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Si no arreglamos la desinformación, no arreglaremos nada

Las burbujas digitales facilitan la proliferación de desinformación.

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Hace unas semanas tuvo lugar una manifestación contra las elites… en Oxford. La ciudad ha aprobado limitar el uso del coche y la imaginación conspiranoica se ha activado de forma instantánea. Las pancartas y cánticos aludían a la ocultación de la verdad, con lemas como “es el momento de despertar”. A mí me pareció una estampa reveladora de nuestra época: la ciudad del conocimiento y la ciencia recorrida por los defensores del bulo.  

Poco importa que la llamada “ciudad de los 15 minutos” sólo pretenda agrupar los servicios esenciales para que utilicemos menos el coche. La propuesta es tan razonable que no resulta creíble en tiempos de postverdad. Los del pensamiento mágico-diabólico la juzgan un intento de recluirnos en guetos, algo que los gobiernos lograrán mediante códigos QR, programas de reconocimiento facial y controles del movimiento. Así está la cosa.

Que haya gente contraria a limitar el uso del coche en las ciudades es normal. Desde que en Madrid se peatonalizó la calle Preciados a principios de los 70, con la oposición de los comerciantes, dar a los peatones más espacio ha generado siempre resistencias. Sin embargo, la experiencia acumulada indica que los ciudadanos -y sobre todo los comerciantes- acaban agradeciéndolo. 

Ni las discrepancias ni la deliberación constituyen una anomalía en democracia. El problema real es que los conspiranoicos no son inocentes y sus fantasiosas pero persuasivas conjeturas se orientan de forma sistemática en la misma dirección: apuntan al corazón de las políticas climáticas, presentándolas como parte de un intento de no se sabe qué gobierno mundial para oprimirnos. El proceso ocurre a la vista de todos: la desinformación se transforma en conspiranoia; la conspiranoia se transforma en odio. La virulencia que están adquiriendo las redes sociales y su eficacia para diseminar el odio ya están generando problemas a muchas personas. El creador del concepto de ciudad de los 15 minutos, Carlos Moreno, trabaja en el ayuntamiento de París para implementarla y ha relatado en este periódico los insultos y amenazas que recibe en redes. También por resistirse a la desinformación (y a su gobierno), la periodista filipina María Ressa, premio Nobel de la paz 2021, ha sido perseguida en su propio país. 

Las teorías conspiranoicas incitaban a la risa cuando empezaron a propagarse en masa. Porque lo verdaderamente insólito es que haya gente dispuesta a creer puras cantinfladas: manipulaciones, desinformaciones, noticias sesgadas, parciales o descontextualizadas, que prescinden de los hechos de la manera más salvaje (no cito ningún ejemplo para no darles pábulo). 

Hace tiempo, no obstante, que ya no nos reímos: hemos visto que los bulos matan, como ocurrió con las mentiras de los antivacunas durante el covid. Pueden también hacerle la vida imposible a personas como Carlos Moreno o Maria Ressa, por no hablar de Greta Thunberg. El efecto evidente de ese hostigamiento es desanimar en el futuro a cualquier científica, periodista o activista del clima. Las turbas online desatan especial agresividad contra las mujeres. 

Durante décadas, el negacionismo del cambio climático ha retardado la toma de conciencia y la puesta en práctica de medidas, pero hoy seguir negando la crisis climática resulta imposible: sus efectos son visibles en forma de olas de calor, sequías, inundaciones o fenómenos extremos. La única alternativa es bloquear las políticas destinadas a combatirlo logrando que una parte de la sociedad se oponga a ellas. Resulta peligroso porque con las toneladas de basura informativa que circulan en redes se está generando una profunda división social.

Si a la desinformación le sumamos fenómenos como la fragmentación y los círculos de complacencia o las cámaras de eco en redes, el resultado es una polarización evidente. Y sucede que en los países europeos -los más exigentes en cuanto a medidas climáticas- son también aquellos en los que la opinión pública es tenida en cuenta. De ahí lo sintomático de la manifestación oxoniense. En algún momento, las creencias falsas, articuladas como una resistencia a las políticas climáticas, causarán problemas de dos tipos: políticos, porque dificultarán la adopción de medidas; y sociales, porque enfrentarán a la ciudadanía en un asunto transversal. En el apogeo de la falsa narrativa independentista de 2017 ya vimos cómo una creencia falsa compartida por cientos de miles de personas se convierte en un problema político y social de primer orden. 

Para que eso ocurra sólo hace falta un líder político dispuesto a convertir la conspiración en un proyecto político. La ira y la frustración serán sus aliados. Solemos creer que la ira es fruto de la ofuscación, pero la realidad es justo la contraria. Como escribe Olga Tokarczuk en una divertida novela animalista, Sobre los huesos de los muertos: “La ira implanta orden, nos muestra el mundo de una forma claramente resumida; con la ira recuperamos también el don de la clarividencia, tan difícil de alcanzar en otros estados”. Esto es lo más peligroso: los conspiranoicos nunca desconfían de sus creencias, de hecho, sienten que por fin han comprendido el mundo, lo cual tiene mucho mérito en estos tiempos. ¿Qué podemos hacer los defensores del pensamiento racional? Primero, lo de siempre: la comprobación empírica de las hipótesis, la confirmación de los hechos y el recurso sistemático a la duda como método para pensar. Y a continuación, exigir a los gobiernos que pongan coto a la basura informativa: la desinformación socava la democracia y dificulta la protección del planeta. Si no arreglamos eso no arreglaremos nada.

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