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En la casa se exacerban los sentimientos

En la casa se exacerban los sentimientos

Elena Cabrera

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La semana pasada, cuando se puso el foco en las compras desquiciadas y el desabastecimiento de los supermercados, escuché en la radio una entrevista a una persona que representaba algún tipo de coalición del comercio. La locutora le preguntó acerca de los artículos que se agotaban con mayor rapidez, además del papel higiénico, a lo que el entrevistado respondió “no tiene ningún sentido, pero otro producto que escasea es la harina, como si nos dedicáramos a hornear panes en casa, como antiguamente, cuando en realidad ya no sabemos hacer pan”.

Lo escribo de memoria pero sus palabras fueron más o menos estas, a las que añadió una explicación de cómo la compra masiva de papel higiénico y de harina respondían en realidad a impulsos psicológicos y no a verdaderas necesidades. Me gustaría contestar a este señor que, respecto al papel higiénico, tiene razón, pero de la extrema importancia de la harina durante el estado de alarma lo sabe cualquiera que tiene hijos e hijas pequeñas: “¿hacemos galletas?” son las dos palabras más poderosas para despegar a los pequeños de la televisión. Tengo fotos de galletas, bizcochos y tartas recién horneadas en prácticamente todos mis chats.

Hoy Eleonor tenía un humor de perros, se enfadó varias veces conmigo por tonterías, más por ganas de cabrearse y sacar la rabia por algún lado que por otra cosa. O eso me pareció. Solo quería ver series y películas, cosa que hizo durante algunas horas. Cuando dijo que no había ninguna otra cosa en la vida que quisiera hacer, dije las palabras mágicas, y quince minutos después estábamos en la cocina amasando la harina con el huevo.

En el confinamiento, los detalles se magnifican, como ya sabíamos por Gran Hermano. En casa de mi amiga M. pasó algo imprevisible, desconcertante, inquietante, bárbaro, prodigioso, sobrenatural: Steven se presentó en su casa. No estaba claro si lo hizo por propia voluntad —un plan previamente trazado por Steven— o fue algo azaroso. M. se disponía a hacer una ensalada, para la que sacó una lechuga de la nevera, que había comprado hacía varios días. Al ponerla sobre la encimera, Steven, contento, decidió dar un paso adelante y asomó los cuernos lentamente entre las hojas, estirando el cuello.

El grito de M. podría haberlo oído yo desde mi casa si hubiera estado atenta. Su hija acudió a la cocina alarmada. “¡Es un caracol!”, dijo M. “Lo adoptaremos y le llamaremos Steven”, dijo la niña. A M. le daba asco Steven pero, a estas alturas, ¿quién le niega nada a una niña de 8 años metida en un piso durante diez días? Esa misma noche, el padre aprovechó cuando la pequeña se había quedado dormida para sacar a Steven del tupper en el que ahora vivía y hacerle una foto, con la idea de perpetrar un meme (el cual incorporo a este diario).

Durante la sesión fotográfica, Steven se escapó. El padre, desesperado, fue a buscar a M. para explicarle que Steven había huído. Con un clásico “a que voy yo y lo encuentro” (esto no sé si lo dijo, pero no me imagino que sucediera de otra manera), M. se levantó de la cama y empezaron a llamarlo a gritos por toda la cocina, hasta que apareció, lejísimos. “Si no lo llegamos a encontrar, mañana habría habido lágrimas”, dice M. Por no hablar de que a su marido se le habría caído el pelo. M. y su familia fantasean con que sacan a Steven a pasear a la calle. Hoy le he preguntado cómo sigue. Me cuenta que bien, que está en su tupper, que le limpian las cacas, que le ponen comida, que no le sacan al sol porque está nublado. “Sentimientos exacerbados”, que decían en aquel programa de televisión.

Nos hemos vuelto ventaneras y observamos la vida entre visillos, como en la primera novela de Carmen Martín Gaite. Si no recuerdo mal, en ella, unas chicas viven en una ciudad de provincias en la que nunca pasa nada, o pasan cosas, pero son más opresivas que emocionantes. Pasan las cosas que se espera que pasen y que se sabe que van a pasar. Por eso, en estos días, conviene dejarse asombrar por todo.

Así le ha pasado a mi amigo R., que desde el otro lado de su visillo observa a una mujer que hace lo mismo que hacía antes de la cuarentena: alimentar furtivamente a unos gatos. A la misma hora temprana, todos los días, baja un bidón de agua y unas latas, que coloca entre unos arbustos, a la trasera de un edificio de oficinas, donde probablemente ella trabaja. Por lo que se puede distinguir en la distancia, lo hace con un mimo increíble. Mi amigo se preguntó si ese sería uno de “los trabajos necesarios para la nación”.

Sin entrar a juzgar si está bien o mal que lo haga, sí puedo admitir que mi amigo me dijo que, cada mañana, miraba por la ventana esperando verla aparecer. Cuando la vio de nuevo, me confesó que se sentía reconfortado al ver que, a pesar de todo, la mujer no descuidaba a los gatos. No pude evitar pensar que mi amigo no solo sentía alivio por los gatetes, sino que él también se agarraba a esa locura de aparente normalidad. Como hacemos todos.

No os voy a engañar: el fin de semana ha sido plomizo y gris, como el tiempo. El sábado le dije a mi hija Eleonor: “Las peluquerías están abiertas, ¿quieres que te corte el pelo?”. Se lo propuse porque no podía más con los enredones que se habían apoderado de su cabellera desde que decidió que si no podía salir a la calle, no había razón para cepillarse el pelo. Sorprendentemente, accedió, y en el cuarto de baño montamos la Peluquería Cabrera. Le corté muchísimos centímetros, lo cual fue una gran idea, no solo para pasar la lendrera con mayor facilidad, sino porque le hizo feliz ese cambio de look drástico e inesperado. Le cambió el humor: pasó el día haciéndose fotos y peinados, mándandolas por WhatsApp y haciendo videollamadas. No se me había ocurrido que un corte de pelo pudiera tener un efecto psicológico tan apabullante. No da para cadena de WhatsApp motivadora, pero ahí os lo dejo.

28.572 son los casos confirmados en España, 143.146, en Europa y 267.013 en el mundo. Seguimos aplaudiendo a la sanidad pública todas las noches a las ocho. Hoy lo he hecho pensado en la enfermera de la UCI de un hospital de Madrid, amiga de mi hermano, y en la médica de urgencias de otro hospital madrileño, amiga de una amiga, y en las terribles decisiones que, en ambos casos, me han contado, se están viendo abocadas a tomar.

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