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La obra de nuestras necesidades

¿Constitución o política?

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El pensador Thomas Paine fue uno de los Founding Fathers a los que se suele hacer referencia en la literatura constitucional de los Estados Unidos de América. Al comienzo de su panfleto, Common Sense, publicado anónimamente poco antes de la revolución de las trece colonias contra el dominio británico, declaró: “La sociedad es obra de nuestras necesidades, y el gobierno, de nuestra perversión […]. La primera es un patrón, el último un verdugo”. La desconfianza e incluso el terror que aquí se expresan hacia la idea del gobierno –de todo gobierno– y, por extensión, hacia el conjunto del aparato estatal que le sirve de base, pueden resultar chocantes hoy en día. Paine fue un republicano. Pero sus ideas, como las de otros pensadores en esa misma tradición, acabaron siendo transformadas en el remolino del primer liberalismo. Las tesis de que la política es un mal necesario y que el poder del Estado debe ser limitado han estado presentes con mayor o menor intensidad en todas las versiones de la doctrina liberal a lo largo del siglo XX y principios del XXI, oscilando entre un liberalismo con sensibilidad social o embridado y un liberalismo desatado o neoliberalismo. Y, con todo, el liberalismo, cuya preocupación principal fue y sigue siendo la preservación de un espacio, asegurado material y jurídicamente, para el ejercicio de la libertad económica y la dinámica expansiva del capitalismo, contribuyó de manera decisiva a la elaboración del Estado de derecho y, con el tiempo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llegaría a admitir sin ambages la idea de que el Estado de derecho es el instrumento preciso y complementario para un régimen de democracia plena.

La teoría política liberal contemporánea sostiene la idea de que el Estado de derecho es una construcción que hace prevalecer el imperio de la ley (rule of law). El derecho positivo aparece aquí, como ya lo hacía en la doctrina alemana del Rechtsstaat, como la argamasa del edificio estatal y como el mecanismo de justificación principal para la toma de decisiones políticas. En sus términos estrictos, esta tesis se opone a la idea fundamental de la tradición republicana según la cual la fuente de legitimidad fundamental reside en la soberanía popular. En este sentido, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 ya dejaba claro, en su artículo sexto, que la ley es la expresión de la voluntad general. En la medida que recoge elementos de ambas tradiciones, un Estado de derecho democrático debería contemplar ambos criterios de legitimidad como igualmente determinantes e incluso como mutuamente implicados. En otras palabras: un Estado de derecho democrático debería hacer justicia a la solicitud de protección de los derechos y libertades de los individuos, cuando son entendidos como sujetos privados, y a sus demandas de autodeterminación colectiva, cuando son entendidos como ciudadanos. En los albores del mundo contemporáneo, Rousseau y Kant, desde puntos de vista distintos, ofrecieron una pauta para ello mediante el concepto de autonomía. Del mismo modo que el individuo puede autodeterminarse sirviéndose de su razón sin la guía de otro –lo cual coincide, según Kant, con su mayoría de edad–, una comunidad política es autónoma cuando los autores del derecho por medio del cual se rige son, al mismo tiempo, sus destinatarios. 

Pero este razonamiento aparentemente sencillo se hace menos claro a medida que se complejiza el demos y la vida en común, se difunde el pluralismo de los valores, se implementan mecanismos de participación democrática más amplios, se desarrolla el capitalismo –ensanchándose las posibilidades de riqueza de algunos y reduciéndose las de muchos otros–, emergen poderosas agencias estatales o paraestatales con gran influencia económica y política, se juridifican las relaciones entre las personas en múltiples sectores de la vida social, los medios de comunicación ganan protagonismo como vectores de la opinión pública y, lo que no es menos importante, transcurre el tiempo. Por centrarnos solo en el problema que abre el último punto, no es evidente que la validez del pacto de autodeterminación colectivo por medio del cual una comunidad política decide dotarse de una norma suprema siga vigente al cabo de dos, tres o cuatro generaciones. En todo caso, es el lenguaje del derecho, no el de la política, el que se convierte en el medio privilegiado para la expresión de su validez y es justamente en ese mismo lenguaje que se expresa el Estado. Que su voz sea la del derecho significa que su poder no puede ser arbitrario. A pesar de que el Estado pretende monopolizar la violencia dentro de un territorio, apareciendo como una institución que puede imponerse por la fuerza, tanto esa violencia como esta imposición deben estar legitimadas.

En términos generales, los partidarios del liberalismo, el socioliberalismo y la socialdemocracia coinciden en conceder al derecho la clave para descifrar no solo la estructura del Estado, sino también las relaciones que mantiene con la comunidad política que tiene en su base. La reflexión jurídica comparece aquí como un instrumento adecuado para la clarificación de los términos de la oposición entre, digamos, el poder de la ley y la ley del poder popular, pero también surge como medio civilizado y racional para resolver las tensiones entre ambos. El derecho ha venido a ejercer un papel de transformador de los diversos léxicos enfrentados en las sociedades contemporáneas. De ahí que se haya podido convenir en que el posible conflicto se reduce a un conflicto entre tipos de derechos: derechos subjetivos que garantizan la libertad de los ciudadanos versus derechos que garantizan la participación política de los ciudadanos. Un Estado de derecho democrático debe velar por el respeto escrupuloso de ambos tipos de derechos; si no lo hace, entonces se enfrenta a dos peligros alternativos: o bien aparecer escorado hacia un rigorismo legal desconectado de la dinámica social o bien suscribir un voluntarismo democrático con capacidad para hacerse leyes a medida. Es fácil suponer que, en situaciones de crisis, estos dos peligros pueden tornarse más acuciantes. En tales casos, los ciudadanos pueden tolerar mejor los rigores de un tecnocratismo juridiscista y/o encontrar atractivas las promesas de solución ofertadas por líderes supuestamente carismáticos que quieren devolver la palabra al pueblo olvidado.

Las sociedades contemporáneas occidentales se encuentran en una tesitura en la cual tales amenazas están claramente presentes. Exponer las causas de ello sería prolijo, pero, entre ellas, se podría mencionar el legado desastroso de más de cuarenta años de neoliberalismo, el modo en que las instituciones transnacionales y los actores estatales han deseado ajustar la globalización a ese modelo, la destrucción del pacto  básico que daba sentido y operatividad a la socialdemocracia en el marco nacional y el desplazamiento de las fuentes principales de la producción, la distribución y el consumo mundiales hacia China y la cuenca del Océano Pacífico. El economista Dani Rodrik ha descrito el atolladero de manera ejemplar mediante lo que ha denominado el trilema político de la economía mundial: “No podemos tener hiperglobalización, democracia y autodeterminación nacional todo a la vez. Podemos tener, como mucho, dos de las tres. Si queremos hiperglobalización y democracia, tenemos que renunciar a la nación Estado. Si hemos de mantener la nación Estado y también queremos hiperglobalización, tendremos que olvidarnos de la democracia. Y si queremos combinar democracia con nación Estado, adiós a una globalización profunda.”

Si Rodrik tiene razón, entonces mi respuesta al trilema es que vale la pena despedirse de una globalización profunda, sobre todo si, por tal, se entiende el tipo de dinámicas desastrosas observadas en las últimas décadas: economía de casino, especulación financiera irresponsable, inversores que acuden al albur de una oportunidad lucrativa y se marchan una vez caen las tasas de beneficio dejando a la población local en la cuneta, erosión de los Estados democráticos, mantenimiento de boyantes paraísos fiscales y modelos económicos que funcionan con masas de trabajadores explotados y sin derechos, como en China, o con amplias cuotas ya estructurales de precariedad laboral, como en Europa. Mi respuesta es, pues, que vale la pena preservar la nación Estado –o los Estados de derecho– y la democracia, esto es, preservar el Estado democrático de derecho y, si cabe, extender ese modelo a las instituciones supranacionales, lo cual, como sabemos desde el fracaso de los diversos referenda para validar la Constitución europea, sigue siendo una importante tarea pendiente. 

¿Cuáles serían las razones para esta elección? La primera, y principal, es que el Estado de derecho es la única gran institución histórica cuya razón de ser es la defensa de los derechos humanos. La segunda razón es que, en la idea del Estado de derecho democrático, se contempla un procedimiento para la elaboración de las leyes que está abierto a la libre participación popular. Para el paradigma liberal, la democracia no puede definirse a sí misma, sino que es el derecho el que debe hacerlo. Pero, si el Estado de derecho democrático debe ser fiel a su herencia republicana, entonces cabría preguntarse si no es en el fondo la soberanía popular la que, en último término, define el derecho que, a su vez, define la democracia. La tercera razón es la centralidad del imperio de la ley, que consagra una medida racional, pública y discutible no solo para la regulación de la convivencia, sino también para la organización y control del Estado. Y la cuarta razón es que éste no se entiende como una estructura única y monolítica, sino dividida en poderes diversos, cuya primacía ostenta el legislativo, el cual, a diferencia del ejecutivo o el judicial, da expresión cabal a la participación popular en la elaboración de las leyes.

Ahora bien, si salimos de la órbita de la teoría y atendemos a la realidad sociológica e histórica del Estado de derecho democrático, es posible detectar que éste padece problemas serios. De todos modos, como podría haber dicho Ronald Dworkin, el Estado de derecho democrático continúa siendo una prometedora carta de triunfo. Solo un Estado de derecho democrático que no se entienda como resultado final, sino como esquema cambiante de las luchas históricas por una mejor protección de las libertades y los derechos fundamentales de los individuos, que sirva como proyecto para la creación y regulación de estructuras políticas transnacionales desde bases de participación democrática, podría acabar por darle la vuelta a la frase lapidaria de Paine con la cual iniciábamos esta nota. Porque el largo y penoso predominio del desorden neoliberal nos ha enseñado que una sociedad desregulada puede ser perfectamente el terreno de la perversión y que el gobierno de un Estado de derecho democrático podría ser, en cambio, la auténtica obra de nuestras necesidades, incluso de aquellas que tenemos por prioritarias, tanto, que las consideramos como las más inseparables de nuestra condición, tanto, que las hemos hecho valer bajo la forma de derechos inalienables.

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