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En primera persona

¿Cómo le voy a explicar a mi hijo los insultos que hay en un campo de fútbol?

Momento de un partido Madrid-Barcelona.

Miguel Muñoz

Soy una de esas millones de personas a las que les gusta el fútbol. De las que ha jugado a este deporte desde bien pequeño y que lo siguen haciendo con cierta frecuencia. De las que disfruta viendo un buen partido por televisión y, sobre todo, en el campo. Concretamente, en el del Albacete Balompié, club del que soy abonado desde hace mucho. Pero resulta que ahora, desde hace un año, soy también padre. Y esa condición que pone patas arriba tu vida por completo hace que reflexiones sobre asuntos que antes no habías tenido demasiado en cuenta. Uno de ellos es tanto tu propio comportamiento en un espectáculo deportivo como el del resto de personas que asisten.

“Hijo de puta”, “cabrón”, “te vamos a matar”, “maricón”… Perdón por las expresiones, pero son sólo algunos ejemplos muy básicos de los insultos que se escuchan cada fin de semana en un estadio de fútbol. La mayoría, dirigidos a los árbitros. Pero también a los jugadores del equipo visitante. Hace unos pocos días visité el estadio Carlos Belmonte para ver un Albacete-Extremadura. Mi casa, mi estadio. Alrededor, gente de todo tipo de perfiles y edades, niños incluidos. Mayoritariamente hombres, claro.

Reconozco que yo también me levanto de mi asiento en alguna ocasión cuando considero que el árbitro se equivoca. No utilizo insultos gruesos pero ahí estoy, con algún grito al aire. Cuando me siento, pienso en Daniel. Tiene todavía un año. Quizás no le guste el fútbol, queda muchísimo para eso. La idea es educarle en la libertad de que él escoja lo que prefiera. Esa es la teoría y la práctica. Pero, no nos engañemos, ¿a cuántos padres no les hace ilusión que sus hijos compartan aficiones? Igual que muchos hicimos con nuestros padres. Son imágenes inevitables pese a que uno tenga la firme convicción de que tu hijo será lo que él quiera.

Mi comportamiento es algo controlable. Estoy prácticamente convencido de que con un niño al lado mi actitud sería distinta. Pero, ¿cómo controlamos al entorno? Hace unos meses, en otro partido del Albacete, tenía detrás a un equipo de fútbol base de niños de unos 10 o 12 años. Los acompañaban sus entrenadores. “Eso ya sabéis que no se puede hacer, que está muy mal”, les decía uno de ellos cada vez que los insultos afloraban en el ambiente. El entrenador se esforzaba una y otra vez en explicarlo. Pero claro, los niños no se pueden evadir de la realidad.

Juan Peña, un tuitero, comentaba en enero tras un Levante-Valladolid lo siguiente: “Voy con mi hija de 5 años al fútbol. Cuando gritan e insultan procuro taparlo hablando al oído y explicando que se enfadan porque creen que el árbitro se equivoca, pero que si es así no pasa nada. Intento que aprenda a respetar las reglas”. Otro usuario le contestaba que una cosa son las reglas de juego y otra las de urbanidad. Creo que jamás he visto a tanta gente junta insultando como en un estadio“. Y una tercera persona iba más allá: ”Un estadio de fútbol no me parece el mejor sitio para llevar a un niño. Tampoco para llevar a un adulto“. Con ese último pensamiento estoy seguro de que hay mucha gente alineada. Pero Peña resumió la idea de los que estamos en el otro lado, entre los que me incluyo. ”Pues a mí no me da la gana resignarme a que un deporte como cualquier otro se limite a identificarse con unos cuantos garrulos. Mucha gente vamos con respeto y deportividad, la gran mayoría“.

Esa última reflexión me representa. No me resigno a que un deporte maravilloso sea identificado con violencia, garrulismo, fanatismo mal entendido o mercantilismo exacerbado (esto último lo dejo para otro artículo). Tampoco se resignan a ello personas como el periodista Jacobo Rivero y el exportero argentino Claudio Tamburrini. En un fantástico libro titulado “Del juego al estadio: reflexiones sobre ética y deporte”, abordan muchas de estas cuestiones. Respecto al tema concreto que nos atañe destaco lo siguiente: “El deporte, ya sea por la práctica directa o por el fenómeno de los modelos sociales -las estrellas deportivas- ejerce un alto grado de influencia en la formación de las nuevas generaciones”. Esto es una verdad como un templo y que tiene que ser atendida desde las familias para que esa influencia sea lo más positiva posible. Sobre el papel concreto de los árbitros, que son los que más insultos suelen llevarse en un campo de fútbol, Tamburrini cuenta lo que le ha explicado a su hija cuando le han pitado un penalti en contra: “Ésta es la preparación para la vida futura (…) Hay injusticias, no siempre vas a estar conforme con lo que las otras personas hacen y mucho menos con lo que las autoridades hagan (…) Cuando no se puede hacer nada, no se puede más que aceptar la realidad. Te pitó el penalti y te lo pitó”.

En el caso de que a Daniel le gustara jugar al fútbol el reto es que lo conciba por un lado como un deporte que puede transmitir unos valores relacionados con el compañerismo o la solidaridad. Y diversión, por supuesto. No es infrecuente que los padres de jugadores de fútbol base sean los primeros que insultan al árbitro, exijan a sus hijos que jueguen mejor, critiquen al entrenador, etc. En el mencionado libro de Rivero y Tamburrini hay interesantes reflexiones sobre este asunto.

En el caso de que a Daniel no le guste el fútbol y le gusten otros deportes o espectáculos, el problema será menor. Porque es una evidencia que el deporte con más violencia verbal es el que estamos tratando en este texto.

En el caso de que a Daniel le gustara ir a un estadio de fútbol, la solución es más compleja. Por más que uno explique que el comportamiento de los aficionados es inadecuado, el poso que deja es inevitable. En este sentido, ¿sería una locura pedir a los clubes que creen espacios en sus gradas libres de insultos? Una especie de zona infantil donde las personas que se apunten se comprometan a un visionado responsable del partido. Ahí lo dejo, por si algún equipo quiere recoger el guante.

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