Hacia una nueva gestión pública
En torno a un mostrador pueden narrarse mil historias. Pero cuando ese mostrador es el que se interpone entre los trabajadores de las Administraciones y su público, las historias se tornan complejas. La maraña burocrática acaba ahogando el contacto entre dos partes que parecieran condenadas a no entenderse. Ponerse en el lugar del otro es difícil cuando ese otro representa el rostro de unas instituciones que, demasiadas veces, difieren, difuminan y fragmentan el acceso a los derechos más básicos.
Tampoco es fácil estar al otro lado, sometido a tensas jerarquías internas, normativas e instrucciones confusas, recortes y reestructuraciones de las que uno no es parte, a la par que contiene la rabia de quien sufre los costos de los procedimientos institucionales. No parecen correr mejor suerte los distintos intentos de tejer puentes: mesas, consejos, foros y programas de participación se muestran la mayor de las veces incapaces de revertir dos lógicas (la del empleado de la Administración y la de un público difuso) que chocan continuamente.
Los hilos de desencuentros y tensiones cotidianos se tejen en paralelo a un importante cambio acontecido en las últimas décadas de las administraciones públicas en lo que respecta a su relación y trato con los ciudadanos. La imagen fría, indiferente y opaca que teñía de color gris a todo el aparato burocrático, parece sustituirse por una nueva puesta en escena que incluye una renovación del mobiliario, luces, cartelería y, sobre todo, un nuevo rostro de cercanía y proximidad al usuario. Los principios de calidad, eficacia, transparencia, orientación al cliente y buen trato se imponen discursiva y performativamente en una operación que dice buscar reconstruir el vínculo con los usuarios.
Mientras estos intentos se extienden por las distintas dependencias de atención al ciudadano, asistimos a la proliferación de nuevos canales institucionales que llaman a la participación de la ciudadanía en el sector público. Votaciones digitales, foros territoriales, presupuestos participativos, plataformas de debate, mesas distritales en ámbitos como la salud, la seguridad o la convivencia... acercan el gobierno de barrios y ciudades a sus vecinos, multiplicando los procesos y procedimientos por los que las propuestas ciudadanas pueden elevarse a la Administración. Poco a poco, las formas de la nueva gestión pública van permeando en el hacer institucional y la preocupación por propiciar otro tipo de relación entre los gestores públicos y el ciudadano, se pone cada vez más en el centro.
Sin embargo, pareciera que entre estos intentos de favorecer la participación ciudadana, de acercar la Administración a sus usuarios, y la realidad del funcionamiento cotidiano de las instancias públicas, se extendiera un abismo. Cabe preguntarse entonces ¿de qué está hecho ese abismo?
Aunque la enumeración no puede ser exhaustiva, hay algunos ingredientes que pueden servir como guía desde la cual pensar esta brecha. Así, cualquiera que se haya visto en la necesidad de realizar algún tipo de gestión en la Administración habrá podido experimentar cómo las proclamas de transparencia, eficacia y cercanía contrastan con una intrincada jungla administrativa de trámites, requisitos y normativas múltiples y cambiantes, que proliferan conforme avanza la precariedad del solicitante y que acaban expulsando a muchos del acceso a los servicios básicos que la Administración presta. Esta, bajo un formato fuertemente corporativo, acaba convertida en una tortuosa maquinaria que cuida más su propia reproducción que la vocación de servicio público: la “casa” de los funcionarios recibe como intruso a un público ante el que ha perdido buena parte de su legitimidad.
La penetración de formas de gestión neoliberales en la Administración Pública ha acabado por introducir una lógica de mercado y de contratos individuales en la que el ciudadano es cada vez más un “cliente” que delega (“que me resuelvan lo mío”) o un sujeto pasivo que “denuncia”. En medio, los funcionarios, ahogados por las lógicas de la escasez y de austeridad impulsadas en la crisis, se convierten en jueces, controladores y vigilantes de unos recursos convertidos en escasos, lo que impide la creación de relaciones horizontales, de confianza y la construcción de objetivos compartidos.
Los llamamientos a la participación soslayan que la participación que se promueve tiene mucho de simulacro: los límites, tiempos y formatos muchas veces están decididos de antemano; se invita a participar en un esquema ya dado, donde tanto el espacio de invención (lo que cabe proponer, pensar, idear) como las posibilidades de decisión (el poder real que tiene es espacio participativo) están muy cercenados. Los nuevos formatos digitales amplían este marco, pero reducen significativamente el espectro de aquellos a los que la participación interpela. Lo público no puede ser uno, en sociedades tan desiguales como las nuestras.
Así, acercar la institución, tender puentes para sortear este abismo, no puede pasar solo por imaginar nuevos cauces de participación o renovar los formatos con los que la Administración se presenta al público. Al contrario de lo que pudiera parecer, ir más allá de estos intentos implica un gesto sencillo y cotidiano: ponerse a la escucha. Esto es, propiciar en el día a día de las instituciones espacios de encuentro entre empleados públicos y usuarios no mediados por las lógicas antes descritas. Espacios pausados donde escuchar a aquellos (funcionarios y usuarios) que se bregan en lo cotidiano con las dificultades de la vida. Reducir la distancia entre las instituciones y las personas para generar una nueva cultura de lo público, más abierta y común, significa colocarse en un punto de igualdad con aquellos con los que se trabaja, deshacerse de roles y jerarquías para apostar por la escucha y el aprendizaje mutuo, implicando a los ciudadanos en la definición de los problemas y en su solución.
Supone, por último, apostar por la creación de una nueva ética en el hacer institucional que no sea exclusivamente de lo profesional (garante de las prácticas expertas) o de lo público (garante de normativas y fuertemente corporativa), sino una ética del compromiso, que atraviese el funcionamiento de la administración con un nuevo impulso por cambiar aquello que nos pasa. ¿Lo imaginamos?
Débora Ávila ha escrito este texto a propósito de la convocatoria Madrid Escucha: ciudadanos y empleados públicos mano a mano.