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Gesticulación intrascendente

El Congreso de los Diputados durante el debate de la prórroga del estado de alarma por el coronavirus.

Joan Coscubiela

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Los gestos en la política, como en la vida, son importantes, entre otras cosas porque transmiten muy bien las emociones, una de las materias primas de la política. Mucho más en momentos como estos, cuando las personas nos sentimos desconcertadas y necesitamos certezas que nadie nos puede ofrecer, y acompañamiento emocional ante el miedo y el dolor.

Gestos sí, sin duda, pero como todo en la vida en sus justas proporciones, porque el abuso en la gesticulación puede provocar el efecto contrario al deseado. Me parece que eso es lo que ha sucedido en la votación de la prórroga del estado de alarma en el Congreso.

Todo el mundo, sin excepción, considera imprescindible prorrogar el estado de alarma, incluso algunas fuerzas políticas creen necesario intensificar su aplicación con más medidas restrictivas. Pero en el momento de la votación algunos de estos partidos se han abstenido, curiosamente los que proponen un endurecimiento del confinamiento, que necesariamente precisa de la prórroga del estado de alarma.

No descalifico sus argumentos, la situación es tan compleja que no hay sitio para las certezas absolutas e inamovibles. Por eso puedo entender la crítica, tan dura como se considere necesaria. Siempre, claro, que no traspase la frontera de la dignidad, como cuando alguien le cuelga la responsabilidad de las muertes al discrepante.

Sin embargo, la abstención en esta votación me resulta del todo incomprensible y es uno de esos gestos excesivos, que no valora las consecuencias en términos de responsabilidad ante la sociedad. Imaginemos por un momento que a todo el mundo le da por gesticular y al final el estado de alarma no se prorroga.

¿No es creíble, verdad? Pero no lo es porque el que decide abstenerse como gesto de discrepancia da por hecho que los demás asumirán su responsabilidad y sí votaran a favor. Algunos partidos se han permitido ese lujo porque otras fuerzas políticas han asumido la responsabilidad y se han olvidado de los gestos o los han canalizado por otros vericuetos, no siempre más dignos todo sea dicho, como sucede con la expansión de bulos y mentiras que están haciendo al unísono la extrema derecha y la derecha extrema.

Estoy convencido de que si la prórroga del estado de alarma dependiera de los abstencionistas también habrían votado a favor. No me cabe ninguna duda, no imagino tremenda irresponsabilidad.

Lo que ha pasado en el Congreso no es excepcional, sucede en muchos ámbitos de la vida, pero el momento y la situación sí que lo son. Y los adictos a los gestos deberían saber distinguir cuando no toca gesticular.

Conozco bien esta actitud, la he visto frecuentemente en el ámbito de las relaciones laborales y de la política institucional. Votaciones en contra de la firma de un convenio sin proponer alternativa alguna, a sabiendas de que otros lo firmarán y asumirán la responsabilidad.

Votaciones en contra de la aprobación de leyes que se consideran necesarias con la tranquilidad de que otros sacarán las castañas del fuego y ellos criticarán lo crudas o quemadas que están las castañas. O en sentido contrario, votaciones a favor de propuestas que se consideran impresentables pero que se apoyan solo por el temor a ser señalados en público.

En general este es un lujo que solo se pueden dar los que se saben intrascendentes en el resultado final de las votaciones. Quien más quien menos ha caído alguna vez en esa tentación, pero insisto en que hay que saber distinguir cuándo ese gesto no es aceptable de ninguna manera. Sobre todo porque hay algunas fuerzas políticas que le han cogido gusto a la gesticulación intrascendente.

La ciudadanía suele tomar nota de esa dependencia por los gestos sin ningún efecto político y lo suele expresar en las elecciones. En estos casos, la papeleta de voto parece ir acompañada de una declaración implícita de la ciudadanía: “Si ellos quieren ser intrascendentes, yo no quiero que mi voto también lo sea”. Aunque no siempre es así y esa es la esperanza de los gesticuladores de la nada.

Llegados a este punto he de reconocerles que soy consciente de que mi razonamiento tiene un ángulo muerto, en el que no se vislumbra nada.

¿Qué sucede cuando una parte de la ciudadanía está convencida de que, en su particular ciudadela social, se mantiene protegida de los vientos huracanados que provocan sus gestos vacuos y se apunta también con su voto al gusto por la gesticulación intrascendente?

Esa es la pregunta que llevo haciéndome desde hace algunos años y para la que aún no tengo respuesta.

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