La imputación de la infanta y la historia de las buenas y malas noticias
La imputación de una infanta en un caso penal, de la hija de un jefe de Estado con las características excepcionales que acompañan a la monarquía, es asunto alarmante en cualquier país del mundo. Pero no deja de ser lo lógico si hay indicios. Máxime cuando han desfilado ante la Justicia todos los miembros de la junta directiva del instituto investigado por presuntas actividades ilícitas, con robo de dinero público. La buena noticia es que el juez Castro ha terminado por arrostrar la enorme presión de sentar ese precedente. La mala que haya tenido que tardar tanto. La nefasta que una Fiscalía apellidada Anticorrupción recurra la medida.
El auto del juez se producía prácticamente al mismo tiempo que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, decía (desde un monitor de plasma al que una vez más asistían mudos los periodistas) que “hablar de corrupción generalizada en España es injusto, porque España es un país limpio”. Díganme que más hace falta para que este país no se vea gravemente pringado en sus más altas instituciones. La buena noticia: que todavía hay jueces que luchan por la justicia contra viento y marea. La mala, que –presumiendo de transparencia– a tantos otros se les impida.
Juan Carlos de Borbón ha venido disfrutando de una vida al margen de la crítica. Incluso de la información. Era un tema tabú, un asunto de Estado. El rey era intocable. Todavía lo es legalmente. Conozco bien su perfil oficial. Dos reportajes tuve que hacer a regañadientes, tratando de salvar un mínimo de profesionalidad para contar algo más de lo que se permitía. Juan Carlos parecía ubicarse en una urna muy por encima del mundo terrenal. Las fotografías fijas encajan mal con lo que ahora sabemos. Llegó a España en 1948 a los 10 años para ser educado y tutelado por Franco a ver si decidía o no nombrarlo su heredero. Edificantes comienzos. Estudia en régimen de internado con una decena de selectos compañeros, pero él no tiene dónde ir los fines de semana. Una imagen de soledad poco difundida. ¿Y el dinero de su padre que luego deja en herencia… en Suiza? Dedica, después, todo su esfuerzo a trabajarse el puesto, conviviendo y secundando al dictador.
Sus primeros pasos como rey nos decepcionan por mantener en el cargo a Arias Navarro y ver seguir las mismas políticas. Después, sí, llega Adolfo Suárez y comienzan los cambios. El presidente del Gobierno es un decidido partidario, pero es que los demócratas - largamente acallados- tampoco están por la labor de aguantar muchos años más el régimen que se había vivido. Tiempos de disyuntiva entre “ruptura o transición” que, desgraciadamente, se saldan a favor de la segunda, dejando profundos regueros de impunidad que hoy pagamos. Tiempos muy duros, de lucha, de edificar, y el sabor amargo de saber que los edificios se tuercen cuando hunden sus raíces en el fango. Los partidarios de la “no ruptura” respiraban aliviados con lo conseguido. Y, al final, prácticamente todos. Somos una sociedad posibilista, y existen dudas de que ésa sea una buena o una mala noticia.
Fueran cuales fueran los impedimentos, tampoco entendimos la dilación en cortar la revuelta golpista de Tejero. Aquella noche, los minutos parecían lustros. Sin embargo, las palabras del rey fueron definitivas y se instaló la calma. Juan Carlos ha vivido de las rentas de aquello desde entonces.
Es cierto que la familia real española gozó de años de prestigio. En los annus horribilis de la monarquía británica, los medios y hasta Isabel II alababan a los Borbones españoles por su estabilidad y ese aire moderno que, según ellos, les caracterizaba. Gran ironía. La mala noticia es que aquello tampoco se sustentaba en la realidad. La buena es que algo se ha roto el silencio. El rey acogió de muy mal grado la intromisión mediática que se fue abriendo paso en los asuntos de la Corona aunque apenas pasara de lo anecdótico.
Se hablaba, en voz baja, de los amoríos del rey. De la fortuna que poseía o no pero que distaba mucho de la que mostraba tener aquel niño desvalido que llegó en tren a España una mañana gélida de noviembre. Y un día empiezan a conocerse las tropelías del yerno, Iñaki Urdangarín, y las cacerías de osos y elefantes. En Botsuana se rompe la cadera… y con ella la inmunidad mediática.
Y surge en nuestras vidas Corinna, la típica vividora, la mujer tan acorde con los gustos del rey. Y nos enteramos de que se le habilitó un edificio próximo a La Zarzuela y que medió en asuntos de Estado, según sus propias declaraciones. La mala noticia es que tampoco es posible saber aún qué papel juega esta señora en tan altas magistraturas. Y, mucho más, a santo de qué. Y ahí nos muestran las fotografías a Iñaki y Cristina posando en un estrado con el Rey y su “amiga entrañable”. Un síntoma. Pocos hijos se prestan sin haberse oficializado la ruptura con la madre, obligada a un papelón muy poco presentable. ¿Asuntos privados? Si Juan Carlos reina pero no gobierna, y vive de nuestros impuestos, lo menos que puede pedírsele a él y a sus parientes es algo de “ejemplaridad”. Aunque igual sí son “ejemplo” de lo que sucede en las altas esferas de España… mientras la sociedad se consume en recortes.
No, el tabú aún no se ha roto con la familia real, muchas cosas quedan por aclarar y, en su caso, atribuir responsabilidades. Del hilo de Urdangarín penden cargos públicos que propiciaron su apropiación (presunta) de fondos públicos. Queda la larga lista de corrupciones que asolan este país. Y que el plasmado presidente del gobierno dice no ver.
Queda sobre todo por dilucidar qué pinta en una nación del siglo XXI una jefatura del Estado hereditaria por la gracia de los genes. Qué, concretamente, ésta tan cuajada de “conductas inapropiadas”. La buena noticia es que quizás, con un poco de empeño, aún podemos decidir si es lo que nos conviene. La peor que seguimos sin ser un país serio. Lo más positivo, que algunos intentan cambiarlo con gran ahínco y entre muchos obstáculos.