El periodismo no ha muerto pero quieren matarlo
Es uno de los grandes debates de los últimos años. Si el periodismo, tal y como siempre lo conocimos, ha muerto. Si la irrupción de los medios digitales en la escena de la comunicación acabaría con los periódicos en papel. Si la posibilidad de que cualquier persona informe o comunique a través de las redes sociales es una amenaza para el rigor de los profesionales del periodismo. Un debate apasionante, sin duda. Pero un debate espurio si quienes tantas veces lo lideran son los peores enemigos del periodismo.
El periodismo no muere porque cambien sus canales: es absurdo concebir que cambien las formas del mundo y no cambien las formas de su relato. El periodismo tampoco muere porque haya más voces que comunican y la red sea infinita: solo que se le presenta el nuevo reto profesional de distinguir aún más el grano de la paja, y debe destinar un mayor esfuerzo en contrastar una de sus herramientas imprescindibles, las fuentes. En justa compensación, las redes o las voces no profesionales pueden aportar una información más rápida o distinta, a la que acaso antes no habrían tenido acceso los periodistas, o lo habrían tenido con otra o mayor dificultad, y que han de manejar con el rigor propio, aunque desarrollado con nuevos modos, de su profesionalidad.
El periodismo no morirá mientras sigan existiendo periodistas que busquen la verdad. La cuenten después en papel, en formato digital, en videoreportaje o resumida en un tuit. Por eso hay quien quiere que el periodismo muera, para ocultar la verdad. Porque el periodismo no ha muerto pero lo quieren matar. Y el asesino del periodismo es el poder, que es el principal interesado en que no se conozca la verdad. Y sus mejores cómplices, los medios de comunicación súbditos de su dominio, el periodismo mercenario, los periodistas esbirros: los falsarios.
El sábado 22 de marzo discurrió por Madrid una Marcha de la Dignidad que al poder no le interesaba que se comunicara como fue: multitudinaria y pacífica. Y el periodismo mercenario cumplió con el poder. Hay que ver (por poner un ejemplo especialmente sangrante) la portada en papel del día siguiente de El País: una foto de esa Marcha de más de un millón de personas con un corte en el que se ve algo más de cien cabezas; un titular que identifica “dignidad” con “gritos”; una entradilla que solo da las cifras de asistencia de fuentes policiales –entre 50.000 y 36.000-, que incide en los cortes de tráfico en el centro de la capital y que refiere “agresiones y vandalismo”. Poco más y parece La Razón. Eso no es la muerte del periodismo: eso es matarlo.
Los medios falsarios desvirtuaron la Marcha de la Dignidad con su criminalización, dando protagonismo a una violencia final que contaron como quisieron las instancias del poder, al que no interesaba la verdad. El periodismo esbirro asumió sin rechistar la versión oficial de que los antidisturbios había sido brutalmente agredidos por manifestantes violentos. Sus informaciones dieron unas cifras mucho mayores de policías heridos que de violentos sofocados por ellos, algo que sorprende a cualquier analfabeto del periodismo si se tienen en cuenta los medios de protección y de ataque de los que disponen los antidisturbios frente a los de los presuntos desestabilizadores, por violentos que sean. Por no insistir en que los antidisturbios se suponen profesionales de la seguridad, ya que constituye una falacia.
De los tantísimos policías gravemente heridos no hemos vuelto a tener noticia. Sí nos han llegado, sin embargo y como era de esperar, noticias de manifestantes que han perdido la visión de un ojo o un testículo por el impacto de pelotas de goma disparadas por los antidisturbios en aquellos enfrentamientos. Pero gracias a la complicidad del periodismo mercenario, a través de la difusión de imágenes parciales, al relato manipulado de cómo, cuándo y por qué se produjeron esos enfrentamientos, el poder consiguió en parte su objetivo: que muchos ciudadanos de bien, gente pacífica que abomina de la violencia, cuestionara el desarrollo de las protestas y la actitud de algunos frente a las fuerzas del orden. Aunque existan fotos que demuestran que algunos de esos algunos eran infiltrados de la policía. Nada nuevo, pero el periodismo esbirro lo silenció. Aunque existan numerosos testimonios de las miles de personas pacíficas presentes aún allí y cuya vida corrió peligro. Nada, el periodismo esbirro las silenció.
Pero con la verdad sucede lo que con la mentira sostenida: que acaba por desvelarse. Ha bastado solo una semana. El sábado 29 de marzo se celebró en Madrid la convocatoria Jaque al Rey, una más que legítima protesta contra la monarquía (¿¡o no!?). Y ahí afloró la verdad: la de la brutalidad de los antidisturbios no ya contra los manifestantes sino contra los periodistas que cubrían la protesta, los que podían registrar las agresiones policiales.
Cuando los antidisturbios disolvieron, con amenazas y a empujones, la concentración, no había ningún encapuchado (ni de los suyos ni de los otros), nadie lanzó ningún objeto contra los agentes, no hay barricadas ni adoquines. Lo que hay son antidisturbios que tratan a los ciudadanos con una chulería y una falta de respeto impropias de un empleado (es lo que son), que los obligan a retirarse en la dirección que a ellos les da la gana, que los empujan, que los persiguen a la carrera, que detienen como si fuera un terrorista a uno que no ha hecho nada. Y hay cumplimiento de una de las peores órdenes que puede dar, directa o tácitamente, el poder: que el trato hacia los periodistas, hacia los que podrían contar esa verdad, sea el mismo. La orden de matar al periodismo.
Los antidisturbios agredieron a los periodistas Gabriel Pecot, Mario Munera y Juan Ramón Robles, colaboradores de eldiario.es. También al fotógrafo William Criollo y a otro fotógrafo que responde a las iniciales J. D. Los empujaron, les dieron golpes e impidieron que Munera y Robles socorrieran a Pecot, que no se podía levantar y sangraba en el suelo, rodeado de botas salvajes y porras desquiciadas. “¡Fuera de aquí, coño! ¡Fuera de aquí, hostia!”, grita un agente a los compañeros que tratan de ayudarle. Hay vídeos de todo ello. Pero el periodismo esbirro ha callado.
Que sean violentamente agredidos unos periodistas que cubren una convocatoria no violenta en el centro de Madrid, es una vuelta de tuerca más. Gravísima. La vuelta de tuerca que, frente a los debates de salón sobre la muerte del periodismo, demuestra con hechos que al periodismo, como siempre, lo quiere matar el poder porque quiere sofocar la verdad. Con censura, con ataques a la libertad de información. A golpes. Y con el silencio de la prensa mercenaria.
Una prensa que antepone sus espurios intereses al código deontológico, al honor de la profesión, al deber moral de informar de que la noche del 29 de marzo de 2014 el periodista Mario Munera acabó en un hospital de Madrid por agresiones de la policía antidisturbios. Como en los regímenes totalitarios. Por eso Munera, al salir del hospital, escribió un tuit: “Sin libertad de prensa no hay democracia”.