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Otra reforma de pensiones

Una pensionista, en una protesta. (Archivo)

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Hace algún tiempo Mariano Rajoy declaró que en España no hacían falta más reformas de pensiones. En realidad, cuando un sistema depende de la estructura de la población, de la percepción social de la familia y de los salarios, cualquier cambio en estas magnitudes obliga a un realineamiento de las pensiones. Y en España la población envejece, los tiempos dedicados al estudio y formación aumentan entre los jóvenes, y las familias han cambiado y cambiarán radicalmente de morfología. Hay, pues, que seguir reformando las pensiones.

En España hemos aprendido algunas cosas. Que es necesario que las mujeres trabajen en igualdad y tengan prestaciones individuales y no solo vicarias, que es necesario que nuestra sociedad incorpore inmigrantes, a ser posible que residan en el país con su familia, y que las reformas de pensiones deben tener una aplicación paulatina y no instantánea (contemplemos Francia). También que es positivo conseguir que las acepten los interlocutores sociales. Pero, en todo caso, hay dos grandes formas de producir reformas. Una, incrementando ingresos y reduciendo gastos, y otra planteándose actuaciones sólo sobre la cuantía de las prestaciones. La última reforma del PP, la de 2013, estableció un tope del 0,25% a la revalorización de las pensiones mientras la Seguridad Social tuviera déficit; aquello aguantó hasta que la inflación volvió a subir, y el bloque del Presupuesto se llevó por delante el tope en 2018. 

También creó un indicador de ajuste automático de la cuantía en función del incremento de la esperanza de vida a los 65 años, que nunca llegó a aplicarse. Menos mal, porque la pandemia de 2020 hubiera disparado el gasto cuando los ingresos se desplomaban. Las reformas del PSOE procuraban conseguir mayores ingresos. En el caso de la reforma de 2011, después de incrementar la parte de las cuotas de desempleo que iban a pensiones, y de conseguir incrementar la cotización de las empleadas de hogar y de los cotizantes agrarios con su incorporación al Régimen General, para encajar las cifras tuvimos que declarar a extinguir el Régimen de Clases Pasivas para que aportaciones de nuevos afiliados cuadraran las cuentas. 

Cotizar a la Seguridad Social es el mayor depósito de confianza que hace una persona en nuestra sociedad. Se puede cambiar de residencia, de religión, de empleo, de familia, hasta de sexo, a lo largo de la vida. Pero cuando se comienza a cotizar se espera que el sistema de reparto te atienda cuando por edad o por enfermedad no puedas trabajar, en caso de accidente, de desempleo, se viva dónde viva. El sistema debe alimentar la esperanza con garantías de sostenibilidad, porque, en caso contrario, el mayor adversario del sistema es la desconfianza de los ciudadanos, y en España ahora mismo los jóvenes miran con escepticismo el futuro de las pensiones. Cuando la confianza funciona, los propios garantes de que se cotice por todo el salario, de que no existan retribuciones sumergidas, de que se respete el contrato social, son quienes cotizan. Y el sistema debe alimentar esta colaboración.

Ahora ha llegado una nueva reforma de pensiones, porque los cambios sociales se siguen produciendo. Establece nuevos suelos de cotización para las jubilaciones anteriores a la edad legal general, nuevas garantías para las pensiones mínimas, y medidas para conseguir, incrementando la base máxima de cotización y creando una cotización de solidaridad para la parte de ingresos que no cotiza, allegar nuevos ingresos al sistema. Normal en una reforma de la izquierda, y un auténtico veneno para la derecha, porque cuando gobierne, si quiere revertir la reforma, deberá atentar directamente contra los ingresos de la Seguridad Social en una sociedad con un electorado en el que el porcentaje de pensionistas es creciente.

Aclaremos el tema con algunos datos objetivos. Para empezar, en la mayor parte de los países europeos, los “topes” a la cotización o a las pensiones públicas o no existen o son mucho más altos que en España. Los últimos tramos de la cotización se hacen a un tipo reducido, pero la figura de la base máxima es ajena a la experiencia internacional de los sistemas de reparto. En el caso español, es un residuo de los topes existentes en los grupos de cotización, todos ellos extinguidos. No hay que discutir tanto, pues, cuánto sube el tope, sino a qué tipo se cotiza cuando la cotización es más alta que la prestación. 

En segundo lugar, todavía existe mucho margen para incrementar la base fiscal de la Seguridad Social, porque la normativa reguladora, que va a cumplir 60 años, no señala lo obvio: que cualquier remuneración por una actividad debe cotizar a la Seguridad Social. En su día, las mutualidades profesionales y de empresa, la ayuda familiar y multitud de prebendas corporativas dejaron fuera de la cotización a grupos enteros de personas, que en estos momentos no aportan un duro a las arcas del sistema, aunque hagan la competencia desleal en muchos casos a sus afiliados. Permítanme que recuerde mi colectivo preferido, los árbitros de fútbol, no los que arbitran partidos de Cadete o de Juvenil, sino los de Primera y los de Segunda, a los que se abonan cantidades ingentes excluidas de la cotización por resoluciones inicuas.

El cruce de topes y de exoneraciones produce situaciones ridículas. Cuando un directivo de empresa o un alto funcionario tiene otra actividad asalariada, el sistema debe prorratear la remuneración de la actividad temporal y de la permanente para distribuir el porcentaje de cuota que corresponde a cada una, es decir, gestionar prolijamente para no recaudar ni un euro.

La Seguridad Social en España ha asumido históricamente muchas cargas que debían corresponder al sistema tributario: la sanidad, los servicios sociales, los subsidios no contributivos de desempleo, las ayudas familiares, las tarifas planas de los autónomos o las reducciones de las cotizaciones agrarias. En esta legislatura, el Ministerio de Inclusión ha conseguido, por fin, que sea el Estado el que asuma todos estos costes con transferencias. Pero si hay una parte que todavía queda por financiar, la solidaridad exige que quienes no cotizan nada, en parte o por el total de sus retribuciones, hagan un esfuerzo mayor que quienes cotizan por todas ellas. No es simplemente un problema de recaudación, sino de justicia fiscal y de no discriminación. Por estas razones, esta reforma es necesaria, y su contenido abre puertas a una redistribución de la carga fiscal más justa.

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