No estaba muerto, estaba poniendo urnas
Hace tan sólo unas pocas semanas, la opinión mayoritaria de analistas, expertos y políticos de distintos partidos era que Artur Mas estaba políticamente acabado, que se había metido en un callejón sin salida y que tras el 9N sólo quedaba preparar sus exequias y pensar en quién podría sucederle. Se dijo en esta misma columna. Pero tras la seudoconsulta, en la que votaron algo más de 2.300.000 catalanes, se ha podido comprobar que el pronóstico era equivocado, que el 9N no ha sido la tumba del actual presidente de la Generalitat de Catalunya, sino más bien un trampolín que le puede impulsar a nuevos retos, seguramente secesionistas, aunque ojalá fueran reformistas.
Como le ocurría al muerto vivo de la rumba de Peret, se ha visto que Artur Mas “no estaba muerto, que estaba de parranda”. Compartiendo, en este caso, la fiesta de las urnas de cartón con un tercio del censo electoral de Cataluña, que es el que, tras sacarle a hombros hace diez días por la puerta grande, ahora, con la querella de la Fiscalía, le puede elevar directamente al santoral de los mártires del catalanismo.
No es sólo que muchos juristas, además de los fiscales catalanes, crean que no hay materia suficiente para acusar de desobediencia a Mas, en contra de lo que sostiene el Gobierno de Mariano Rajoy, la Junta de Fiscales y la inmensa mayoría de la derecha político-mediática, es que además desde el punto de vista de la política, buscar la inhabilitación judicial de Mas, de la vicepresidenta Joana Ortega y de la consejera de Educación, Irene Rigau, aleja las posibilidades de diálogo, negociación y pacto que son imprescindibles para salir de este atolladero.
De ahí que cunda el desánimo en un sector amplio de la ciudadanía, de un lado y otro del Ebro, que aún cree que la política sirve para solucionar problemas y asiste impotente al espectáculo del enrocamiento del astuto Mas y del impasible Rajoy, que ni siquiera se reúnen para tratar de hacer un diagnóstico compartido de lo que ocurre, en base al cual encontrar la manera de resolverlo. Un conflicto que, pese a lo que tanto se escucha en Madrid, no se reduce al capricho de unos cientos de miles de nacionalistas (que son muchos) que no se sienten españoles y que han visto en la crisis global –económica, social e institucional– la oportunidad de irse, sino que se extiende como un estado de ánimo, como un sentimiento de incomprensión y de malquerencia, a otros muchos catalanes que sienten, en este momento, un gran desapego de España. Una situación afectivo-sentimental que precisaría de otra actitud y de otro encaje constitucional para desactivarla.
En ese sector que prefiere la negociación al enfrentamiento se va extendiendo la impresión, el temor, reforzado día a día, de que esto, de momento, no tiene remedio. De que en el mejor de los casos se puede cronificar. Porque parece que quien interpuso el recurso de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatut de Catalunya –Rajoy– no se siente capacitado para impulsar una reforma de la Constitución que, entre otras cosas, reconstruya la mutilada confianza mutua. Como parece estar incapacitado también para sentarse a dialogar con Mas. ¿O le va a invitar a hacerlo después de presentar la querella?