sigue en estado de gracia, o al menos así lo relatan sus partidarios y no pocos medios de comunicación, pasmados, al parecer, del genio y futuro de esta líder del nuevo conservadurismo hispánico, que tiene por norma desafiar por sistema al gobierno (comunista-separatista, dice) de la Nación.
Sin embargo, lo normal, lo esperable, lo estadístico, es que Isabel Díaz Ayuso acabe como sus recordadas antecesoras en el gobierno madrileño, es decir, expulsada de la política tras algún escándalo de envergadura, o de varios a la vez, cuya responsabilidad negará durante meses, por supuesto, pero que acabarán llevándosela por delante. Su estilo, su rumbo, su pathos, son esos mismos que mostraron Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes, y que les forzó, tras numantinas resistencias, a dimitir y salir de la política institucional con gran estrépito y no poca ignominia.
Sin duda, doña Isabel posee sus rasgos propios, que a buen seguro ella misma considerará –sea por calidad, sea por cantidad– una garantía para triunfar en Madrid, fortalecerse durante dos periodos electorales y, como evolución normal, alzarse a las más altas cotas de poder, tanto en su partido como en España. O sea, que se considerará segura y a salvo de que se vayan a repetir, en ella, las historias fracasadas de Aguirre y Cifuentes, de las que –como invitan a pensar las finuras de la personalidad ayusiana– considerará que se comportaron como unas pardillas que no supieron hacer lo que había que hacer ni tener lo que hay que tener.
Aunque en este caso, y dada la personalidad de la lideresa –liberal de oídas, inexperta, inculta y, por sobre cualquier otra condición, ambiciosa– habrá de ser su propio partido el que la frene, descabalgue y, con gran probabilidad, elimine
Destaquemos, de paso y reforzando nuestra reflexión sobre la Ayuso, cómo el PP pone todo su interés en elegir, para la autonomía madrileña, de entre las peores mujeres políticas de su elenco… debiéndose la reincidencia, al menos en parte, a que comprueba que esto no hace mella en el electorado, sino que, si acaso, lo aumenta. Se trata de mujeres electoralmente resultonas, pero que rápidamente se especializan en recurrir como colaboradores a tipos que acaban fatal. Pero también es verdad que este éxito electoral no sería tan repetitivo sin la decisión inocultable del PSOE de presentar a las elecciones locales y autonómicas madrileñas a candidatos sin brillo, tirón o historia destacable, es decir, de categoría política secundaria, terciaria o nula, con lo que no pueden competir con éxito a la derechona popular, chillona e invasiva.
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