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Da igual la edad que tengas, volver a casa de tus padres por Navidad te convierte en adolescente

La calle Preciados, en Madrid, con la decoración navideña.

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“Venga, a levantarse, que ya es tarde”. Tu madre o tu padre entran en la habitación donde duermes, no han llamado a la puerta, suben la persiana y hasta empiezan a darte instrucciones. “Tienes ropa por el suelo”. “Se te va a juntar el desayuno con la comida”. “¿Has llamado ya a la tía? No sé a qué esperas”. “Ya te dije anoche que te estabas pasando con el vino”. Parece el típico despertar adolescente solo que tú tienes 31, 35, 40 o 47 y estás pasando unos días en casa de tus padres.

El fenómeno puede suceder en cualquier momento, cuando regresas a la casa familiar un par de días o en vacaciones, pero el trasfondo navideño es especialmente propicio para esa confusión espacio tiempo. Llegas con tu maleta para pasar las fiestas y aterrizas en una casa que es tuya pero no, o que no es tu casa pero sí.

Ahí está tu habitación, o quizá ya no existe, se ha convertido en el cuarto de la plancha, en un nuevo salón, en un despacho, o en todo a la vez. Duermes en tu cama de la niñez al lado de la tabla de planchar, de los libros de tu madre, de lo que queda de tus peluches; el armario está lleno de ropa que no es tuya o tu hermano te intercambió la habitación aunque colocó tus cosas en el mismo orden para que no notaras tanto la diferencia (no te guardo rencor, en serio). Te encuentras unas normas y unas rutinas que te suenan, pero que ya no son las tuyas. Tus padres parecen verte como ese ser a medio hacer de los 15 y tú te ves resoplando y maldiciéndoles bajito como cuando no te dejaban salir más allá de las doce.

Y se lía. ¿Pero por qué? Le pregunto a la psicóloga Violeta Alcocer. “Se explica bien desde la teoría del apego: los primeros vínculos sólidos que construimos son con nuestros padres y dejan una impronta, no solo a nivel subjetivo, también emocional, cognitivo, fisiológico, y consecuencia de todo eso, hay un efecto comportamental”. A lo largo de los años construimos otros vínculos y maduramos, y nuestra identidad de adulta, de amiga, de viajera, de compañera de trabajo, de pareja, de jefa, de madre, de tantas cosas, se superponen a nuestra infancia y adolescencia. Pero es llegar a casa de los padres, y boom: “Cuando estamos en su presencia el cuerpo recuerda y se reactivan los circuitos primitivos del apego”.

Lo mismo les sucede a ellos, es también una cuestión de roles. “También se les activan todos esos circuitos fisiológicos, emocionales, cognitivos... Les cuesta ver al adulto como tal, es el 'tú siempre serás mi niño', y aunque se esfuercen por tratarte de otra manera, nosotras sentimos lo de siempre”, explica Alcocer. Eso nos hace tener la sensación de seguir atrapados en sensaciones, conversaciones y exigencias, por uno y otro lado, que parecen no cambiar. “Las reacciones de nuestros padres espolean nuestras propias reacciones y viceversa”.

La caja

Ahí, en algún lugar, está 'la caja'. Sí, esa caja que hace años llenaste con carpetas del instituto, alguna Súper Pop, CD olvidados, un diario, y hasta con los apuntes de la facultad que obviamente nunca has vuelto a necesitar pero que, por algún motivo que todos desconocemos, aún conservamos. Las navidades son ese momento en que tu madre o tu padre, inesperadamente, cuando estás a punto de echarte la siesta o te estás preparando para salir, te dicen: “Bueno y aquí está la caja esa, a ver si la revisas de una vez o te la llevas. Que la tiramos, ¿eh?”. Tu paz interior se quiebra. La caja no, la caja no.

Basta sacar la conversación para que la gente comparta todo tipo de anécdotas. A Patri su madre la despierta al grito “a ver qué tienes para lavar, que voy a poner una de color”. A Sara sus padres le abren la puerta de la habitación sin llamar, no quieren nada concreto, solo comprobar que está bien. A Raúl su madre le llama 'mi niño' delante de otras personas, aunque él ya vaya por los 46. “Venga, a dormir, que mañana tienes que trabajar”, le dicen a Vanesa, que ya entró en la cuarentena. “¿De verdad vas a tomarte ahora esa coca-cola?”, le pregunta a Jose su madre.

Tener hijos no termina con este agujero espacio tiempo, puede que hasta lo empeore. Si tu habitación aún existe deja de ser tuya para ser la habitación de tus hijos. Hay momentos en que no sabes cómo es posible que ese enano esté saltando como un loco en tu cama mientras eres tú la que le dices que ya vale, que la va a romper, que hay que irse a dormir. Otros momentos tienes la sensación de que en cualquier momento llegarán los servicios sociales a quitarte la custodia. Es cuando tu madre suelta: “¿Pero tú has visto cómo lleva las uñas de largas? Hay que cortárselas ya mismo”. O cuando volvéis de dar un paseo y tu padre te dice: “¿Tú has visto cómo ha salido el chiquillo? Con el frío que hace, de verdad”.

Sé que hay quien leerá esto y sentirá nostalgia o pena. Estos días hay que lidiar más que otros con las muertes y las ausencias. Así que haríamos bien en empaparnos de estos pequeños conflictos, de todos esos circuitos primitivos que se activan. Porque como escribió la gran Joan Didion, que murió hace solo dos días: La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.

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