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Visita nostálgica al colegio

El local del AMPA, limpio y vacío, esperando pacientemente a que lleguen actividades extraescolares el curso que viene.

Elena Cabrera

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Este rarísimo curso escolar, basado en la improvisación y la experimentación, está llegando a su fin. A nadie se le había ocurrido pensar cómo sería la educación si unas circunstancias excepcionales nos mantuvieran encerrados en casa, como si algo así no pudiera sucedernos jamás. Ahora que los márgenes de las probabilidades se nos han expandido, incorporamos todo tipo de tramas a nuestro futuro y no lo vemos tan imposible: atmósferas contaminadas que desaconsejan que la infancia y los vulnerables salgan de casa, escapes químicos en la industria, o bien inundaciones, deshielos, nevadas o incendios que aíslan a una comunidad. Ahora tenemos dos cosas claras: que la educación tiene que seguir sucediendo y que no sabemos cómo hacerlo.

En una agrupación de asociaciones de madres y padres de ocho colegios del distrito (más de 2.000 familias en total) en el que vivo, ha habido una puesta en común sobre cómo se han adaptado los centros públicos a la educación a distancia. De la evaluación se extrae que hay disparidad en los colegios porque no ha habido criterios comunes de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Como siempre, eso fomenta la desigualdad, porque mientras en el colegio al que va mi hija Eleonor se ha hecho un gran esfuerzo por iniciativa del profesorado, los niños y niñas de otros del mismo barrio no han tenido esa suerte y se han encontrado carentes de apoyo y faltos de comunicación. Lo que ha ocurrido ha evidenciado que no hay coordinación (¡sálvase quien pueda!), que la escuela pública no está diseñada para trabajar a distancia (la evaluación y las tareas han fracasado como eje del aprendizaje, en la soledad de los cuartos de los niños y las niñas) y que las tecnologías online (tanto educativas como de comunicación entre el centro y las familias) son desconocidas, funcionan mal o no cumplen los objetivos necesarios. Esto es lo que sucede en Madrid, ojalá en otros lugares os haya ido mejor. 

Las profesoras de mi hija en tercero de Primaria se han inventado de todo para atrapar su atención y canalizar su aprendizaje, casi siempre utilizando el juego como mediador. Otra cosa es que Eleonor haya tenido la disposición, las ganas, la cabeza o la mejor de las actitudes. Pero en fin, ¡estábamos en una pandemia global, asolados por el miedo y la muerte, no sé si le puedo exigir mucho más! 

Eleonor y yo hemos ido a su colegio a recoger los libros y el material que se habían quedado allí en marzo. El jefe de estudios nos entregó la bolsa a través de las rejas de la puerta pero en realidad tuvimos que entrar, pues yo traía el encargo de recoger algo que se había quedado en el local del AMPA. Eleonor y yo cruzamos el patio mirándolo todo con asombro, como viejas alumnas que regresan al antiguo colegio. Todo se veía limpio y ordenado, como en un fin de semana eterno. A Eleonor le chocó el buen estado del huerto y el jardín: “parece que alguien lo ha estado cuidando durante este tiempo”, dijo, con perspicacia policial. Esa es otra cosa que se ha perdido: la pequeña cosecha, la observación anual del ciclo de los cultivos y la jardinería. No pudimos evitar hacernos fotos en este no lugar que es una escuela sin escolares, como recuerdo del tiempo que no estuvimos allí.

Cuando los profesores vieron a Eleonor reconocieron, con asombro, cuánto había crecido. La madre de una compañera, con la que nos encontramos por la puerta, añadió: “está más alta y más delgada”. Eleonor y yo nos miramos entre risas y dijimos “¡no, más delgada no!”. Les señalé los pies de mi hija: “se ha puesto mis sandalias”; no me había dado cuenta de que hubiera crecido pero sí que ha salido de la cuarentena calzando el mismo pie que yo. Supongo que eso es salir con buen pie.

Posteriormente, en la comida, Eleonor y yo comentamos esta conversación que habíamos tenido en la puerta del colegio. Ella dijo: “creo que el presidente quiere que engordemos”. Lo valoré seriamente por unos segundos. Y entonces, con una voz mitad de pito mitad engolada mitad pasada por un megáfono, en una curiosa imitación de Pedro Sánchez, Eleonor empezó a decir: “esto es un estado de alarma, no salgan de sus casas y hagan cup cakes, hagan carrot cakes, hagan pasteles”.

Y obedecimos.

Aún tendré que volver al colegio un par de veces más. Una, la semana que viene, para devolver los libros de texto que pertenecen al sistema de préstamo. Primero tendré que borrarlos y limpiarlos todo lo posible. Los niños y niñas que reciban los libros de Eleonor se encontrarán bastante machacaditos los del primer trimestre pero impolutos lo del último, supongo que en esa capa de uso (o su ausencia) está escrito también esto que nos ha pasado. La segunda ocasión será para responder a la convocatoria del Consejo Escolar del centro, del que formo parte, y que se realizará de manera presencial a finales de junio. Apuesto a que será muy interesante. Precisamente, una de las quejas del documento que mencionaba más arriba refería a que deberían haberse convocado los Consejos Escolares para analizar en él las necesidades y circunstancias de las familias del centro: ¿cómo lo afrontan?, ¿están preparadas tecnológicamente para responder a este reto?, ¿están impactadas las familias económicamente o sanitariamente durante esta crisis?, ¿por qué dificultades pasan?, ¿cómo se las puede ayudar? Las respuestas a esas preguntas deberían llegar a las direcciones de área de las oficinas donde se gestiona la educación y hacerles espabilar, ya que no todo se soluciona invirtiendo dinero en páginas web.

La situación actual del contagio de la COVID-19 es de 243.209 casos confirmados en España; 2.316.910, en Europa y 7.390.702, en el mundo.

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