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Contrapunto es el blog de opinión de eldiario.es/navarra. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de la sociedad navarra. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continua transformación.

Una justicia para la ciudadanía

Vista de la sede del Tribunal Constitucional, en Madrid. EFE/ Zipi

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La española no es la única justicia que en Europa se imparte en nombre del rey. El caso más conocido es el de los tribunales británicos, que dictan sus resoluciones en nombre de Su Graciosa Majestad. La diferencia es que nadie en aquella cultura política, por conservador que fuera, asociaría esa referencia a la cabeza del Estado con nada que no fuera el fin que lo legitima: la defensa de un sistema basado en las libertades civiles. 

El conservadurismo español, sin embargo, tiende a considerar el Estado como un fin en sí mismo. Y por eso, cuando hay jueces que reclaman administrar todavía hoy la justicia en nombre del rey, y exigen airados recibir los despachos de su mano, no solo debemos contemplarlo como un rito simbólico y muy significativo de lo que culturalmente reclaman como identidad: se trata de un gesto de hondo calado constitucional, que les lleva a verse como servidores del Estado, no de la ciudadanía. Lo que no es sino el correlato autoritario de una visión de esa ciudadanía como cliente de servicios, más que sujeto soberano del Estado y fuente última de su legitimidad.

Por esa razón resulta imprescindible reivindicar, frente a las injerencias del poder político, la independencia del poder judicial como instrumento al servicio de la ciudadanía. Un Poder Judicial que no es único, porque se encarna en cada persona que tiene que juzgar un caso. Tan peligrosa puede ser la presión puntual de quien busca coaccionar a quien juzga para que falle en su favor, como la creación de un sistema organizado en el que quien juzga “ya sabe lo que tiene que hacer” si quiere hacer carrera. 

Por otra parte, la carrera judicial es mayoritariamente conservadora, ya sea por convicción, por extracción social y porque el derecho en sí es reticente a los cambios poco reflexionados o rápidos, lo que genera un tipo de mentalidad cautelosa. La mayoría de las democracias conviven sin problemas con este hecho, y establecen mecanismos de corrección en los que de una u otra manera se asegura la representatividad social derivada de la legitimidad del voto popular. No otro significado tiene la afirmación constitucional de que la justicia emana del pueblo. No puede haber un poder judicial desconectado de la sensibilidad social en una materia, lo que no obsta para armonizarla en todo momento con el respeto escrupuloso a la técnica jurídica. Así ha ocurrido, afortunadamente, con una reivindicación tradicional de la sociología jurídica feminista, como es la incorporación de la perspectiva de género en las resoluciones judiciales. Y es que no corregir estas situaciones supondría   una desafección ciudadana con su sistema de justicia, con un servicio público que supone garantías fundamentales en un estado de derecho. 

Por eso no es posible un consejo monocolor, como ocurriría si los jueces y juezas se eligieran entre ellos actualmente. Lo que ha ocurrido es que tras la reforma de la LOPJ efectuada por el ministro Gallardón, el sistema de nombramientos y cooptación que propició llevó al sector más conservador y a veces reaccionario de la judicatura a copar sus órganos de gobierno, amparándose en el ejercicio de una independencia cuyo concepto han pervertido. Y cuando el poder legislativo, singularmente desde el año 2018, ha tratado de revertir esta situación, se ha encontrado una y otra vez con el bloqueo de estos mismos sectores a quienes esta situación favorece: asegura sus cargos, sus carreras y su interpretación particular de lo que tiene que ser el Estado con mayúsculas, no por supuesto el Estado de Derecho ni el Estado de los derechos fundamentales. Se ha hecho de la excepción la norma, se han tomado decisiones inéditas y se ha llegado a involucrar al Tribunal Constitucional, que no es un órgano perteneciente al poder judicial para que impida legislar a las cámaras, depositarias de la soberanía popular.

El pasado día 20 de diciembre recogíamos en nombre del Gobierno de Navarra el premio a la calidad de la justicia de manos del Consejo General del Poder Judicial con presencia de las más altas instancias judiciales. Además de agradecer el premio, recordé que en espacios de gobernanza compleja como es la Administración de Justicia, no cabe otra opción que el diálogo permanente, el acuerdo y el respeto mutuo y recíproco a las funciones de cada uno, porque el Poder Judicial no puede convertirse de facto en legislador por encima o en contra de la soberanía popular y porque no es admisible que pueda haber personas en el Poder Judicial que se dejen seducir por estrategias partidistas o ambiciones personales, perdiendo no sólo la neutralidad sino la apariencia de imparcialidad.

Porque tenemos una mayoría de personas dentro del Poder Judicial, y no sólo jueces y juezas, sino fiscales, letrados y letradas de la Administración de Justicia, abogacía, procura, gestores procesales, auxiliares, ciudadanía, que todos los días se levantan y hacen su trabajo con profesionalidad, necesitamos un Consejo renovado que los represente a todos y todas, necesitamos que una minoría en posiciones de poder vuelva a posiciones de cordura, que recuerde a quién sirve y para quién ejerce sus responsabilidades antes de que las instituciones sufran un deterioro mayor del que ya tienen. Cuanto antes mejor. Nunca fueron tiempos buenos para jugar con algunas cosas, pero ahora menos.

Eduardo Santos es consejero de Políticas Migratorias y Justicia; y Rafael Sainz de Rozas es director general de Justicia del Gobierno de Navarra.

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