Perdidas entre “alternativas económicas”
En los últimos tiempos parece que pudiéramos hablar de “economía” en un sentido cada vez más plural. Nos encontramos así con economías con todo tipo de apellidos, entre los que podemos hacer referencia a la economía colaborativa, directa, verde, circular, ecológica, feminista, de los cuidados, del bien común, del procomún, comunitaria, social y solidaria, anticapitalista, etc.; e igualmente se le han añadido por extensión otros tantos apellidos a las demás actividades o procesos que asumimos como parte de ese universo que definimos como “lo económico”. Véase el caso del consumo colaborativo o responsable, del comercio justo, de las finanzas éticas o las empresas sociales, entre otros ejemplos posibles.
Con todos estos calificativos se plantea y se reivindica incluso, el reconocimiento de una nueva diversidad de economías e imaginarios económicos posibles. O lo que es lo mismo, la posibilidad de entender y hacer economía de formas diversas, frente una “economía” a secas, entendida de manera formal y abstracta, tal como lo plantea la teoría económica neoclásica u ortodoxa. Ahora bien, podríamos preguntarnos hasta que punto estas llamadas “economías alternativas o trasformadoras” conforman realmente diversos imaginarios a partir de los que pensar nuestras relaciones económicas –de producción, intercambio y consumo– en un sentido amplio. En esa misma línea, también cabría preguntarse hasta qué punto dan pie a nuevas formas de entendernos como agentes económicos en la sociedad, y por ende, de actuar y relacionarnos como tales. En ese sentido se han volcado muchas expectativas sobre algunas de estas propuestas para contestar el planteamiento reduccionista de la visión ortodoxa que mencionaba antes. Sin embargo, creo que debe evaluarse más a fondo la capacidad real de estas iniciativas de ampliar o cambiar efectivamente este imaginario económico. Por ello, lo que propongo aquí es recoger algunas reflexiones críticas sobre varias de las propuestas antes citadas, con el fin de que pueda –al menos en cierta medida– ayudarnos a encontrar salida al bucle de reproducción de la lógica capitalista y neoliberal que –lo quieran o no– también impregna éstas “alternativas económicas”.
El camino que se ha trazado en torno a la economía directa o colaborativa (y por extensión del consumo colaborativo), pese a su éxito, quizás también es el más cargado de expectativas no cumplidas en cuanto a generar formas alternativas –no capitalistas– de relacionarnos como agentes económicos. Este planteamiento parte de la base de que, frente a las formas de consumo altamente empresarializadas, también es posible generar relaciones más directas y recíprocas entre la ciudadanía –a partir del compartir y de la colaboración entre pares– para dar solución a la gestión de muchas necesidades. Esta propuesta ha tomado fuerza sobre todo en contextos donde acecha la precariedad. También donde las soluciones políticas bloquean la capacidad redistributiva de lo público.
Bajo este marco se han desarrollado iniciativas tanto entre iguales, como entre empresas y consumidores, lo que hace que podamos hablar de distintas variantes, en las que puede intervenir el dinero o no. Y aquí internet ha jugado un papel importante, permitiendo en muchos casos que lo local y de proximidad, se convierta en algo global o a larga distancia (se puede ver un buen abanico de posibilidades en la página de ouishare, o en sindinero.org). Ahora bien, aunque varias de estas propuestas favorecen una desmercantilización de nuestros intercambios (véase el caso de los bancos de tiempo, o propuestas como la economía de escalera), en otros casos también se han generado el efecto contrario. Se ha visto claro, en los casos más sonados, como son el de AirBnB o Uber, por solo citar dos ejemplos de las iniciativas más empresarializadas dentro de este campo, las cuales nos han llevando ha hablar incluso de “sharewashing”. A través de éstos, lo que se ha dado es una profundización de la lógica mercantil-competitiva como mediadora de nuestras relaciones económicas. A medida que estas iniciativas crecían y se iban empresarializado, iban perdiendo de forma escandalosamente veloz sus connotaciones cooperativas, así como sus efectos redistributivos fruto de la falta de regulación que rodean estas iniciativas. Lo que ha fomentado un modelo de capitalismo cada vez más desregularizado y lesivo para los trabajadores.
Por otra parte, con los apellidos de economía verde, ecológica o circular, con sus diferencias, se han trazado otros caminos con la misma idea de generar nuevas formas de entendernos y actuar en tanto que agentes económicos, poniendo aquí el acento en la huella que dejamos en nuestro entorno natural. A partir de estos, con más o menos insistencia, se ha tratando de introducir en nuestro imaginario social el ciclo biofísico de nuestro modelo productivo y la incapacidad del planeta para sostenerlo, incluso a muy corto plazo ya. Para actuar en consecuencia con este planteamiento, se han propuesto de diversas formas incorporar en el diseño de los procesos productivos y educativos, conceptos tales como el de eficiencia, reutilización, reciclaje, lo ecológico o lo “bío”. Y se ve hoy claro como estos conceptos han comenzado a calar en nuestros hábitos de consumo y que incluso han entusiasmado a empresas e instituciones –tanto públicas como privadas–, desde las que se han puesto en marcha proyectos para implantar la idea de la sostenibilidad medioambiental en sus quehaceres económicos y políticos.
Sin embargo, la capacidad de estos planteamientos para cambiar nuestra manera de pensarnos y actuar en tanto que agentes económicos ecodependientes y corresponsables, parece muy limitada. A menudo nos encontramos con que estos planteamientos convierten la sostenibilidad en un “valor añadido” al producto (en una mera etiqueta), o que simplemente enarbolan un optimismo tecnológicooptimismo tecnológico que reduce la sustentabilidad a la ecoeficiencia, y evita que nos cuestionemos a fondo la lógica depredadora con la que nos relacionamos con nuestro entorno. Así ocurre que estas iniciativas apenas nos llevan a cuestionar y conectar a esa depredación muchas nuestras expectativas, tanto como sociedad, como a nivel individual. Esto es, a pensar en la viabilidad en términos ecológicos de gran parte de las cosas que asociamos al progreso o incluso a la felicidad. En esta línea, la llamada Economía de los bienes comunes o del procomún, sí parece que abre caminos más coherentes, pues parece que los regímenes de cogestión comunitaria de los recursos, que difuminan mucho más los límites entre lo individual y lo colectivo, sí motivan una noción de eco-dependencia y corresponsabilidad más consecuente. Pero esta propuesta tampoco se debe idealizar, pues la tarea de “crear lo comúncrear lo común” –que implica asumir deberes y no solo derechos, y lidiar con la diversidad para llegar a consensos sin perder la horizontalidad– no es tarea fácil.
Igualmente, tampoco parece prudente idealizar la propuesta más individual del Consumo responsable, pues resulta bastante insostenible (sino inviable) que podamos abarcar la multidimensionalidad de todos nuestros actos y actuar siempre de forma consecuente. Ejercer un consumo responsable, implica principalmente tener en cuenta la huella ecológica que se genera con la producción y distribución de los productos que compramos, las condiciones laborales en las que éstos son producidos, y las implicaciones sociales que esto pueda tener sobre el territorio. Lo que supone que para tomar decisiones acertadas necesitamos una enorme cantidad de información sobre cada cosa que compramos, y dada la enorme complejidad que tienen los procesos productivos en la actualidad, esto resulta bastante difícil de abarcar a nivel individual. Sin menospreciar, además, la gran cantidad de condicionantes estructurales que limitan las posibilidades de llevar a cabo esta trazabilidad. Aunque en este sentido, las iniciativas de comercio justo, de finanzas éticas, o los llamados mercados sociales, allanan caminos.
No obstante, no creo razonable focalizar el cambio de “cultura económica” en la exaltación del cambio de nuestros hábitos de consumo a nivel individual pues este cambio no siempre es una cuestión de “voluntadvoluntad” (palabra fetiche de nuestros tiempos). Hay que tener en cuenta que de la propuesta del Consumo responsable puede derivarse un cierto “elitismo moral” que hace que las personas que efectivamente pueden cambiar sus hábitos a voluntad –aún sin quererlo– olviden al resto, sin asumir como preocupación propia los factores que impiden a estos últimos actuar como ellos. Todo ello, sin contar con que este planteamiento puede servir para eludir o transferir hacia abajo responsabilidades de otros agentes. Valga decir que no se quieren negar las bondades del planteamiento del consumo responsable, sino que es necesario vigilar que no acabe por reducir nuestro imaginario del cambio social, a una mera cuestión de comportamiento individual o de estilo de vida, que solo sea accesible a unos pocos.
En este sentido, se han trazado también otros caminos desde planteamientos más colectivos, en torno a la llamada economía social y solidaria, y la economía del Bien común. Bajo estas ideas, que oscilan entre un proyecto de transformación altermundialista y el resurgir de una Responsabilidad Social Corporativa en teoría más comprometida, se plantea que no toda empresa que participe de la economía de mercado ha de estar abocada a fines acumulativos y especulativos, así como a reproducir una estructura jerárquica, que tienda a separar capital y trabajo. Por el contrario, se trata de demostrar la posibilidad de que a través de formulas de empresa de propiedad colectiva y/o de formulas de gobernanza horizontal, se puede generar una economía viable económicamente y a su vez justa en términos distributivos y participativos. Bajo estas propuestas también recogen algunas de los planteamientos más teóricos de la Economía feminista y de los cuidados, la Economía ecológica y la Economía comunitaria, proponiendo que es posible orientar la producción hacia las necesidades de la comunidad y la sostenibilidad de la vida en un sentido amplio; y se hacen también constantes alusiones a la necesidad de generar una economía más inclusiva. Pero al igual que ocurría en el caso del consumo responsable, cabe preguntarse también aquí sobre la accesibilidad y las condiciones de posibilidad de este tipo de iniciativas, y esto implica no perder de vista que “emprender (también) es una cuestión de clase”.
En relación a ello, quiero llamar la atención también sobre la forma en la que estas propuestas pueden dejarse fácilmente cooptar, o al menos encajar sin generar la menor molestia, en el marco de la política y el discurso neoliberal. En mi opinión este peligro deriva, por un lado, del uso y el abuso de discursos propios de la jerga neoliberal para definir las prácticas económicas. Ideas como el emprendimiento, la empleabilidad o el empoderamiento son ejemplos de ello, en tanto que desde estos marcos de referencia se desvía la mirada de lo que realmente determina nuestras posibilidades en tanto que agentes económicos: el contexto político e histórico, la capacidad de acceso al capital (simbólico o material), las diferencias sociales y las asimetrías de poder asociadas a éstas, las desigualdades de género, la distribución de las responsabilidades o la gestión de los conflictos de intereses, entre otros factores. Y, por otro lado, por el hecho de que estas iniciativas pueden también ser fácilmente instrumentalizadas para eludir responsabilidades de otros agentes (tanto públicos como privados) en el ordenamiento desigual de las estructuras y relaciones económicas. Esto es, el riesgo de que su acción se vea reducida a dinámicas de carácter paliativo, o encorsetada dentro de una lógica eminentemente asistencialista antes que emancipadora.
Por todo ello creo que el potencial de estas propuestas para generar “alternativas económicas” reales, depende de que éstas no cesen en su análisis y (auto)crítica, con el objetivo de no caer en inconsistencias, perder el rumbo y acabar repitiendo “por otros medios” los mantras (y las prácticas) del capitalismo neoliberal. No cabe duda de que cada una de estas economías abren caminos para desafiar de diferentes maneras esta hegemonía, en tanto que nos inspiran nuevas formas de entendernos y actuar como agentes económicos en la sociedad. Sin embargo, fácilmente podemos acabar perdidas entre “alternativas económicas”.