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¿En qué momento se jodió el Perú?

Juan Ignacio Zoido, Dolors Montserrat, Manfred Weber, Esteban González Pons y Antonio Tajani.

Esther Palomera

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En tiempos de polarización, todo cabe. También que la política exterior se convierta en tablero sobre el que los partidos políticos diriman sus diferencias a garrotazos sin importarles las consecuencias que ello pueda tener sobre el país y sus ciudadanos. Hubo un tiempo en que la refriega no salpicaba asuntos de Estado gobernase quien gobernase. La posición de España en el mundo lo era, como lo fue durante un tiempo el terrorismo. Y ello no suponía en absoluto la renuncia al debate crítico ni a la confrontación de posiciones distintas, sino simplemente que los trapos sucios se lavaban dentro de casa y, una vez fuera, Gobierno y oposición eran uno.

Ahora que el PP se ha propuesto maniobrar en la UE para desgastar al Gobierno de Pedro Sánchez y alinearse con los llamados países frugales para exigir condiciones a las ayudas que lleguen a España para paliar las consecuencias económicas del COVID-19 conviene echar la vista atrás para hacerse la misma pregunta que Zavalita en Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa: ¿en qué momento se jodió el Perú? O lo que es lo mismo, ¿cuándo dejó de ser la política exterior un asunto de Estado en España? Depende.

Si habla el PSOE, dirá que cuando Aznar en 2003 decidió unilateralmente meter a España en la guerra de Irak, sin consultar al Congreso y con una fuerte contestación social en la calle. Si habla el PP, sostendrá que nuestro país nunca participó en aquella guerra y que lo que realmente quebró la entente entre socialistas y populares fue el día que Zapatero permaneció sentado al paso de la bandera norteamericana en un desfile del 12 de octubre en señal de repulsa a la política de la Administración Bush.

El caso es que aquel marco, el de una guerra ilegal e injusta construida a base de mentiras, y la posición del gobierno de Aznar en el conflicto tuvo un impacto demoledor en las relaciones de España con la UE - y la ruptura con el eje franco alemán-, el Mediterráneo y Latinoamérica. Y la derecha aún no se ha preguntado si mereció la pena o no romper el consenso por desempeñar una papel instrumental al lado de EE.UU. Aznar redefinió la posición de España en el mundo y sus aliados y, más allá de su círculo más estrecho, nadie fue capaz de comprender las razones que le llevaron a ese cambio que supuso un giro radical en la política exterior que había sido materia de Estado y de consenso durante 25 años.

Las apelaciones a la seguridad o a los riesgos y amenazas globales, la infamia sobre las armas de destrucción masiva en manos de grupos terroristas, el nuevo diseño del orden mundial impuesto por el gobierno de Bush… Muchos fueron los argumentos poco convincentes que dio la derecha en un intento de explicar las decisiones tomadas, casi en exclusiva, por el entonces presidente del Gobierno.

Una política exterior de Estado sería más consistente y creíble, y tendría además la virtud de ser elemento cohesionador. Pero no parece que el PP, hoy con el PSOE en el poder, esté por la labor. Lejos de ir de la mano del Gobierno a las instituciones europeas, más bien se dedica a lo contrario, incluso para torpedear la candidatura de la española Nadia Calviño para presidir el Eurogrupo. Dirán, claro, que un Sánchez aún en la oposición boicoteó en febrero de 2018 la de Luis de Guindos para presidir el Banco Central Europeo y que antes de eso, en 2014, su primera decisión como secretario general del PSOE fue votar contra Juncker como presidente de la Comisión Europea para alinearse con los partidos a la izquierda del PSOE (IU, Podemos, ERC, Compromís y Bildu) y alejados del voto mayoritario de la socialdemocracia europea.

España, como el resto de países de la unión, sabía de antemano que no sería fácil arrancar la pesada maquinaria comunitaria para que los estados más golpeados por la pandemia reciban ayudas. Pero lo inconcebible es que una vez logrado el acuerdo para un fondo de 750.000 millones de euros, es que el PP se haya puesto del lado de los cuatro frugales (Holanda, Austria, Dinamarca y Suecia) para defender que las ayudas sean en forma de préstamos y no de ayudas directas. España, según los cálculos de Bruselas, puede beneficiarse de alrededor de 140.000 millones, pero la derecha de Casado, empeñada en desgastar a Sánchez -dentro y fuera de España- reclama ajustes / reformas como moneda de cambio para recibir los fondos europeos.

¿Por qué le llaman reformas cuando quieren decir recortes? ¿Cuáles son los capítulos a los que Pablo Casado propone meter la tijera? ¿La sanidad otra vez? ¿La educación? ¿La ciencia? ¿O es solo cuestión de que siga vigente la reforma laboral que aprobó la derecha en la anterior crisis económica y de que no se suban los impuestos a las grandes empresas y las grandes fortunas? Si es así que lo digan, pero que dejen los eufemismos y no hablen de una “economía moderna” para maquillar su vergonzante posición en Europa de poner palos en las ruedas del interés general.

Puede que lo que han hecho no sea traición, como ha dicho el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, sino una palmaria demostración de que su patriotismo es de quita y pon y de que su inquietud por la supervivencia económica de millones de españoles, una fruslería. Pero, el Perú -en este caso el consenso en política exterior- se ha vuelto a joder, y esta vez ha sido por su obsesión de desgastar al Gobierno. El error es tan mayúsculo que el PP en el Parlamento europeo se ha sumado, para acallar la crítica, a una carta firmada por PSOE, Ciudadanos y Podemos dirigida a la Consejo Europeo en defensa del plan de reconstrucción. Una cosa es lo que hacen y dicen en España y otra, que se desmarquen de la posición de país en la UE.

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