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Madrid, ombligo del mundo

Catedrático del Área de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Zaragoza
La bandera de España, proyectada en la Puerta del Sol por orden de Díaz Ayuso en Nochevieja

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El protagonismo de Madrid en la vida pública española, que ya es elevado de por sí, ha ascendido de manera espectacular desde la convocatoria de elecciones autonómicas, y promete seguir ascendiendo a cotas insospechadas hasta el 4 de mayo. La cuestión está tomando tales dimensiones, que aquella ocurrencia simple y opaca con pretensiones de frase célebre de que Madrid es como una España dentro de España se ha quedado corta, porque Madrid es en este momento mucho más. Es de hecho el epicentro, el corazón, el meollo mismo de la actualidad. A Madrid se la está convirtiendo en un Madrid dentro del Madrid que lo es todo, en una estructura nuclear alrededor de la cual gira el universo entero, en el escenario de la madre de todas las batallas de la modernidad, libertad o comunismo, democracia o fascismo…¿ombliguismo u ombliguismo?

Los medios de comunicación, y los partidos políticos madrileños y nacionales deberían detenerse un momento, hacer un acto de empatía patria y tratar de ponerse en la piel de alguien de Teruel, de A Coruña, de Terrassa, de Chipiona, de Lekeitio o de Mérida, para tratar de entender cómo se está percibiendo este espectáculo fuera del Foro. Contarle repetidamente a un ciudadano de cualquiera de esos sitios que alguien dice que se es más libre por el simple hecho de vivir en Madrid es, directamente, insultar a su inteligencia. En Madrid, como en Calatayud, hay gente que se siente libre y que no se deja encorsetar, y gente timorata que no da un paso sin autocensurarse pensando en el que dirán. En Madrid, como en Plasencia, hay gente leída, viajada y culta, y gente tremendamente paleta, tanto más atrevida cuanto más ignorante.

Madrid ha avanzado mucho en las últimas décadas, impulsada bastante más, probablemente, por su condición de capital de país que por las políticas locales y autonómicas. Pero, sea como sea, se ha ido haciendo un hueco entra las capitales europeas de referencia, que no tuvo históricamente durante la mayor parte del siglo XX, antes de que España fuera una democracia.  No llega a tener el cosmopolitismo multicultural de Londres, ni el glamour de París, ni el atractivo decadente de Roma, pero obviamente tiene muchos encantos, y como ciudadano que pasa en Madrid la mayor parte del año, me gusta pensar que van más allá de las cañas o de la posibilidad de tomarse “a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”. Pese a lo que digan algunas, afortunadamente no existe una sola forma de vivir a la madrileña, como no existe una sola forma de vivir a la bilbaína o a la sevillana. Decir lo contrario es caer en un localismo identitario que raya lo pueblerino y que demuestra que, en algunas facetas, Madrid sigue teniendo algo del poblachón manchego al que se referían Cela o Umbral. A misa y a los toros se puede ir también en otros muchos pueblos en tiempos de normalidad.  

En Madrid viven más de seis millones de personas en un territorio reducido, y por eso es el ejemplo más claro de la España mega llena, contrapunto tristemente necesario de la España Vaciada. Y esa alta concentración de población ha venido generando, mucho antes de que llegara la pandemia, toda una serie de problemas que se palpan en el día a día. Su área metropolitana es la más rica del país en términos de PIB per cápita, pero la peor valorada cuando lo que se mide es la calidad de vida en las ciudades. Y es que los problemas son muchos. Vivienda no siempre de buena calidad a precios prohibitivos; problemas de movilidad con atascos recurrentes cada día y transportes públicos sobre saturados; emisiones de gases disparadas; contaminación acústica y electromagnética elevadas; problemas de gestión de basuras y residuos; servicios públicos infradotados sin capacidad de cubrir las necesidades de toda la población pese al esfuerzo de los trabajadores. Es de estas cuestiones y de cómo se puede ayudar a resolverlas desde el Gobierno de la Comunidad de lo que debería hablarse en las elecciones autonómicas.  

Y sin embargo la campaña electoral se ha situado por elevación más en lo metafísico que en lo pragmático, como si Madrid fuera en este momento el epicentro global en el que hay que dirimir las grandes encrucijadas de la historia. Pero, a principios del siglo XXI, ¿está debatiéndose la humanidad realmente entre libertad y comunismo, entre democracia y fascismo? La libertad y la democracia tienen que seguir siendo defendidas ahora y siempre sin duda alguna, pero no tanto para luchar contra fantasmas del pasado, como para convertirlas en el marco de convivencia básico y necesario en el que afrontar los grandes retos del futuro inmediato. Puestos a elevar los debates electorales, los candidatos deberían tocar temas como el de los límites ambientales al crecimiento económico, como el cambio tecnológico, la robotización y el trabajo, o como la globalización y la desigualdad, porque es ahí donde realmente los humanos todos nos la estamos jugando como especie.  

Que las elecciones autonómicas de Madrid son importantes para el futuro de la política española es bastante evidente, como en otros momentos lo han sido las elecciones catalanas, vascas o andaluzas. Sabiendo esto, los medios deberían estar dando a esta campaña autonómica las dimensiones que se merece, pero sin metérsela con embudo a los ciudadanos de otras partes del país que no se juegan nada en ella directamente y que están saturados de madrileñismo. Y los políticos implicados deberían descender a la realidad de la política autonómica, pensando que en esta autonomía hay grandes márgenes para mejorar. Si por el contrario, como parece que va a ocurrir, siguen sobreactuando hasta el final mientras convierten a Madrid en el ombligo del mundo, es muy posible que en lugar de ilusionar y movilizar acaben generando desafección y, en consecuencia, más de lo mismo. 

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