Fuego en un teatro abarrotado
En Estados Unidos, el país que eligió consagrar la libertad de expresión en la primera enmienda de su Constitución, se suele repetir una frase para definir cuáles son los límites de uno de sus derechos más preciados: “No puedes gritar 'fuego' en un teatro abarrotado”. Es una simplificación de la opinión del juez Oliver Wendell Holmes, que en 1919 escribió: “La protección más estricta de la libertad de expresión no protegería a un hombre que gritara falsamente 'fuego' en un teatro y provocara el pánico”.
La frase se ha vuelto a escuchar estos días en el juicio político contra el ex presidente de Estados Unidos por “incitación a la violencia contra el gobierno”. El juicio político acabó en absolución por el voto de la mayoría de los senadores republicanos, aunque los posibles juicios en los tribunales ordinarios volverán a examinar los discursos y los tuits del ex presidente a la luz de este debate.
La famosa frase, en realidad, tiene poco que ver con los teatros y pertenece a una sentencia que condenaba al secretario del partido socialista de EEUU por repartir propaganda contra el reclutamiento en la Primera Guerra Mundial y cuya jurisprudencia fue rechazada por el Tribunal Supremo de EEUU 40 años después. El juez Holmes, tal vez arrepentido, defendió en otra sentencia una aplicación lo más amplia posible de la primera enmienda en un juicio contra inmigrantes rusos acusados de espías. “El bien último se consigue con el intercambio libre de ideas”, escribió.
Nuestros tiempos son a menudo más complejos que los de hace un siglo, entre otras cosas por el impacto masivo, global e inmediato que puede tener cada palabra, especialmente si viene de un gobernante u otra persona con poder. Las palabras pueden tener consecuencias violentas y acabar poniendo en peligro la vida de las personas, cuyo valor siempre debe primar por encima del de cualquier opinión. No siempre es fácil dirimir cuándo se trata de una opinión y cuando de una arenga o incluso de una orden de actuar. Ni cuándo la persona en cuestión es consciente del efecto de su discurso.
Pero las polémicas en España son especialmente pobres. Los límites desproporcionados a la libertad de expresión con penas de cárcel para discursos repugnantes pero no necesariamente peligrosos acaban encumbrando y amplificando a personajillos miserables y desconocidos hasta ese momento.
El debate de la libertad de expresión y la libertad de prensa tiene matices, sobre todo en este tiempo instantáneo, pero existen algunas guías básicas para no excederse y no provocar consecuencias indeseadas.
Los gobiernos, los estados, son los que deben ser más cuidadosos. Su responsabilidad no se debe confundir con las decisiones de empresas privadas, como las plataformas de redes sociales, sobre sus términos de uso y sus decisiones para evitar ser instrumentos de barbarie.
Incluso en la conservadora y poco amiga de la libertad de expresión Europa, existe una guía para cualquier gobierno que se tome en serio este derecho fundamental. La de la convención europea de derechos humanos que aplica el Consejo de Europa, y que pide que cualquier límite a la libertad de expresión sea una excepción definida de manera clara y precisa, que sea imprescindible para proteger otros derechos fundamentales y sobre todo que sea proporcional a la amenaza específica que pueda constituir un discurso (o un tuit o una canción). Éste último criterio es el motivo por el que el tribunal europeo de derechos humanos tiende a condenar a los gobiernos.
Respuestas proporcionales son la clave para evitar consecuencias indeseables. Y tal vez para que la vapuleada libertad de expresión deje de ser una bandera de los más mezquinos y los más violentos.
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