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¿Gracias, ministro Illa?

El ministro de Sanidad, Salvador Illa, en una comparecencia en el Congreso
26 de enero de 2021 22:41 h

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 A ver si lo entiendo: llegas a un ministerio florero, no tienes ninguna formación ni experiencia en Sanidad, no te conoce nadie fuera de tu partido o tu comunidad, te toca gestionar la peor crisis sanitaria en un siglo, te achicharras bajo los focos durante diez meses a base de ruedas de prensa y comparecencias parlamentarias, te comes todos los marrones e improvisaciones de la primera ola de pandemia, les pasas a las comunidades los marrones de las siguientes olas pero no les das más instrumentos cuando te los piden, te ganas críticas y hasta querellas de buena parte de la profesión sanitaria, y al final te largas de candidato a unas inciertas elecciones catalanas dejando el ministerio en todo lo alto de la tercera ola, con casi 600 muertos y una incidencia acumulada de casi 900 el día de tu despedida, y recién comenzada una vacunación sin precedentes y llena de dificultades… ¿Y todavía tengo que darte las gracias?

Pues sí. Ni yo mismo lo entiendo, pero al oír este martes las palabras del ministro Illa al despedirse en la rueda de prensa, lo primero que me salió sin mucho pensar fue eso: “gracias”. Luego ya lo pensé un poco más, incluso mucho más, y para mi desconcierto me seguía saliendo lo mismo: “gracias”.

Pregunto a mi alrededor, en plan demoscopia de andar por casa, y descubro que no soy el único: aun señalándole sus errores y criticando su marcha en tan mal momento, me encuentro a muchos otros que coinciden en sentir reconocimiento y agradecimiento por su paso por el ministerio. Les pregunto qué les gusta de Illa, y todos coinciden en un mismo campo semántico: tranquilo, sereno, respetuoso, templado, mesurado, responsable, prudente, discreto, humilde, ajeno a la bronca y el espectáculo… Con esa lista de virtudes, que incluso sus adversarios suscriben, se empieza a entender algo del “efecto Illa” entre la ciudadanía: no parece que estemos hablando de un político español de la última década. Si además le añadimos un toque intelectual (el ministro filósofo, nos dijeron) y unas buenas dosis de empatía comunicativa (su último minuto como ministro repartiendo agradecimientos resume bien su año en el ministerio), entendemos que una parte del brillo de Illa reluce por contraste con el entorno político en que se mueve, incluido su propio partido.

Vale, aceptemos que Illa es tranquilo, sereno, respetuoso, filósofo y todo lo anterior, pero ¿y su gestión? Recordemos que no ha sido presidente del Congreso ni Defensor del Pueblo, sino ministro de Sanidad. ¿No debería estar totalmente quemado después de casi un año de pandemia con el balance conocido? Pues parece que no tanto. Si les sorprende mi impulso de agradecer, supongo que más les sorprenderá que, después de todo lo relatado en el primer párrafo, Illa sea el segundo ministro mejor valorado del Gobierno (la primera es la titular de Economía, no sé si más asombroso aún), sea además el candidato mejor valorado para las venideras catalanas, haya provocado en las encuestas un ascenso del PSC y, sobre todo, provoque tanta hostilidad (tanto temor) en sus rivales políticos.

En realidad creo que quienes sentimos reconocimiento, agradecimiento o simpatía por el ministro Illa en su despedida, las sentimos por el ministro Illa de la primera ola, el Illa de la primavera. Aquel que en los momentos más inciertos y terribles que hemos vivido en décadas, estuvo ahí. Podía haber sido otro, pero fue él, y lo hizo razonablemente bien, todo lo bien que cabe responder en un momento así. Y si se equivocaba (y por supuesto cometió muchos errores), no dejaba de transmitirnos esa imagen de hombre que se estaba dejando la piel y las horas de sueño por salvar una situación dramática y sin precedentes. “Servidor público” es una expresión que repite mucho Illa (este martes se despidió presentándose como tal), y en primavera logró no solo ser un servidor público, sino además parecerlo, sin alardear de ello. Sumen su buena capacidad comunicativa, de gran empatía en momentos en que más necesaria era, y sin perder los nervios en un tiempo histérico como aquel, siempre sereno en pleno incendio: seguramente hubo muchos momentos en lo que él sentía tanto desconcierto como nosotros, pero nos hizo creer que sabía manejar la situación, y nos bastó con eso: saber que seguía habiendo alguien al volante. Si además añadimos la desmesura con que desde el principio cargaron contra él la sobreactuada oposición (que salió escaldada de varios choques con el ministro, ganándose más nuestra simpatía) y la agresiva derecha mediática, normal que sucumbiésemos a su encanto.

Luego la pandemia siguió, y tal vez su brillo fue decayendo, se acumularon errores y desencuentros en la co-gobernanza con las comunidades mientras todos estábamos cada vez más cansados y desesperados; hasta su última decisión, la cuestionable marcha a las elecciones catalanas en un momento crítico como este.

No sé ustedes pero yo, en el momento de su salida, me atrevo a quitar por un instante la interrogación del título de este artículo: gracias, ministro Illa.

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