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Penalti constitucional

Archivo - Fachada del Tribunal Constitucional

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Este fin de semana, encima de la mesa del Tribunal Constitucional, hay una petición singular sobre la que ha de pronunciarse el lunes: que irrumpa en las Cortes Generales en tiempo real, justo en el momento en que se están decidiendo las reglas sobre cómo deben renovarse cuatro magistrados que integran ese mismo tribunal, y ordene la paralización de la tramitación legal.

Quienes lo han pedido invocan gravísimas razones. Aducen la defensa de la Constitución misma. Suele ser así. Los atropellos vienen precedidos de agravios, y viceversa. Los desastres son por lo general la consecuencia de una cadena de errores en la que unos provocan los siguientes. Pero el principal responsable del desastre es quien da el paso que ya no tiene retorno. Y la escena de un TC irrumpiendo en el Congreso al grito de “quieto todo el mundo” es un paso que, si se da, pudiera no tener retorno o provocar consecuencias de vértigo, porque, con buen o mal Derecho, en adelante una mayoría de magistrados del TC tendría la oportunidad de dar órdenes o establecer prohibiciones inmediatas a las Cortes Generales mediante un auto, sin ni siquiera darle audiencia.

Me anticipo a las primeras objeciones: pero ¿no era el TC el garante de la sumisión a la Constitución por los tres poderes del Estado, incluido el legislativo? ¿Qué tiene de anómalo pedirle amparo por lo que algunos diputados consideran un atropello constitucional? ¿No está para eso?

Sí, claro, está para eso. Nadie discute que puede formularse un recurso de amparo. El problema está en la petición de suspensión inmediata y actuación del TC en tiempo real. Porque no imaginaríamos al TC irrumpiendo en la Sala de Vistas de un tribunal en la que se esté celebrando un juicio y ordenando que se suspenda sin dictar sentencia porque el acusado entienda que se han atropellado sus derechos procesales, paralizando el juicio mientras se estudia la reclamación (¿durante cuánto tiempo?) y prohibiendo entre tanto dictar sentencia condenatoria. Tampoco entenderíamos la suspensión por el TC de una sesión del Consejo de Ministros porque un ministro fuera cesado la víspera y él considere que ha sido con vulneración de sus derechos constitucionales. Ni, espero, la paralización por el TC del escrutinio en elecciones generales porque un ciudadano invoque que le han privado injustamente de su derecho a votar y, si el escrutinio se lleva a término, su derecho habrá quedado irreparablemente vulnerado. No. El juicio se celebra, el Consejo de Ministros adopta sus acuerdos, se proclaman los resultados del escrutinio, y después el TC podrá determinar si la sentencia o los acuerdos son nulos o válidos con las consecuencias que procedan. Lo contrario sería convertir al TC en juez del caso, en Gobierno o en mesa electoral. Dar el balón al árbitro para que tire el penalti. O ponerlo de portero.

Reparemos, por otro lado, en que de ninguna manera la medida cautelar que se ha solicitado podría fundarse en las graves razones de inconstitucionalidad que se están esgrimiendo ante la opinión pública. Yo mismo pienso que la reforma del modo de nombramiento de los magistrados del TC por el CGPJ, introducida por vía de enmienda in extremis en la tramitación de una proposición de ley orgánica referida a materias que nada tienen que ver, además de políticamente censurable, podría ser inconstitucional: pero es que nunca la tramitación de una ley de las Cortes Generales (salvo que derivase de normas ya declaradas inconstitucionales por el TC) puede paralizarse antes de su aprobación por la posible inconstitucionalidad del texto legal que resultara, puesto que, precisamente para evitar el bloqueo de las Cortes por una minoría opositora de 50 diputados, se suprimió en 1984 el recurso previo de inconstitucionalidad: la ley se aprueba, y luego cincuenta diputados, el presidente del Gobierno o el Defensor del Pueblo impugnan.

Conscientes de ello, los diputados recurrentes no invocan la inconstitucionalidad del contenido de la ley, sino la vulneración de su derecho a una normal tramitación de la misma. Sobran, así, las graves razones de defensa de la separación de poderes o de interferencia en el funcionamiento del Tribunal Constitucional con las que quiere justificarse la suspensión de la tramitación legal: sea cual fuere el contenido de las enmiendas, su inconstitucionalidad material sólo podría plantearse una vez que fuesen aprobadas y promulgadas. Y ello no es así por una cuestión meramente formal o procesal, sino como consecuencia de un principio constitucional de enorme importancia: la autonomía parlamentaria. Desde el punto de vista jurídico, esto fuerza a plantearse si acudir a la vía del recurso de amparo con medida cautelarísima de suspensión no puede calificarse como fraude constitucional, en la medida en que trata de conseguir lo que no sería alcanzable por la vía prevista para remediar la posible inconstitucionalidad denunciada. En todo caso, por último, la suspensión no puede concederse cuando ocasione una “perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido” (art. 56.2 LOTC), entre los que imagino que está el “ejercicio de la potestad legislativa” sin intromisiones (art. 66.2 CE), es decir, la autonomía de las Cortes para tramitar y aprobar una disposición legal (sin perjuicio de su posterior impugnación).

El caso es que este lunes el TC podría, sin más, ordenar a las Cortes Generales que paren la tramitación de una ley orgánica mientras estudia (¿años?) si se ha vulnerado el derecho de algunos diputados a recibir informes relativos a una iniciativa legal que va referida a la renovación de un deliberadamente bloqueado TC. Se ha pedido al árbitro que decida si el órgano encargado de sustituirlo puede o no celebrar la reunión para determinar cómo lo sustituye.

La espiral

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Se trata de una lucha de poder en cuyo escenario y estrategias las instituciones no han funcionado como líneas y reglas delimitadoras de la disputa, sino que han sido abiertamente el objeto mismo de la contienda. Consolidando y agudizando una deriva perversa que está en el origen de todo este estropicio, el CGPJ y el TC han sido penetrados por la lógica partidista y su voracidad de poder. Lejos de procurar el acceso de vocales y magistrados de consenso (es decir, que conciten individualmente el aprecio de 2/3 de las cámaras), los partidos mayoritarios han cuidado de asegurarse un “cupo de influencia” mediante el nombramiento pactado de “tuyos y míos” en una lista empaquetada. No digo desde luego que los elegidos fuesen lacayos, ni personas sin mérito, pero sí es cierto que en las negociaciones más bien se ha partido de que “como sé que tú colocas a los tuyos, yo tengo que colocar a los míos”, llegándose así a un “pluralismo de cuotas que replican una lógica de mayoría y minoría. No buscan “nuestros”, sino tuyos y míos. Y eso es una perversión del sistema. Eso daña a la línea de flotación de la institución. Eso es una práctica inconstitucional compartida. Diría que es el fondo del problema, y las culpas han de asignarse a quienes estaban en condiciones de evitarlo: PP y PSOE.

Ese es el ojo de la espiral. Y ya sabemos que la espiral es una curva que se va alejando progresivamente de su centro. Pero en su desarrollo, los reproches son desiguales. Sería injusta la equidistancia.

En esta legislatura la oposición y, en particular, el Partido Popular, invocando excusas heterogéneas e incompatibles unas de otras que no es preciso enumerar, ha usado su minoría de bloqueo  para una finalidad que nunca podrá olvidarse: conservar una composición de dichos órganos que refleja tiempos en que tenía mayoría absoluta parlamentaria, más allá del plazo de caducidad del mandato de quienes entonces fueron designados, para así retener poder en el seno de instituciones a las que avinagra. Digamos que juega al catenaccio: fingen caídas y lesiones con la finalidad de que pase el tiempo y acaso concluya esta legislatura en la que tienen una representación parlamentaria de mínimos. Su finalidad es que no ruede el balón, porque van ganando. Dicen proteger los órganos constitucionales de la intromisión o ansiedad de control por parte del Gobierno, pero en realidad lo que protegen es el control y la capacidad de influencia en los mismos, que obtuvieron con las mismas leyes a las que ahora se declaran insumisos.

De otro lado, el Gobierno y la mayoría parlamentaria que le da apoyo aspiran a traducir en esos órganos el resultado de las elecciones de 2019. Quieren, sí, introducir más “míos” que “tuyos” porque se trata de posiciones de poder. Se les puede reprochar que no corrijan la deriva de cuotas y partidista, pero no insumisión a la ley, sino su cumplimiento. Quieren que el balón ruede con las mismas reglas. El reproche no puede ser igual. El problema es que, al no conseguirlo por el deliberado y ventajista bloqueo de la oposición, han optado por los atajos.

Propusieron primero rebajar la mayoría exigida para el nombramiento de los vocales judiciales del CGP: afortunadamente dieron marcha atrás, porque es censurable sin paliativos usar una mayoría absoluta (cambiando la ley) para conseguir lo que requería una mayoría de 2/3 (como en su día hiciera Rajoy con el nombramiento del director de RTVE). Ahora han vuelto a proponerlo, mediante una enmienda in extremis para los nombramientos del Tribunal Constitucional, suprimiendo además el control de verificación de idoneidad por el propio Tribunal. Son atajos, son leyes ad hoc (aprobadas para la ocasión), y esto tampoco va a poder olvidarse.

Catenaccio para conservar ilegítimas posiciones de poder y atajos para renovar. La densidad del reproche no puede ser igual, pero el resultado ya lo ven: el Tribunal Constitucional llamado a filas.

Pese a la insoportable polarización social del momento, no creo que seamos pocos los ciudadanos a los que nos importa mucho más la confianza en las instituciones que quién las compone y cuánta influencia tienen en ellas una fuerza política u otra. Cuando los partidos políticos aspiran a nutrirse de las instituciones para acumular poder en vez de alimentarlas con los mejores para servirlas, no nos representan. Acaso habría sido un buen momento para que quien ahora preside el Gobierno, desde su especial responsabilidad política, con altura de miras y en un gesto de grandeza institucional, propusiera un reseteo que nos devolviera a un punto de restauración del sistema en el que fuera posible corregir esta espiral degenerativa.

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