Morir para contar
En 2019 cumpliré 30 años trabajando en esto. Una cifra alta y redonda que para mí solo representa una cosa: me estoy haciendo viejo. Una puñetera mierda.
En este tiempo he disfrutado de mi profesión hasta alcanzar el orgasmo y la he odiado lo suficiente como para planificar infinitas veces la comuna o la casa rural que me permitiera escapar de ella; he conocido a centenares de buenos periodistas y a un número mucho menor, pero más ruidoso, de despreciables mercenarios; he visto la grandeza del que se juega su trabajo y hasta su vida por contar la verdad y la miseria de quienes venden sus almas por un ascenso, un sillón de presentador de informativos, unas cuantas tertulias bien pagadas o, simplemente, por conservar su sueldo.
Hace ya tiempo que estoy alejado de la primera línea, del durísimo día a día y del ritmo esclavo, a veces maravillosamente esclavo, que marca una redacción. Siempre digo que no lo echo de menos y, en general, es así. Veo lo que ocurre en Catalunya, en el Congreso de los Diputados, en las cloacas del Estado y lo único que siento es cabreo y mucha pereza al ponerme en el lugar de los colegas que tienen que informar puntualmente sobre todos estos frentes. Aquel hervor que sentía en la sangre ante cualquier noticia que me tocaba cubrir ha desaparecido casi por completo. Pensaréis que estoy enfermo, y seguro que es así, pero el cosquilleo solo regresa cuando veo en mi televisión imágenes de barrios devastados por las bombas, de milicianos armados agazapados en una trinchera, de civiles sufriendo las consecuencias de un nuevo conflicto bélico.
Es curioso que me ocurra esto, porque yo no elegí ser corresponsal de guerra. Lo mío no fue una pasión vocacional que arrastrara desde la infancia o la universidad. Yo acabé en Kosovo porque mis jefes no me querían en Madrid. El PP acababa de situar a Ernesto Sáenz de Buruaga como director de informativos de Antena 3 TV y yo era el incómodo subdirector tocapelotas de la sección política de la cadena. Tal y como se actúa en estos días, tengo que agradecerles que no me despidieran y que, al menos, optaran por permitirme que siguiera haciendo mi trabajo, aunque eso sí, informando de Milosevic, Sadam Husein, Ariel Sharon o Putin y no sobre José María Aznar.
Solo pasé cinco años saltando de guerra en guerra. Un tiempo muy corto comparado con el de la mayoría de mis admirados colegas, pero más que suficiente para sentir ese periodismo tan puro correr por mis venas… provocando la misma adicción que la peor de las drogas. ¿Por qué engancha tanto ese durísimo oficio? Cada uno de los que lo hemos ejercido tenemos nuestra propia respuesta. Para mí era la sensación de estar, cada día, ante la exclusiva de mi vida. Veía una tragedia, una injusticia… miraba a los ojos de una víctima o de un verdugo y pensaba que ese ínfimo trozo de la Historia se disolvería para siempre, si yo no lo inmortalizaba. Para mí, y en esto sí creo que coincido con el resto, la principal motivación era meter esas imágenes en los comedores de la gente. Obligar a mis compatriotas a ver lo que ocurría a miles de kilómetros de sus confortables hogares. Sacudirles para que conocieran los efectos que provocan las armas que vendemos, para que se pusieran en el lugar de quienes huían de las bombas, para que exigieran a sus gobernantes que detuvieran aquella locura, para que se rascaran el bolsillo y ayudaran a su ONG favorita…
En Bagdad, poco antes del inicio de la invasión estadounidense, recuerdo que incluso hice mío el sueño que tenía mi admirada colega Olga Rodríguez. Nuestras crónicas serían el granito de arena que faltaba para evitar que estallara aquella guerra tan anunciada. Quizás, por primera vez, podríamos volver a casa como corresponsales de paz. No lo conseguimos.
Aquel gusanillo vuelve estos días a reconcomerme. El culpable se llama Hernán Zin. A este reconocido cineasta/periodista le dio por incluir mi testimonio en un documental en el que intervienen dos decenas de reporteros de guerra a los que no les llego ni a la suela. Morir para contar se estrenó el pasado martes en Madrid, ha ganado varios galardones nacionales e internacionales y huele mucho a premio Goya. En él se rinde tributo a los periodistas españoles que murieron en “acto de servicio”: Juantxu Rodríguez, Jordi Pujol, Luis Valtueña, Miguel Gil, Julio Fuentes, Julio Anguita Parrado, José Couso y Ricardo Ortega.
No se hace, sin embargo, desde la tradicional mirada idílica e irreal que tiende a idealizar, sin más, este trabajo. Hernán Zin tiene su propia pedrada en la cabeza y eso se nota. Los traumas que ha ido acumulando durante años de rodaje en diversos conflictos bélicos le han permitido construir un relato intimista en el que van apareciendo, poco a poco, los fantasmas físicos y mentales que acechan a los corresponsales de guerra.
En el documental se entremezclan los testimonios de varias generaciones de reporteros. A los más veteranos los conozco bien, porque fueron mis compañeros y, sobre todo, mis maestros. Monstruos como Ramón Lobo, José Antonio Guardiola, Fran Sevilla, Javier Espinosa, Carmen Sarmiento, Mónica Prieto, Gervasio Sánchez o Javier Bauluz. A los más jóvenes, aunque ya curtidos en mil batallas, llevaba años siguiéndoles desde la distancia: Manu Brabo, Maysun, Antonio Pampliega, Ángel Sastre, Mónica Bernabé, David Beriain… Confieso que a este último grupo aún les admiro un poco más. Creo que tienen un mérito muy especial porque han crecido profesionalmente en medio de la precariedad laboral que también se ha instalado en esta profesión.
Los viejunos teníamos un sueldo digno y el respaldo de medios de comunicación que aún creían en la necesidad de enviar a “sus periodistas” a los lugares de conflicto; y lo hacían dotándonos de los medios económicos y de seguridad necesarios para minimizar riesgos. No fue siempre así y, de hecho, Julio Anguita Parrado y Ricardo Ortega murieron siendo freelance, en el caso de este último porque la televisión para la que siempre trabajó le defenestró por poner en evidencia las mentiras que rodearon la guerra de Irak. Aún así, fueron, especialmente, las siguientes hornadas de corresponsales los que se tuvieron que pagar de su bolsillo hasta los billetes de avión y los chalecos antibalas. Después, ya en el infierno, se jugaban y se juegan la vida para intentar vender sus crónicas a unos medios cada vez menos interesados en la información internacional. Antonio Pampliega, antes de ser secuestrado por el ISIS, relató con toda crudeza el camino que tuvo que recorrer hasta hacerse un nombre en el periodismo de guerra. Él, finalmente, lo logró, pero muchos no pudieron alcanzar su sueño en un mercado informativo dirigido por personas miserables que se atreven a ofrecer 35 euros por una crónica enviada desde el corazón de la guerra de Siria.
Morir para contar reivindica el papel de los corresponsales de guerra. Necesitamos sus ojos para saber lo que ocurre ahí afuera. Y los necesitamos más que nunca, porque parte del problema derivado del auge de la ultraderecha y de los nacionalismos exacerbados proviene de una visión distorsionada de la realidad. Una visión paleta en la que solo lo nuestro y los nuestros son importantes. Una visión a la que están contribuyendo muchos medios de comunicación que, más allá de lo que ocurre en la Unión Europea o en Estados Unidos, nos han acostumbrado a que la información internacional es una sucesión de imágenes morbosas e impactantes de accidentes y otros sucesos grabados con teléfonos móviles. Solo importa la audiencia, los clics, la cuenta de resultados. Es lo que ocurre cuando en la cúpula de demasiados grupos de comunicación hay tiburones en lugar de periodistas.
Si no les hubiera conocido, quizás acabaría este artículo hundido en el tradicional pesimismo cascarrabias que suele acompañar a todo informador veterano. Sin embargo, cuando tras el estreno del documental Lobo, Guardiola, Quiño, Rodríguez y yo nos tomábamos unas cervezas sin alcohol, miré a Manu Brabo y al resto de la banda hartándose de copas mientras decidían si su próximo viaje sería a Ucrania, Gaza o Siria. Solo tendremos que buscar los medios en que publiquen sus trabajos porque ellos estarán ahí, a pesar de todo, dispuestos a morir para contar.