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Diez años después del “fin del mundo”: aniversario del terremoto que desató el pánico en Lorca

Un edificio del centro de Lorca (Murcia), marcado con el código rojo de daño estructural tras el terremoto de 2011

Álvaro García Sánchez

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“Fueron décimas de segundo. Mi mujer estaba sentada ahí, en la mesa, y yo esperaba en el sofá, sentado también, porque me iba a trabajar. Eran las cinco y siete minutos de la tarde. Me acuerdo porque justo antes miré el reloj. De repente todo comenzó a temblar, se nos cayeron las lámparas del techo encima, empezaron a rajarse las paredes”. Fernando Roldán, de 67 años, observa mientras habla a su mujer, Misericordia, que está sentada junto a él, en uno de los sofás del salón de su casa recién construida y amueblada, y ambos se miran y reconocen en la claridad de sus ojos la angustia de la tarde del 11 de mayo de 2011. “No te podías mover, todo se sacudía con mucha violencia. No podíamos ni levantarnos, porque el temblor no nos dejaba”, dice Misericordia, con un tono decidido y suave, mirando a través de la amplia ventana de su nueva terraza.

Aquella tarde, cuentan ambos, los edificios del barrio de San Fernando se torcieron y se resquebrajaron como si fueran de goma, debido al temblor incesante de los dos terremotos seguidos de magnitud 4,5 y 5,1 que desataron la urgencia y el pánico en Lorca y dejaron nueve víctimas mortales, 325 heridos e innumerables destrozos con un coste superior a los mil millones de euros. “Antes del segundo terremoto, que fue a las siete menos cuarto, conseguimos bajar a la calle”, cuenta Fernando, mientras se apoya ahora en la barandilla de su terraza, observando la ciudad tamizada por el sol, los edificios nuevos de su barrio, algunos levantados hace tan solo dos años. “Vimos a mucha gente chillando, de un lado para otro. Aquí no hubo heridos, ni muertos, pero se nos heló el alma. Fue desesperante, es algo que no se puede explicar con palabras”. Fernando y Misericordia asocian cada imagen de su recuerdo del terremoto a otra sin ningún esfuerzo de su voluntad, como si lo estuvieran soñando o viendo delante de sus ojos a través de una pantalla. “Vivimos mucho tiempo con una sensación extraña, de miedo en el interior”, cuenta ahora ella, que ha salido también a la terraza. “Todo fue muy duro, y muy sentimental. Meses después del terremoto, cuando la ciudad estaba destrozada y me cruzaba con la gente del barrio, a mí me daba por llorar nada más verlos”, dice, y su marido la interrumpe, albergando en sus palabras la parte positiva, la superación del miedo y del desastre, la lucha constante por la mejora de una vida que cambió para siempre tras la catástrofe: “Pero estamos vivos, y ahora tenemos otra vez nuestra casa, recién estrenada. Las construcciones y los edificios se reparan con el tiempo, pero los muertos no. Eso es lo que más nos duele a todos, porque nunca se nos va a olvidar”.

Fernando Roldán es el presidente de la asociación de vecinos del barrio de San Fernando, uno de los núcleos más afectados del municipio por el terremoto de 2011. En él cayeron un total 232 viviendas, y se tardaron ocho años en reconstruir todas las que habían sufrido las consecuencias inapelables del seísmo. Los vecinos consiguieron dejar atrás, en un esfuerzo sin precedentes, las horas de terror que habían dejado estragos angustiosos en su memoria para centrarse en la recuperación paulatina de sus vidas de antes. Una conjunción de sacrificios entre todos los vecinos, el Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma y el Gobierno Central lo hicieron posible. El alcalde de Lorca, Diego José Mateos, cuenta que “todo el mundo se volcó por la causa”. “Toda la solidaridad se centralizó en Lorca, todos actuaron con muy buena voluntad: el Estado, la Comunidad, los municipios, el ejército, la Cruz Roja, muchísimas entidades particulares, todos se volcaron, y aportaron para reconstruir los daños y mejorar la ciudad”.

En algunas calles del centro todavía se notan varias de las ausencias fantasmales que dejó la catástrofe, pared con pared junto a casas plenamente reconstruidas que ahora alcanzan su máximo esplendor visual al medirse con ellas. Diez años después, solo aquí puede intuirse la verdadera magnitud de lo que ocurrió. Algunos edificios parecen espectros de sí mismos, tan verticales y sin embargo tan frágiles, lóbregos y oscuros, destruidos, con mordeduras agresivas del temblor en las paredes y en los barrotes de las ventanas, con muros rajados y trozos de yeso en el suelo y en los quicios de las ventanas. Como fachadas fantasmagóricas, descoloridas, solas y desamparadas, que ahora protegen solares y descampados en los que no se llega a distinguir las vigas derrumbadas de hierro oxidado y podrido de la maleza salvaje que los inunda.

Una ciudad de escombros, una nube densa de polvo

Muy cerca de las calles centrales, en una tienda de ropa de la avenida principal de la ciudad, Antonia Pérez, de 39 años, estaba comprando a las cinco de la tarde de aquel 11 de mayo, con la tranquila indolencia de una tarde calurosa de primavera. Antonia trata de recordar la situación, entrelazando las manos, sin hablar todavía, como si afirmara solo con las pupilas y la presión de las manos el testimonio imborrable de su experiencia ante el terror. “Escuché un ruido muy fuerte, un rugido muy violento. Yo estaba embarazada de seis meses. Pensé que habían puesto una bomba en el edificio. Salí corriendo de la tienda y vi en la avenida los coches parados, pitando, gente saliendo despavorida de los edificios. Fui con mi marido a por mi hijo, que estaba estudiando en una biblioteca cercana, y entonces sucedió el segundo terremoto, más agresivo. Otra vez como una explosión. Se cayó un balcón de una casa. Fue terrible. Pensábamos que era el fin del mundo, que hasta aquí habíamos llegado”, afirma, con los ojos muy abiertos, concentrados en el ejercicio retrospectivo de la memoria.

Había, cuenta Antonia, una luz rara que disolvía las sombras habituales y cotidianas de la ciudad, que oscurecía las calles hasta un momento atrás iluminadas por el sol de mayo, que de repente costaba respirar por la densa nube de polvo de los escombros, que comenzaba a picar la garganta. “Pero los días de después fueron peores”, dice, “mucha gente se quedó sin viviendas. Nosotros tuvimos suerte y pudimos ir a la casa de mi abuela, en Águilas. Pero veníamos cada día a Lorca y era desolador”. Era muy raro recordar su vida ya de otro tiempo, de unos días antes de la catástrofe, cuando había caminado por las mismas calles que en ese momento estaban destrozadas y repletas de polvo y de escombros. Las barreras policiales marcaban esos límites que solo hay en las ciudades en guerra, los corredores de tierra de nadie, de destrucciones irremediables que separan dos mundos hasta unos días atrás idénticos. “Era pasmoso. Se veían coches y camiones del ejército, edificios tirados, los teléfonos no funcionaban, ni las luces de la ciudad. Cuando nos enteramos de los muertos, nos vinimos abajo definitivamente”.

La Viña, zona cero de la catástrofe

El barrio de La Viña, a las afueras de la ciudad, tiene un aspecto definitivo de modernidad arquitectónica. Donde ahora se levantan, a lo largo de sus anchas calles, edificios con cristaleras y colores claros, tuvo lugar la trágica zona cero del seísmo. Ascensión y Carmen Aragón, dos hermanas de 69 y 68 años, caminan juntas, conversando en voz baja entre ellas, empujando sus carritos, rumbo al supermercado para hacer la compra. Se mueven con lentitud, y al hablar vuelven ligeramente la cara, fijándose de pronto en algún detalle del suelo, en los edificios nuevos de las esquinas. “Yo era celadora, ahora estoy jubilada”, dice Ascensión, “aquel día estaba trabajando en el turno de tarde del hospital Rafael Méndez. El edificio tembló como un flan. Todo perdió el control. Salí a las tres de la mañana del hospital, y porque me echaron, pero me habría quedado, porque hacía falta gente”.

Parece, cuando habla, que las horas terribles de sufrimiento y tensión de aquel 11 de mayo la hubieran gastado infinitamente. “Fue algo tremendo. No paraban de llegar heridos. Te decían: viene otro, y entonces preparabas la camilla para acostarlo. Costó mucho, porque las escaleras del hospital se desprendieron de la pared”. “Pero en el barrio fue peor. A aquel edificio”, señala ahora su hermana Carmen, “se le cayó la cornisa, y a un zagal que salía del bar de su abuelo lo aplastó y lo mató. A otra muchacha que también vivía ahí le cayó parte de otra cornisa mientras abrazaba a sus dos hijos para protegerlos. El edificio del final de la calle se derrumbó de golpe, como si lo hubieran demolido. Sacaron a dos o tres personas de entre los escombros, casi muertos”. “Al hospital llegó la madre del chico, horas después, preguntando a gritos por él”, la interrumpe Ascensión, “no sabía que su hijo ya no estaba”. Ambas se callan a la vez, se miran. El recuerdo del terremoto no se ha detenido en sus ojos a pesar de que hayan cesado las palabras, y continúan andando, más decaídas que antes en sus ademanes, ambas acordándose por dentro del miedo nunca desparecido, del desastre que ningún vecino de Lorca logrará olvidar por mucho que pasen los años. Ya van diez, y todos lo recuerdan como si hubiera sucedido hace apenas unas horas.

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