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Señor Casado, ¿será usted un presidente okupa y golpista?

Montserrat reitera que Moreno debe liderar el cambio en Andalucía

Carlos Hernández

En su primer discurso como presidente del Partido Popular, en julio del pasado año, Pablo Casado anunció un cambio de la ley electoral encaminado a evitar lo que él definía como “pactos de perdedores”. Su propuesta era simple: dar un bonus de 50 escaños al partido que más votos sacara en las elecciones generales para permitirle, de facto, gobernar en solitario. Apenas diez días después, su nueva portavoz parlamentaria, Dolors Montserrat, se estrenó con una rueda de prensa en el Congreso de los Diputados. En ella anunció la primera iniciativa legislativa del “renovado” Partido Popular: una reforma de la LOREG para que los ayuntamientos fueran gobernados por la lista más votada. El objetivo de la medida, según Montserrat, era evitar “acuerdos oscuros en los despachos en contra de la voluntad de los ciudadanos” y propiciar que gobiernen “los alcaldes que los ciudadanos deciden”. La portavoz popular estaba convencida de que habría tiempo para que la nueva ley se implantara antes de las elecciones municipales del mes de mayo.

Casado y los suyos no hacían sino consolidar una estrategia que el Partido Popular llevaba poniendo en práctica desde hace décadas. Siendo la única fuerza de la derecha frente a una izquierda fragmentada, le convenía que la lista mayoritaria fuera primada por el sistema electoral. Poco parecía importarles que ese discurso supusiera un torpedo en la base de flotación de esa Constitución a la que tanto dicen amar y respetar… cuando les interesa. El fin justificaba, una vez más, los medios. Pretendían evitar que se repitieran casos como los de Madrid, Valladolid, Sevilla, Baleares, Aragón o Castilla-La Mancha, en los que sus candidatos fueron desalojados del poder gracias a los acuerdos alcanzados entre las izquierdas. Resultaba llamativo que Casado enarbolara esta bandera tras haber logrado la presidencia del PP formalizando un “pacto de perdedores” con Cospedal, para derrotar a la candidata que más votos había obtenido en las primarias, Soraya Sáenz de Santamaría. Resultaba llamativo, pero solo era una primera muestra del estilo de hacer política del joven, de edad, líder popular.

Solo unos meses después encontraríamos en Andalucía otra prueba más de ese particular estilo, llamémoslo suavemente, contradictorio. La aparición de VOX en los prolegómenos de la campaña andaluza provocó que el PP guardara en un cajón todas esas iniciativas legislativas. Abascal había provocado que la tortilla se volteara y que la fragmentación de la derecha fuera, por primera vez en mucho tiempo, mayor que la de la izquierda. Ni Casado ni Montserrat volvieron a hablar de reformas de la ley electoral. Ya no importaba cuál fuera la lista más votada porque no iba a ser la suya. Ya no había “pactos de perdedores” porque era el PP el que necesitaba ganar en los despachos, acordando con la extrema derecha y con el diablo si fuera necesario, lo que no había logrado conquistar directamente en las urnas.

No fue un giro de 180 grados porque el cuento de magnificar la importancia de ser el partido con más votos aún resultaba útil a nivel nacional. Resultaba útil para toda la derecha y, por eso, Albert Rivera y Santiago Abascal se sumaron al doble discurso de Casado: llamar “okupa de la Moncloa” a Pedro Sánchez por alcanzar la presidencia sin haber encabezado la lista más votada y, a la vez, defender y justificar su acuerdo en Andalucía para impedir que gobernara… la lista más votada. No conformes con ello, fueron un paso más allá y anunciaron su intención de extender su “pacto de perdedores” a los municipios, comunidades autónomas y también al Gobierno de España. Hay que tener un rostro granítico, pero sobre todo hay que contar con un fiel ejército de radiopredicadores, locutores y tertulianos subvencionados para ser capaz de mantener en el tiempo ese insuperable ejercicio de hipocresía.

Llamar “okupa” a un presidente del Gobierno es una de las acusaciones más graves que se pueden hacer en democracia. También lo es calificar a alguien de “golpista”. Nuevamente el trío de líderes de la muy derecha española no se han cansado de lanzar ese adjetivo, esta vez contra los independentistas catalanes y, ya de paso, contra quienes han osado dialogar con ellos. No voy a entrar en disquisiciones de lo que es o no es un golpe de Estado. Lo que sí parece claro es que si abrimos el melón y calificamos de golpista la actuación de los líderes del procés… ¿Cómo llamamos entonces a quienes han ganado las elecciones violando la ley electoral? ¿Cómo definimos la actitud de un partido que se ha presentado a numerosos comicios dopado, sobrepasando e incluso doblando el límite presupuestario marcado por la legislación? ¿Qué término utilizamos para quienes después de vencer con esos turbios procedimientos los trataron de tapar desde el Gobierno, utilizando los aparatos del Estado para eliminar y robar pruebas, amedrentar a los testigos y entorpecer las investigaciones policiales y judiciales? Yo no lo llamaría golpe de Estado, pero tampoco triunfo democrático.

Queda mucho tiempo hasta el 28 de abril. Sigo manteniendo que Pablo Casado va a llevar a su partido al desastre, tal y como argumenté hace dos meses en esta misma tribuna. A día de hoy, dudo incluso de que los populares vayan a ser la primera fuerza de la derecha en esas elecciones… y no estoy solo pensando en Ciudadanos. Pase lo que pase, si el tripartito suma el número de diputados necesario para formar Gobierno no seré yo el que llame “okupa” o “golpista” a su presidente. Censuraré que, a diferencia de la mayor parte de la derecha europea, no se haya hecho un cordón sanitario en torno a la extrema derecha. Tendré que criticar, mucho me temo, sus políticas regresivas… pero no hablaré de “okupas” ni de “golpistas”. Y si es usted el elegido, señor Casado, ¿se considerará un presidente okupa y golpista?

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