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Un hospital para cada historia

La autora, fotografiada por su hija, con su mascarilla 'de pato' antes de salir de casa.

Elena Cabrera

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La Comunidad de Madrid nos ha regalado a todos una segunda mascarilla. La diferencia con la anterior es que esta es de mejor calidad que la primera que recibimos y algo más llamativo: no viene envuelta en un sobre rojo con la bandera de la comunidad autónoma acompañada de un hashtag. Seguro que no es la intención de los gobernantes pero daría la impresión de que hay una relación inversamente proporcional entre el marketing y la seguridad. No quiero ser mala, solo digo que podría dar esa impresión. Pensaba retirarla y donarla, como hice con la anterior, pero en esta ocasión la necesitaba para ir al hospital con mayor tranquilidad. Como ya somos todos y todas expertas todos en este tema, puedo aclarar que se trata de la KN95, que son FFP2 o, como las denomina Eleonor: mascarillas de pato. Cuando la abrí, Eleonor sufrió un ataque de risa porque solo había visto mascarillas de pato en las caras de otras personas, nunca en la mía. “¡Te han dado la de pato!”, decía señalándome, sin poder para de reír. Y añadió: “¡Ayuso te ha dado de pato!”. Aunque intenté aclararle que estas filtran mejor que las higiénicas o las quirúrgicas, ella no escuchaba, solo decía: “¡¡de pato!!”.

Como tantas otras cosas, toda mi explicación sobre el tema de las mascarillas se fue al garete cuando llegó el miedo. Le había dicho a Eleonor que nos basta con nuestras mascarillas de tela porque no tratamos con enfermos de coronavirus y estamos sanas, al menos en apariencia. Pero, cuando me dieron cita para ir a hacer una prueba médica que requería sedación y pasar un par de horas en el hospital, pensé que podría ser más oportuno llevar la del pato. Antes de hacerme la prueba me hicieron varias preguntas sobre la COVID-19: si me habían hecho una PCR (me hubiera encantado decir que sí para hablarle del colodrillo, pero la verdad es que no), si había tenido síntomas (tampoco) o si había estado en contacto con algún enfermo (no). Satisfecha con mis respuestas, la enfermera me tomó la temperatura y, habiendo pasado el examen con éxito, me puse la bata, las calzas y el gorillo y me alegré de que no hubiera ningún espejo cerca.

Yo estaba muy nerviosa y la delicadeza y el buen humor con el que me trataron los sanitarios del hospital de La Princesa fue tan maravilloso que pensé que no les estaba aplaudiendo lo suficiente. El enfermero que me colocó la vía por la que estaba a punto de entrar el sedante, me preguntó: “¿traes pensado algo bonito para soñar?”.

Dos segundos después según mi percepción (tres cuartos de hora de reloj, en realidad) me desperté en una sala diferente. No consigo recordar por qué lo dije pero le dije a una enfermera que era periodista, me preguntó que dónde escribía y le dije que en eldiario.es. Recuerdo que asintió con un suave murmullo y un sonrisa y me volví a quedar sopa. Un segundo después volví a abrir los ojos pero probablemente había pasado más tiempo. Ya en ese momento no conseguía entender por qué le había dicho eso a la enfermera, que ya no veía por allí, y empecé a valorar que formara parte del sueño. “Muchos comparan el efecto de la sedación con el tomar un vermú”, me dijo el anestesista. Es probable que me hubiera subido un poco. Pasé un buen rato en esa zona que llamaría de reanimación sino fuera porque me sentía bastante animada. Tumbada plácidamente en mi camilla, sin ninguna gana de abandonarla, asistí a una entretenida conversación entre sanitarios. Uno les enseñaba una fotografía en el móvil a los demás. Se trataba de un paciente con COVID-19 al que se le había hinchado un brazo y la pierna contraria. Nunca decían COVID o coronavirus, siempre lo llamaban “el bicho”. Estaban asombrados con esa secuela, nunca habían visto algo así pero una de ellas había leído que se estaban viendo efectos neurológicos extraños y que todo estaba por estudiarse. Entre ellos reinaba un silencio de asombro y a la vez de fascinación, lo veía en sus caras.

La médica que me había hecho la prueba vino a verme. Hice grandes esfuerzos por retener todo lo que me decía. A veces me perdía, pensando “qué doctora tan simpática”, para en seguida decirme a mí misma: “Elena, céntrate, qué son tres vermús para ti”. Cuando me indicaron que podía ir levantándome con calma, aproveché para entrevistar a la enfermera que me estaba ayudando (si mi identificación como periodista había sido real, al menos excusaría mi curiosidad). Me contó que hacían 50 endoscopias como la mía ¡al día! Le pregunté si trabajaban menos estos días y me confirmó que sí, que con el coronavirus les habían derivado menos gente, pero no habían dejado de trabajar. Me pareció que la enfermera me habría dejado preguntarle mil cosas más, que le agradaba hablar de su trabajo, pero mi estancia estaba llegando a su fin. “No hay prisa”, me dijeron, pero no quería hacerme la remolona, aunque me sentía a gusto escuchando la conversación entre ellos, sintiendo la luz de media tarde entrando filtrada y cálida por los ventanales, apoyando la cara en la suavidad de las sábanas con olor a extrema limpieza.

Pasé la tarde somnolienta en el sofá pero salí a las ocho a dar palmadas lo más sonoras que pudiera, como si lo mío fuera el flamenco. Desde mi acurruque miraba una pila de libros que tenemos organizados en una torre alta en el suelo del salón. Son libros de cine que nos ha traído un amigo para que los vendamos. Pertenecían a una persona que ha fallecido hace unas semanas a causa del coronavirus. La madre de nuestro amigo es su heredera y están gestionando todas esas cosas materiales, la mayoría inservibles, que dejamos atrás las personas cuando nos vamos. El propietario de los libros era un fumador empedernido, lo que le llevó a este desenlace fatal de la COVID-19 y a dejar unos libros amarillentos que despiden un fuerte olor a tabaco. La ausencia de este cinéfilo es en parte su presencia en los libros y el olor, que no hay manera de quitarles. Vivía solo, con sus libros y sus películas. Murió en el hospital sin familia cerca.

Las millones de historias que desconocemos relativas al coronavirus tienen casi siempre un punto en común: su paso por el hospital. Más que historias del confinamiento, quizás algún día podamos ver o leer algún intento de reunir algunas de ellas, con cierto sentido, con coraje, sin melodrama, con actitud crítica y palabra valiente.

La situación actual es de 242.280 casos confirmados en España. 2.279.975, en Europa. Más de siete millones en el mundo: 7.127.753.

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