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Proteger nuestra democracia

Varios neonazis en Charlottesville (Virginia, EEUU) en agosto de 2017

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Cuando a mediados del pasado siglo Tennessee Williams escribió que “el odio es un sentimiento que sólo puede existir en ausencia de toda inteligencia”, recogía una idea imperante en su época, que mantiene todavía hoy cierta vigencia, y que relaciona la discriminación con la incultura y el desconocimiento propios de quienes defienden que determinados grupos nacionales, étnicos, religiosos, de identidad cultural o sexual, de capacidades intelectuales o físicas, son superiores al resto.

Es un razonamiento acertado, pero equívoco. Porque, en el tiempo que nos ha tocado vivir, la mayoría de las veces se llega al odio desde una construcción pretendidamente intelectual y, por lo tanto, más peligrosa incluso. Tenía razón Nelson Mandela cuando afirmaba que “nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, por su trasfondo, o por su religión”. Al racismo, a la xenofobia, se llega hoy desde inteligentes, por elaborados, discursos construidos con odio. Nacen muchas veces como bromitas escolares, acosos adolescentes o insultos tabernarios que parecen intrascendentes hasta que degeneran en ataques a la dignidad que excluyen y provocan la violencia contra personas, comunidades o grupos de personas.

Es un esquema que hemos visto reproducido demasiadas veces a lo largo de nuestra historia reciente, y cuya virulencia más aterradora fue ejecutada por el régimen nazi, los promotores del Ku Klux Klan, los actores del conflicto de los Balcanes o los grupos enfrentados en la guerra civil ruandesa, por citar solo algunos de los más cruentos ejemplos. Pero no es, desgraciadamente, un esquema superado, que podamos señalar confiados como algo del pasado.

El relato del odio es hoy moneda común de ideologías de dominio y enfrentamiento que apelan a la retórica, a la emoción más que a la razón, para propagar posiciones que humillan y provocan dolor a sus víctimas. Las redes sociales han amplificado este discurso y el ciberodio es ya un problema de primera magnitud que requiere nuevos recursos y conocimientos para identificarlo y perseguirlo.

La humanidad ha progresado cada vez que ha combatido las estrategias discriminatorias, y lo ha hecho por el daño que causan a quienes las sufren y porque desencadenan procesos de violencia intolerables. El preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos nos recuerda que el menosprecio de la dignidad humana “ha originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”.

La estrategia del odio busca la destrucción de ese otro concreto a quien identifica como enemigo, pero nos amenaza a todos. Y su germen, su punto de partida, está en los discursos de odio. No hablamos de algo inocuo o intrascendente: esconden un latente peligro que puede detonar la violencia. Toda la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la materia tiene un mismo hilo conductor: “Los discursos políticos que incitan al odio basado en prejuicios religiosos, étnicos o culturales representan un peligro para la paz social y la estabilidad política en los Estados democráticos”.

Delitos de odio

Este próximo 22 de julio celebramos el Día Europeo de las Víctimas de los Delitos de Odio. La fecha fue elegida dentro de la campaña No Hate Speech en recuerdo de los atentados de 2011 en Oslo y Utoya (Noruega), que dejaron un saldo de 77 muertos y más de un centenar de heridos, muchos de ellos adolescentes. Aquella masacre evidencia el riesgo al que nos enfrentamos: el discurso del odio nace para alcanzar un estadio superior más peligroso porque implica acciones lesivas contra personas o propiedades.

El progresivo protagonismo que los delitos de odio han adquirido en el panorama jurídico, social y político español en los últimos tiempos es innegable: la Oficina Nacional de lucha contra los delitos de odio del Ministerio del Interior nos alerta de que entre 2013 y 2019 las denuncias por estos hechos han aumentado un 45 por ciento. Ha llegado el momento de reaccionar.

En sistemas democráticos comprometidos con los derechos humanos como el español, la respuesta a la violencia generada por el odio debe apoyarse en políticas integrales y trasversales que generen un cambio de mentalidad a favor de la igualdad y el respeto a la diversidad cultural, racial, afecto-sexual y funcional.

No podemos permanecer indiferentes porque un Estado silente alienta de manera directa y proporcional la comisión de los delitos de odio. Y la actuación de los poderes públicos debe tener un enfoque de derechos humanos que busque la protección de la víctima y en el que primen los principios de universalidad y no discriminación de ningún individuo como elemento protección del Estado social y democrático de Derecho.

El Ministerio del Interior y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado van a estar en esta lucha, como lo llevan haciendo desde hace años, conscientes de que las conductas que atentan contra la igualdad ponen en serio peligro la normal y pacífica convivencia. Son delitos que atentan en primer lugar contra una víctima concreta, pero que se dirigen también contra colectivos enteros y contra toda la sociedad en su conjunto. Son delitos que nos envenenan, que nos envilecen a todos y que nos llevan a un riesgo real de fractura.

Necesitamos que las víctimas denuncien, pero lo imprescindible es que ni un solo ciudadano o ciudadana se quede callado ante cualquier delito de odio del que pueda ser testigo.

Jean Paul Sartre nos enseñó que “basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”. Todos debemos colaborar para poner freno al odio en defensa de nuestra sociedad, de nuestra democracia, de nuestra convivencia. Debemos hacerlo por todos.

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