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El espejo de la España eterna

Pancarta en una manifestación en defensa de la unidad de España

Neus Tomàs

Dice Susana Díaz que Catalunya tiene la culpa de su fracaso electoral. Pues ya está. La tesis es fácil: el independentismo despertó al peor nacionalismo español y por eso la extrema derecha ha conseguido pasar. Es una explicación que tiene base pero a la vez es reduccionista.

El separatismo ha cometido muchos errores, desde prometer una república que no tenía ni resortes legales ni apoyo social suficiente para implementarse a no reconocer que Catalunya es mucho más plural de lo que la burbuja virtual secesionista tuitea a diario. Pero la Catalunya que tanto incomoda a la España miope (y que no es solo la que se identifica con el independentismo) lleva una década alertando a gobiernos de todos los colores de la desafección de una parte cada vez más importante de su población respecto al resto de España.

Pasqual Maragall lo avisó en un artículo publicado en 'El País' el 27 de febrero del 2001 con el título 'Madrid se va'. Reproduzco uno de los párrafos que casi dos décadas después se ha demostrado premonitorio.

“Hay que terminar con esa visión torpe de la España uniforme, frente a la España diversa que defendía Bono hace poco en el Club Siglo XXI de Madrid. Por el bien de España. Por el bien de Cataluña. Por el de todos. La sorpresa que se van a llevar los uniformistas el día que España les diga a golpe de urna que no es como ellos querrían que fuese, que es libre y diversa, que está hecha de singularidades potentes y sensatas, capaces de entenderse y de respetar un proyecto común. Común, no impuesto”.

La izquierda prefirió no escuchar a Maragall y ningunear su apuesta por un federalismo real. El PSOE optó por limitarse a defender la plurinacionalidad en documentos congresuales sin atreverse a aplicarlo con la valentía necesaria. Tres años después y en el mismo diario, el entonces todavía dirigente del PSC escribió otro artículo a modo de segunda parte del anterior. El título resumía la desazón de Maragall y la de muchos catalanes no independentistas: 'Madrid se ha ido'. Este es uno de los fragmentos:

“Es preciso que los ciudadanos de toda España tengan una idea clara de lo que pasa en Madrid. Porque si no hay una reacción en toda España frente a la deriva de la política en la capital, podemos pagarlo muy caro”.

La conclusión, advertía Maragall, de que ese Madrid que simboliza el poder del Estado (los tres poderes, las grandes empresas y las sedes de los principales medios de comunicación), no tuviese en cuenta a la periferia es demoledor: “España perdería el norte”.

El Madrid de los despachos ha impuesto un discurso que niega la realidad de un Estado plurinacional, que ningunea infraestructuras básicas para el progreso común como el corredor mediterráneo, que ha mirado hacia otro lado mientras se convertía el aeropuerto de El Prat en un gran 'low cost' (a la vez que Barajas se ampliaba y ampliaba), que ha despreciado las quejas más que fundamentadas por el abandono de la red de Cercanías, y que ve como una provocación que se reivindique el catalán como lengua propia en ámbitos como la judicatura. Lo que en otros países plurilingües es una realidad aquí era y es una ofensa a la unidad de España.

El independentismo encontró en la pasividad de ese Madrid sinónimo de las alfombras del poder el abono necesario para que su proyecto creciese. Es cierto que Artur Mas aprovechó “la desafección” de la que ya había alertado en el 2009 el entonces president José Montilla para esconder la tijera de los recortes sociales del gobierno convergente. Pero pensar que esa es la única explicación al crecimiento del independentismo es otro reduccionismo. Es la manera que ha encontrado una parte de la izquierda, también la que se reivindica como heredera del 15-M, para no asumir la complejidad del problema catalán.

Puestos a buscar explicaciones podríamos aún remontarnos mucho más atrás y recordar la carta que Unamuno le envía en 1907 a Azorín en la que clama contra la prensa madrileña:

“Nos merecemos perder Catalunya. Esta cochina prensa madrileña está haciendo la misma labor que con Cuba. No se entera. Es la bárbara mentalidad castellana, su cerebro cojonudo (tienen testículos en vez de sesos en la mollera)”.

Fue hace más de un siglo y seguro que cualquier comparación puede ser equivocada. Pero el tratamiento y banalización que se ha hecho a menudo en columnas y portadas donde se ha analizado el problema catalán con más testosterona que racionalidad ha ayudado a crear una imagen como mínimo distorsionada de lo que estaba pasando. 

Mientras a una parte del independentismo y de sus terminales –en forma de columnas y 'tuitstars'– les convenía falsear la realidad y vender una Arcadia feliz que no existía, a una parte de ese Madrid que retrataba Maragall le interesaba presentar las calles de Catalunya como si estuviésemos en el Ulster irlandés. Son unas imágenes irreales que han contado con un apoyo transversal, a izquierda y derecha. Han dado audiencia y lectores.

Hoy por hoy es tan falsa la Ítaca que promete una parte del independentismo como la España uniforme que dice defender una parte del llamado constitucionalismo. No son ciertas aunque ambas explican el porqué estamos donde estamos. Atribuir la responsabilidad solo a una de las partes es seguir perpetuando el problema.

La derecha vende una España que no existe y si para ello tiene que romperse Catalunya, que se rompa. Es la tesis que siempre ha defendido Aznar y que ahora sus discípulos están dispuestos a llevar hasta las últimas consecuencias. Vox ha ejercido en los últimos meses de ariete en forma de acusación en el proceso judicial contra los líderes del 'procés'. Y cuando el Gobierno de Rajoy intentó, vía fiscal general del Estado, que se otorgase la libertad provisional al exconseller Quim Forn por motivos de salud, el juez Llarena optó por hacer caso a Vox y dejarlo en la cárcel. 

¿Y la izquierda? La izquierda ha actuado, como mínimo, de forma timorata. Escudándose en los errores del independentismo ha sido incapaz de plantear una propuesta de fondo a Catalunya, a la que se quiere ir y a la que aspira a un encaje respetuoso con su singularidad. No sería necesario recordarlo pero seguro que no está de más reiterar que ser diferente no significa ser mejor.

Posiblemente quien ha descrito con mayor precisión el exceso de prudencia del Gobierno de Pedro Sánchez ha sido Ignacio Sánchez Cuenca, que ha explicado como el PSOE se ha quedado a medio camino en sus promesas. Eso acostumbra a ser sinónimo de mala solución, desgaste asegurado y puntos para la oposición. “Ni convocó elecciones nada más llegar al poder ni se ha atrevido a poner en marcha un programa político que permita avanzar simultáneamente en la cuestión social y en la cuestión catalana”, escribía en su último artículo publicado en 'La Vanguardia'. 

Vox crece gracias a Catalunya pero también porque nadie se ha atrevido a buscar en serio una solución que a buen seguro tendría de entrada un coste electoral y excitaría aún más las bajas pasiones que simboliza el partido de Abascal. Pero hay que poner las luces largas. Si la alternativa es no hacer nada no solo se perpetuará el conflicto sino que irá a más.   

Así que o la izquierda se atreve a plantar cara a la derecha y asume que el problema catalán no se arreglará con buenas palabras o llegará un día en que la conllevancia orteguiana ya no será posible.

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