Van un repartidor, una teletrabajadora y un autónomo de la cultura...
Suena el telefonillo a media mañana y es un repartidor que me trae algo: un libro, una compra navideña, comida preparada, el pedido del súper o algo de la farmacia, cualquier cosa porque estos días llegan repartidores a todas horas. Salgo al descansillo y mi vecina abre su puerta a la vez. Ella teletrabaja desde hace meses, la mandaron a casa con el confinamiento y luego ha seguido alternando en su empresa días presenciales y días a distancia. Nos reconocemos los dos con nuestros pantalones de chándal y sudaderas gastadas, uniforme de quienes trabajamos desde casa y solo nos ponemos una camisa de cintura para arriba en las videollamadas.
-¿Es para ti? –pregunta señalando al ascensor que sube. Por lo visto el repartidor también ha tocado a su piso, ella debe de estar esperando algo, un libro, una compra navideña, comida preparada, el pedido del súper o algo de la farmacia.
Mientras llega, nos contamos un ratito nuestras penas laborales: las mías de autónomo, del sector cultural además, que es doble pena; las suyas de teletrabajadora, que al principio recibió bien lo de no tener que ir a calentar la silla en la oficina y poder organizarse ella misma su jornada, hasta que comprobó cómo lo laboral se colaba en hasta el último rincón de su casa y de su vida, y ahora no sabe cómo sacárselo de encima, de dentro.
-Ya estáis lloriqueando –dice el repartidor cuando asoma por el ascensor con dos paquetes. Ya nos conoce, es el mismo que otras veces nos ha traído un libro, una compra navideña, comida preparada, etcétera. Se burla de nosotros, nos quejamos de vicio estando en casa calentitos mientras él se pasa diez, doce o más horas recorriendo la ciudad y polígonos industriales con la furgoneta, tragando la mala leche del tráfico, la mala leche de la empresa que le aprieta con las entregas, y la mala leche de algún cliente descontento por un pedido retrasado.
-Si quieres te lo cambio –dice la teletrabajadora, y le ofrece que se quede él alguna tarde en su casa, con sus niños que tienen que hacer los deberes con los dos únicos ordenadores disponibles mientras ella teclea en el móvil o tiene una reunión por zoom con interrupciones infantiles. Ella se iría encantada a repartir paquetes, dice, cualquier cosa con tal de salir un rato de la empresa, perdón, de casa. “Por lo menos ves gente”, insiste ella, “gente en vivo, sin pantalla”.
-Yo no veo gente –se sacude el repartidor-, yo solo veo puertas entreabiertas, suelto el paquete, apunto el DNI y a seguir corriendo. Estoy más solo que tú.
-Pero cada vez tienes más trabajo –digo yo, que comparto mi cuesta abajo económica de este año: los bolos suspendidos, los proyectos caídos, la pérdida de colaboraciones por los recortes en los medios, la sustitución de actos con público (remunerados) por actos online (gratuitos), mientras pago mi cuota mensual y demás gastos… Y aun así no me puedo quejar, digo, pues hay colegas de otros terrenos culturales que están mucho peor. Los músicos, los del teatro, creadores y técnicos…
El repartidor me corta, dice que hay más trabajo en lo suyo, sí, pero las condiciones son malas, hay mucha gente sin trabajo dispuesta a repartir, competencia feroz, empresas de distribución tirando las tarifas, grandes comerciantes apretando para recortar plazos y costes, y miles de furgonetas, coches particulares, motos, bicicletas y hasta gente a pie repartiendo lo que sea cobrando cada vez menos por entrega. La teletrabajadora dice que ella se tuvo que comprar un segundo ordenador de su bolsillo, y que por supuesto la empresa se desentiende de sus gastos domésticos. No le sale a cuenta poner la calefacción por las mañanas para ella sola. Las horas extra ya no existen, todo es horario laboral. El teletrabajo puede ser un cielo o un infierno laboral, depende cómo se aplique, y aquí queda mucho por avanzar, dice, nos hemos inventado el teletrabajo a la carrera y en condiciones forzadas.
-Y aún así me siento una privilegiada –dice, y habla de amigos que teletrabajaron en el confinamiento y luego las empresas han impuesto el retorno a la presencialidad por mucho que siguiese habiendo contagios. Ella prefiere quedarse en casa, aunque le agota estar conectada al trabajo a todas horas y se siente aislada, a solas frente a la empresa. Un grupo de whatsapp nunca reemplazará a un encuentro con compañeros en el café.
-He leído que Zoom va a desarrollar una aplicación para que puedas oler el café en las reuniones por videollamada –cuento yo, por relajar la conversación.
-¿Y van a desarrollar alguna aplicación para defender derechos laborales desde casa? –pregunta ella. Dice que le preocupa esta atomización de la plantilla, la desconexión entre compañeros más allá de las obligadas interacciones que marca la empresa. Si ya costaba en presencial, ahora la soledad absoluta del teletrabajador dificulta la acción colectiva.
-Eso me suena –dice el repartidor, que empieza a contar algo sobre intentos de organización sindical en su sector, pero le suena una alerta de recogida, tiene que irse a la carrera.
-Un repartidor, una teletrabajadora y un autónomo de la cultura –enumero yo-. Parece el comienzo de un chiste.
-El chiste de la pandemia, sí –dice ella-. Gente trabajando desde casa y comprando todo a distancia mientras miles de repartidores cruzan la ciudad trayéndonos lo que pedimos. Igual deberíamos unir fuerzas, que estamos todos en lo mismo, ¿no? Colgados de una aplicación, sin frontera entre vida y trabajo, con interferencias en la vida familiar y mucho cansancio, solos, indefensos.
Voy a añadir algo más, pero ella se despide porque la esperan en Zoom, y a mí me suena el telefonillo, otro repartidor que trae algo.
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