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“¿Soy una mala feminista si acepto la ovodonación?” Claroscuros de una maternidad bajo el capitalismo reproductivo

Kathryn Hahn en un fotograma de Private Life (Tamara Jenkins, Netflix, 2018).

Silvia Nanclares

Mi hijo cumplió ayer once meses, casi dos años después de que llegáramos a la casilla de la ovodonación. En su día, la toma de decisión de seguir esa bifurcación dentro del camino de la reproducción asistida fue difícil. El dilema estaba atravesado por dos fuertes escollos: por un lado, la cuestión del duelo genético (de esto ya hay demasiado escrito, no me detendré mucho en ello) y, por otro, y en mi caso específico y salvajemente cruzado con mis gafotas feministas, el conflicto ético. El primero era más inesperadamente psicoanalítico y el segundo más político, aunque en realidad se encuentran ambos mezclados en una suerte de continua paradoja: en tu maternidad, hay una ausencia de ti y una presencia de alguien desconocida.

Este vacío habitado me ha acompañado durante la toma de decisión, como digo, pero también después, a la hora de seguir el tratamiento, vivir el embarazo, el parto y parte del postparto. ¿Afectaría ese denso hueco al vínculo que estableciera con mi hijo? Una amiga vino a echarme una mano aquí, Pilar, madre de dos hijos junto a Nerea, su pareja, mediante el método ROPA (donde una de las madres gesta el óvulo de la otra) . “No siento absolutamente ninguna diferencia entre los dos, salvo por el hecho de que N. (el mayor, a partir de su óvulo y semen de donante pero gestado por su compañera), se parece un poco a mí, y me hace gracia”. Pero, claro, su caso era diferente, sus condiciones materiales y simbólicas también. Ahora mi hijo y yo tenemos igualmente un vínculo incuestionable, pero ese claroscuro, “ese constante baile de opuestos y contradicciones”, como dice Raquel, otra amiga madre mediante doble donación de gametos, sigue operando como un sonido de fondo.

Al poco de quedarme embarazada, una de mis alumnas me recomendó la película Private Life (Tamara Jenkins, 2018), donde se cuenta, con una fidelidad tristísima, el duro viaje emocional que rodea la reproducción asistida cuando te ves obligada a traspasar lo que para ti tal vez en su día representó una línea roja, en el caso de la prota, en mi caso: recurrir a los óvulos de otra mujer para continuar con tu deseo de vivir una maternidad biológica.

Más allá de las diferencias sustanciales en el procedimiento (la acción se desarrolla en EEUU, donde puedes recibir los óvulos de, como es el caso, una amiga, acompañar todo su proceso con todo lo que ello implica), la peli transmite con un realismo sobrecogedor la densidad emocional de esta decisión, que, como en la vida real, además, no resulta nunca tan fácil como en los presupuestos teóricos. Porque las técnicas de reproducción asistida, al menos en aquellas donde hay cuerpos de mujeres implicadas (donar semen conlleva un desgaste corporal mucho menor debido a lo infinitamente menos invasivo del procedimiento) no son solo eso, técnicas, son mucho más, son procesos (trabajos, a veces) reproductivos, y por tanto, vitales.

La película me removió pero también me hizo abandonar la idealización que en mi imaginario representaba poder vivir este proceso bajo el marco de otra ley que no fuese la española. ¿Cómo sería poder conocer a nuestra donante? ¿Qué motivaciones tendría?¿Estaría suficientemente informada? ¿Le sentaría bien la estimulación? ¿Cómo vivió el proceso y cómo lo vive a día de hoy? La pareja protagonista de Private Life comparte plenamente estas respuestas con la donante pero igualmente todo es conflictivo y rugoso.

Al margen de lo comercial

El deseo de autonomía encuentra unos límites bien claros en esta técnica reproductiva. No podemos autogestionar la donación de óvulos para hacer que, efectivamente, sea una donación. Ni la ley vigente en nuestro país, que impone el anonimato de la donante, impidiendo que, por ejemplo, fuera una amiga, ni los complejos procesos biomédicos necesarios para la extracción, preservación y fecundación de óvulos permiten más agencia o acompañamiento en ese sentido.

Los grises para explorar otras relaciones no mediadas por lo comercial son inexistentes. Envidio, por ejemplo, la soberanía de las madres solas o parejas lesbianas que han recurrido al semen de un donante conocido, o de un donante elegido del banco de esperma Cryos, o al método ROPA, opciones por otro lado posteriormente penalizadas al exigirse certificados de matrimonio y de las clínicas de reproducción (públicas o privadas) a la hora de inscribir a las criaturas en el caso de parejas de madres lesbianas.

Así que no voy a caer en la romantización del verde del prado de las vecinas. Tampoco podemos olvidar cuestiones cruciales como la infertilidad, que nos atraviesa a todas llegado el caso más allá de nuestras identidades. Como me recuerda June Fernández, autora de uno de los artículos que más luz han dado en la cuestión de las contradicciones feministas en torno a la reproducción asistida: “Ojo con dar por hecho que entre lesbianas y madres solas no existen problemas de fertilidad”.

Otra amiga me alumbra respecto al implícito cuestionamiento del vínculo biológico como privilegio en las maternidades lesbianas cuando no se recurre al método ROPA. “¿Por qué voy a ser más madre que Esther (su compañera) solo por el hecho de haber puesto mi óvulo?”, me pregunta Sofía, madre de G. a partir de su propio óvulo y semen donado. Respecto a la figura del donante, June también me cuenta cómo es común que dentro de las maternidades lésbicas “se viva el fantasma del padre ausente y de su eventual presencia como una amenaza, sobre todo para la madre no gestante, cuya maternidad es la más vulnerable y la cuestionada por la sociedad”.

Hablamos entonces de otra película que narra esto muy bien: The kids are all right (Lisa Cholodenko, 2011), donde, también en Estados Unidos, y de nuevo bajo el derecho anglosajón respecto a la revelación de orígenes de los hijos a partir de la mayoría de edad, el donante aparece reventando la estabilidad de una familia de lesbianas con dos hijos nacidos mediante reproducción asistida. Lo anoto. Nuevas capas para desentrañar. Madre mía, cuánto por aprender de los terrenos más allá de la heteronorma, siempre.

¿Me gustaría a mí saber qué letra tiene mi donante, o qué cara tenía de pequeña, sus orígenes y hasta el tono de su voz? A toda esta información accede otra protagonista, esta vez de la serie The Bisexual (Desiree Akhavan, 2018), una madre sola, tardía y lesbiana busca un embarazo mediante inseminación a espaldas de la que hasta hace poco ha sido su pareja.

¿Querría yo saber todo eso? En realidad, preferiría saber si recibió suficiente y clara información por parte de la clínica acerca de la complejidad del procedimiento y sus posibles complicaciones y/o consecuencias. O si le jodió mucho que el relato (por no decir cuento) del altruismo y de la “compensación” económica que menciona la ley se materializaran en el hecho de cobrar mucho menos de lo que merecería por este proceso. Y sé de lo que hablo. Si me estás leyendo, esto es lo que me importa, que tuvieras buena información, suficiente agencia y libertad para donar, y que hubieras tenido mejores contraprestaciones económicas al hacerlo.

“¿Una mala feminista?”

“¿Soy una mala feminista si aceptara la ovodonación?”. La pregunta se clava igual que la mirá de mi hijo recién nacido, como una espá, que cantaban Lole y Manuel. La lanza otra compañera desde la sección Participa de Píkara Magazine. Más allá de la academia, hay pocos espacios para el debate y las fricciones entre feminismo y reproducción asistida. No hay otro lugar para comenzar y seguir hablando. Al menos para mí. Desde este lugar incómodo y sin axiomas donde me encuentro es desde donde siento que necesito (me atrevo a decir necesitamos, a la luz de la cantidad de mensajes que recibo preguntándome por mi experiencia como feminista) pensar: ahondando en el debate sobre la reproducción asistida y sus implicaciones éticas.

Este debate sería muy productivo ahora, previo a seguir profundizando en el melón de la gestación subrogada antes de que el capitalismo, perdón, el liberalismo y su brazo legislador, sancionen las posibilidades legales y materiales de este proceso. Mientras, para despistar, algún otro artículo publica los avances de las investigaciones que nos colocan más cerca de la gametogénesis, o la sección socialité celebra el primer embarazo de Toñi Moreno a los 46 años obviando la donación de gametos o embrioadopción que, a todas luces, debe haber sido un elemento clave en este embarazo. En los artículos solo faltan los unicornios rosas.

Pero un momento, Silvia, este iba a ser un reportaje ponderado y contrastado,¿recuerdas?, con voces diversas, atribuciones y datos. Pero, ¿cómo hacerlo? Si a los once meses de haber parido (más los nueve de gestación) tengo aún en las tripas, que es donde habitan los dilemas éticos, un nudo específico con esta cuestión que me impide escribir objetivamente. Además, escribo con Mercurio en retrógrado y todo puede pasar. Los eclipses se suceden y los malentendidos afloran. ¿Veis?¿Cómo podriáis confiar en mí si lo que escribo es apenas un patchwork de mis experiencias y citas, intuiciones de una pagana, de una feminista mostrenca que jamás ganaría el certamen del feminismo coherente?

Mi amiga Tamara lo expresa mejor que yo: “Traicionaría mi esencia”. Ella, otra persona a la que admiro muchísimo, feminista de práctica y piel, me lo dice bien claro y con su amplia sonrisa mientras menea la cabeza. En su viaje por la senda pedregosa de la fertilidad y la maternidad en solitario, ella se ha plantado ahí, en la ovodonación. Hasta aquí. Porque traicionaría su esencia. Su esencia feminista. Va implícito.

Yo llevo casi dos años habitando esa traición, aunque no tan acusada como para haberme hecho parar. Supongo que mi decisión de seguir adelante tuvo que ver la espiral de intentos fallidos y nuevas opciones en la que te metes cuando pones un pie en la reproducción asistida y acabas haciendo de tus principios algo tan maleable como el slime de tus sobrinas. Escribo desde ahí, desde aquí, desde la traición consumada. Desde la contradicción. Solo puedo escribir desde aquí. Desde el cuerpo, desde mi cuerpo, totalmente desbordada por el primer año de maternidad y crianza. Ahora solo puedo escribir así de esto, de manera fragmentaria y a jirones. Balbuciente.

El vínculo genético

La primera vez que yo escuché hablar de la donación de gametos fue a Sara, una de mis alumnas de escritura creativa, feminista militante. Estaba embarazada y nos contaba con mucha naturalidad cómo lo había hecho. Ella, madre sola y tardía (¿cómo escribir estos adjetivos calificativos sin que suenen a estigma?), había adoptado un embrión (y adoptar, en este caso, significa que no se paga por el embrión, solo por los procedimientos médicos asociados a la implantación del mismo), de los que parejas que han pasado por reproducción asistida donan a las clínicas una vez que han dado por concluido su proceso de maternidad/paternidad.

Su hija, L., es una de las personas que más me ha ayudado en este proceso. Cada vez que la veía se disipaban mis dudas acerca de la huella genética. Porque sí, no me cuesta admitir que uno de los escollos principales en todo este proceso está siendo y es el inquietante vacío que provoca la ausencia del vínculo genético. Yo quería una niña así, así de libre y bonita. Con todo. Sara me dice hoy, cuando le pregunto sobre la cuestión del derecho a la revelación de los orígenes: “Claro que le contaré su origen: la clínica de reproducción asistida. Pero respecto a óvulo o esperma tampoco veo la necesidad, ¿qué cambia contarle que no lleva mis genes? A la gente ya no se lo suelo contar, más que nada porque se me olvida esa parte. Y también porque ya forma parte de la vida y de la intimidad de L., no solamente de la mía”.

Dios, esto me confronta con un nuevo escollo en este proceso, concretamente el que tiene que ver con mi oficio de escribir desde lo autobiográfico. ¿Tengo potestad para contar la historia de mi hijo a los cuatro vientos? Hijo, cuando me leas: lo hago por una causa política, creo que todos los escenarios para que hablemos críticamente de esta realidad que tanto nos atraviesa a tantas, y cada vez más, parece, son pocos. Te lo contaré en el marco del viaje por la infertilidad de nuestra familia, cuestión que aún conlleva estigma social y por eso, en parte, cuento nuestra historia, para darle aire.

Le hablaré claro de las particulares circunstancias de su concepción, y atenderé cualquier inquietud hacia sus orígenes genéticos. También hablaremos de la donante, de la que sé poco, apenas nada, quién sabe si cuando él sea mayor la ley habrá cambiado y puedan conocerse. En eso estamos, deslíando la madeja, tratando de que las cosas sean más justas, espero. Pensando críticamente todo este embrollo social.

La mercantilización de mi maternidad

En mi madeja particular, los nudos más intrincados son aquellos que me recuerdan la mercantilización de mi maternidad. Eso estaba también presente en los anteriores procedimientos de reproducción asistida por los que había pasado, pero al tratarse de mi material biológico, el runrún no pasaba de una mera mercantilización del proceso y sus derivaciones: una suerte de sumisión consensuada conmigo misma, la exposición de mi salud a la hormonación o ser parte de la industria de la reproducción, donde aún falta tanto camino por recorrer hacia la transparencia.

Pero en el caso de la ovodonación, es otro cuerpo el que se somete a los procesos de hormonación/extracción por los que tú ya has pasado y conoces. De alguna manera, a través de la ovodonación, estábamos contratando mi maternidad con otra mujer. Y aquí, salvando todas las distancias, pero también con puntos de intersección, se cruzaba y se cruza la gestación subrogada. Hay un término que utiliza Elisa, otra madre sola y amiga, para referirse a los procesos de reproducción asistida que ambas hemos pasado: la autosubrogación. ¡BUM! Aún estoy rumiando el impacto de este concepto.

Otra gran cuestión difícil fue y es la presencia (de nuevo ausente) de esta tercera persona en nuestra experiencia de ma/paternidad. Hay un lugar común en los relatos de ovodonación: “Cuando escuchas su latido se te olvida todo”. Bien, pues a mí no me pasó. Esa persona, la donante, su presencia, ronda, aún hoy, junto a la ausencia de mi vínculo genético con mi hijo, por la casa a horas intempestivas.

Estuvo durante el tratamiento (nuestros ciclos habían de sincronizarse), estuvo en el Precongen (un estudio genético que se realiza, si lo deseas, para descartar síndromes que se producen por incompatibilidad genética, entre, en este caso, mi compañero y ella). Estuvo en mi embarazo: en las ecos tenía que decir que el óvulo era de una persona de 25 años, edad de la donante, variable crucial para valorar riesgos. Estuvo el día que nació mi hijo, donde de nuevo operó la ausencia/presencia (yo no sabía si había huellas de mí en él, pero, ¿qué había de ella en él?). Esto también ha generado una desigualdad específica y simbólica en cuanto a esto en nuestra pareja: mi chico sí estaba, está genéticamente, y es, además, muy palpable.

Como feminista, la ovodonación me ha puesto, y me pone, en un lugar difícil que todavía estoy gestionando, tal vez gestionaré de por vida, ya que me implica a mí, a mi pareja, a mi hijo. Nos atraviesa como familia y abre muchas conversaciones que estamos teniendo y tendremos. He escrito este texto para abrirlas al común, para poder encontrar palabras y mejorar las condiciones en que se realizan estos procedimientos que, visto la cada vez más elevada edad de los primeros embarazos y casos de infertilidad en nuestro país, están siendo y van a ser una realidad habitual en nuestros entornos.

Hay huesos. Hay huesos con los que tocamos desde el feminismo. Y creo que éste es uno. También hay cifras. Yo soy una cifra, pero con contradicciones. Y huesos feministas para dar y tomar. Darnos lugar, y la posibilidad de crear espacios de intercambio (íntimos y/o públicos), donde podamos dar cuenta de nuestras experiencias, incluso traicionadas en nuestra esencia como estamos algunas feministas en la reproducción asistida.

Gracias a Rosa, Paloma, Sonia, Rocío, June, Laia, Tania, Violeta, María, por contarme, compartir y acompañarme en el balbucir en este cruce entre reproducción asistida y feminismos.

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