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El redentor de las Malvinas

Imagen de archivo de Maradona

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En estos días, sorprende que mucha gente no haya conseguido entender y calibrar la impresionante devoción que por Diego Armando Maradona hay y siempre hubo en la Argentina. Y que ese sentimiento se haya multiplicado exponencialmente, como era de prever, con motivo de su fallecimiento. Intentando razonar y mirándolo con la perspectiva del tiempo, hay quien parece olvidar el trauma que se vivió en ese país por parte de la generación de muchachos nacidos en la década de los sesenta y que hoy rozan la edad de su ídolo desaparecido. 

En 1982, la Junta Militar, que encabezaba el teniente general Galtieri, declaró las hostilidades al Reino Unido. Lo hizo por la soberanía de unas pequeñas islas, las Malvinas, en poder británico desde 1833 y que los argentinos ocuparon por la fuerza, desalojando a sus gobernantes y a una exigua guarnición que las protegía. Aquel incidente acabó en un conflicto bélico, que se prolongó por espacio de diez semanas y que causó la muerte a 650 militares argentinos, la mayoría de ellos, soldados de reemplazo. Esa guerra, con toda su crudeza, dejó marcada de por vida, fundamentalmente, a toda esa generación, que se vio abocada a la barbarie por causa de la sinrazón de sus prebostes militares, tan ebrios como insensatos para provocar gestas imposibles de cara a entrar en los anales de la Historia.

Cuatro años después, en el verano de 1986, México acogió una nueva edición del Campeonato Mundial de fútbol. El 22 de junio, en cuartos de final, Argentina se enfrentó a Inglaterra en el estadio Azteca. Al encuentro se llegó con una tensión contenida por ambas partes. La primera mitad finalizó sin goles. Tras el descanso, Diego Armando Maradona marcó el primer tanto con la inestimable ayuda de “la mano de Dios”. Y el segundo, tras driblar a Beardsley, Reid, Butcher -en dos ocasiones-, Fenwick y al portero Peter Shilton, ante el delirio de la hinchada albiceleste que se frotaba los ojos todavía incrédula. Aquel gol, tantas veces repetido por las televisiones, pasará a la historia del fútbol como uno de los más espectaculares vistos en un terreno de juego. Tras ese choque, la selección argentina superó las siguientes eliminatorias hasta plantarse en la final contra Alemania, a la que también derrotó por 3 a 2. Sin embargo, de aquel Mundial, los argentinos recordarán aun más, con el discurrir del tiempo y con enorme regocijo, la mítica victoria sobre los ingleses, por lo que ello implicó a la hora de elevar la moral perdida del país tras la costosa y lacerante derrota en las Malvinas. 

No es de extrañar que, desde esa fecha, Diego Armando Maradona, con su decisiva contribución a aquel triunfo, fuera entronizado por sus compatriotas como el estandarte de la redención. Aquel muchacho correoso y menudo, surgido de las entrañas del barrio humilde de Villa Fiorito, hoy especialmente castigado por la COVID y donde su casa natal permanece en estado ruinoso, insufló con esos dos golazos una amplia dosis de orgullo y dignidad a quienes más lo necesitaban. Por eso el eterno 10 nunca olvidaría sus orígenes, con acciones como la que protagonizó cuando jugaba en el Nápoles, en 1984, en contra del criterio de la directiva del club que se lo llegó a prohibir por riesgo de caer lesionado, acudiendo a un barrio marginal, en Acerra, para disputar en un campo convertido en un auténtico barrizal un partido benéfico y costear así una gravosa operación quirúrgica de un chaval enfermo. La intervención costaba 20 millones de liras, de los que se cuenta que Diego puso 15 y el resto se completó con la recaudación.

Quizá también por esa misma condición, Maradona sintió siempre una especial predilección por los líderes de la izquierda latinoamericana, y sobre todo por el cubano Fidel Castro, cuya imagen se llegó a tatuar en su propio cuerpo. Porque para los argentinos, y en parecidos términos para los napolitanos, Maradona, que vivió en una contradicción vital permanente, esclavo de su adicciones y rozando la esquizofrenia, y que ya ocupa un lugar destacado en el santoral laico de los suyos, como antes lo hicieron Gardel, Perón o Evita, ha sido mucho más que un enorme futbolista al que se le podía perdonar casi todo, tal y como rezaba aquella pancarta en la Bombonera, cuando a mediados de los noventa regresó a Boca tras su periplo europeo: “Diego: no me importa lo que hayas hecho con tu vida; importa lo que hiciste con la mía”. 

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