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La Edad de Hielo

Donald Trump, en una imagen de archivo.

Diego López Garrido

Economista y catedrático de Derecho Constitucional —

Hace dos años, publiqué un libro sobre la crisis financiera surgida en 2007. Su metafórico título es una síntesis de la tesis que sustento: La Edad de Hielo. Europa y Estados Unidos ante la Gran Crisis: el rescate del Estado de Bienestar (2014, RBA).

A mi juicio, la recesión más fuerte que hemos conocido las actuales generaciones occidentales ha sido mucho más. Inaugura una época nueva, en la que nuestra sociedad adolecerá por bastante tiempo de algunas negativas características: crecimiento anémico (el año próximo la eurozona crecerá un 1,5%); paro constante (10% en Europa, 20% en España); subempleo, es decir, salarios a la baja que no permiten salir de la pobreza; una desigualdad crónica y profunda entre personas y entre países; y, como resultado de ello, una xenofobia (en sentido amplio) desatada y una fragmentación social cada vez más peligrosa. Esto es de naturaleza estructural, no coyuntural.

Entre las razones que explican esa situación hay tres muy destacadas: la degradación del Estado de Bienestar, producida por una política de austeridad a palo seco; la rampante evasión planetaria que protagonizan en paraísos fiscales las gigantescas corporaciones multinaciones y grandes fortunas –ante la que los gobiernos muestran su impotencia– que explica el empobrecimiento y la exclusión social, núcleo de la “Edad de Hielo”; y el mantenimiento como eje de las economías capitalistas de un hegemónico sistema financiero “demasiado grande para caer”, que fue el culpable del desastre y que ahora esta rehecho y como nuevo.

Las llamadas fuerzas progresistas no han elaborado un proyecto alternativo creíble, que inevitablemente ha de tener una dimensión supranacional (europea en nuestro caso); y ese vacío lo han ocupado cómodamente los llamados populismos de izquierda o derecha, que no ofrecen soluciones pero sí desahogos a la desesperación, indignación o malestar por las que atraviesan casi todos los sectores sociales. Hasta ahora ese fenómeno de desconcierto político había sucedido solo en Europa… Hasta Trump.

La elección de Trump como presidente de los Estados Unidos es la consolidación de una suerte de “Edad de Hielo política” en la que ha ingresado el mundo occidental, de la que han tomado el liderazgo los países anglosajones.

El Brexit fue –con parecido mensaje xenófobo– un anticipo del republicanismo populista de Trump, al igual que Margaret Thatcher se adelantó en un año a la llegada de Ronald Reagan y sus reagonomics, es decir, a un neoliberalismo que 30 años después desemboco en la Gran Crisis.

La aparición inesperada de una política de puro nacionalismo comercial en todas las direcciones ( China, Japon, Europa, Mexico,… ) –que eso implica Trump– puede conducirnos a otra depresión.

La opción por Trump es una no alternativa. No puede definirse como proyecto sustantivo de futuro un mensaje de odio antimusulmán y antiinmigrante, racismo, machismo, nacionalismo extremo, proteccionismo y negacionismo del cambio climático, ni su propósito de arrasar con los avances en atención sanitaria de Obama.

La propuesta de Trump es absolutamente inaceptable. Porque es expresión de un cambio involucionista global, cuyos peores perfiles están por llegar. Su discurso está lleno de desprecio a un sistema político que tiene valores que se supone compartimos con EEUU los europeos: Estado de Derecho, democracia pluralista y libertades y derechos de individuos y minorías. Ese desprecio a la ética es coherente con el aislacionismo chauvinista que propugna el presidente electo, en política exterior y de seguridad, y en política migratoria y de refugiados. Algo que ya comparten importantes fuerzas sociales y políticas europeas, como la extrema derecha francesa, alemana, italiana, polaca o húngara. Alguna de ellas ocupa el poder hoy y alguna otra (Le Pen) podría ocuparlo el próximo año. Estamos inmersos en un riesgo político de alcance sistémico.

Todo lo anterior conviene saberlo. Para darle una respuesta inmediata y adecuada. Pero no se trata de iniciar una cruzada antinorteamericana, que sería el mejor alimento para la demagogia populista de alejamiento de Europa. Trump no es una anécdota pasajera. Es más bien un síntoma grave de una transformación económica y política sobrevenida, desencadenada por la exagerada hegemonía del capitalismo financiero y de los agentes económicos y productivos transnacionales, y por la consiguiente quiebra de la cohesión social base de los consensos democráticos.

La respuesta ha de ser ofensiva y de largo alcance. A la Unión Europea (la primera potencia comercial del mundo) ya no le quedan más coartadas para evitar profundizar en su proyecto histórico y darle una orientación definitivamente federal, social e inclusiva, con fe en su cultura humanista y abierta, y sus políticas de intervención pública e inversión, y de lucha contra la evasión fiscal universalizada... A la izquierda y las fuerzas progresistas les corresponde un liderazgo especial en ese objetivo europeísta, y combatir así el antieuropeísmo suicida que es propio de la nueva Edad de Hielo de los nuevos populismos. Como el de su flamante mascarón de proa, Donald Trump.

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