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Los 'triunfócratas' de la 'paguita'

Santiago Abascal y Esperanza Aguirre.

Joan Coscubiela

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Hay muchas cosas en esta crisis del coronavirus que la hacen distinta a la gran recesión del 2011, entre ellas la diferente orientación de las políticas del Gobierno español. Algunas diferencias tienen que ver con la propia naturaleza de la crisis, otras propiciadas por la diferente lectura que se está haciendo en la Unión Europea del papel de los estados. Pero hay factores que solo pueden imputarse en el haber del Gobierno del PSOE y Unidas Podemos y la orientación de sus políticas. Algunas comprometidas antes del coronavirus, como el aumento del salario mínimo interprofesional y la creación del ingreso mínimo vital como una prestación estructural del sistema de protección social.

El esfuerzo fiscal que se está realizando para minimizar el impacto económico y social que provoca el coma inducido al que se ha llevado al país no tiene precedentes, en términos cuantitativos y cualitativos.

Pero no es solo la dimensión del esfuerzo económico de las arcas públicas, que requerirá del compromiso de la Unión Europea, el factor diferencial, es sobre todo de orientación política. El Estado se ha convertido en asegurador de último recurso de los ingresos de personas, familias y empresas, con medidas como los ERTEs o las prestaciones de desempleo y de cese de actividad de los autónomos, que están salvando muchos empleos. Se está protegiendo a colectivos que hasta esta crisis solían ser olvidados por las políticas públicas, como las empleadas del hogar y los autónomos.

También es muy significativo el cambio en la orientación de las políticas de protección social, con el que se ha afrontado esta crisis, que adoptan un componente estructural. Frente a una concepción meramente contributiva por la que se garantizan rentas solo a quienes cotizan previamente, se ha transitado a una lógica en la que se protegen las necesidades de personas y familias, con independencia de su aportación previa.

Así, han accedido a prestaciones de desempleo personas que en condiciones normales no hubieran recibido ninguna prestación por no haber cotizado suficiente u otras que están fuera del ámbito de protección del desempleo contributivo.

Sin duda la más novedosa de estas medidas es la creación de un ingreso mínimo vital de carácter estructural que pretende combatir la pobreza extrema de algunas familias y que puede ser un instrumento, positivo aunque parcial, en la batalla para reducir la pobreza infantil. Y que, en contra de los que dicen sus detractores no solo no pierde de vista el objetivo de inclusión laboral y social sino que los potencia con medidas concretas.

Los índices de pobreza, pobreza extrema y pobreza infantil en España son escalofriantes. Se trata de una realidad estructural generada por un modelo socio-económico insostenible, agravada por el impacto de la devaluación salarial y precariedad impuestos por las políticas del Gobierno Rajoy y sus socios nacionalistas catalanes durante la recesión del 2011. Y que ahora la crisis del coronavirus ha hecho aún más insoportable en términos sociales e humanitarios.

Se trata de una medida que lleva 30 años entrando y saliendo de la agenda social y política de España, desde principios de los años 90 del siglo pasado cuando CCOO y UGT la situaron en forma de rentas mínimas de inserción – aunque no son exactamente lo mismo que el IMV- en las negociaciones posteriores a la huelga del 14 de diciembre de 1988.

La dificultades de encaje competencial –que se mantienen en el ingreso mínimo vital- el coste económico de su implantación y resistencias ideológicas, entre las que destacaba el supuesto y falso desincentivo al trabajo provocaron que no viera la luz, a diferencia de la exitosa implantación de las pensiones no contributivas, fruto también de aquel proceso de concertación social.

El resultado de aquella inacción del Gobierno del Estado, fue la proliferación de todo tipo de programas vinculados a la idea de una Renta Mínima de Inserción, comenzando por Euskadi y Catalunya, que hoy se han generalizado con un gran desbarajuste en todas las CCAA.

Hablo de desbarajuste y no desigualdad, a pesar de que el diferente nivel protector entre CCAA es muy importante. La desigualdad de los ingresos en España, como en todos los países, es sobre todo de clase y no territorial y la autonomía comporta necesariamente diversidad porque autonomía sin diversidad es un oxímoron.

El desbarajuste proviene de la falta de un criterio compartido sobre la naturaleza de la prestación, los objetivos que se pretende conseguir con este tipo de prestaciones y las diferentes condicionalidades para acceder a ellas.

El simple anuncio de que el Gobierno tenía previsto crear un ingreso mínimo vital ya generó rechazos en algunos sectores de la sociedad, que ahora se han hecho más intensos. En unos casos se trata de razones que van avaladas de argumentos que, como todos, son discutibles.

En otros casos el rechazo al IMV se expresa con un tufillo de aporofobia y odio de clase, el que últimamente ha salido del armario para asaltar las calles, muy evidente. Se refieren a esta prestación como la “paguita” con la que pretenden ridiculizar esta medida, criticar al Gobierno y, sobre todo, estigmatizar a sus perceptores.

Este odio de clase, cada vez más evidente en la extrema derecha y la derecha extrema española, forma parte de una tendencia mundial impulsada por una casta global, la de los triunfócratas. Esos personajes, desde la torre de marfil de sus privilegios, se consideran triunfadores –hasta que se topan con algún disgusto- y desprecian profundamente a los que consideran perdedores, a los que hacen culpables de su precaria situación, en una clara reminiscencia judeo-cristiana.

Los triunfócratas no son solo psicópatas sociales a los que la sociedad no considera como tales porque esa denominación se reserva solo a los perdedores. Detrás de sus posicionamientos hay una ideología muy potente, la falsa meritocracia, que ha sido y continúa siendo uno de los pilares del hipercapitalismo propietarista que tan bien describe Thomas Piketty en su “Capital e ideología”.

Son los mismos triunfócratas que ahora, cuan “marranos” conversos, le exigen al Estado una mayor intervención en la salvación de sus negocios, cuando una de sus divisas ha sido siempre el Estado mínimo y sobre todo sin injerencias reguladoras o fiscalizadoras del mercado. Por eso deberíamos llamarlos ultra-intervencionistas de clase –no sé como caímos en la trampa de llamarles neoliberales cuando de liberales no tienen nada.

En esa falsa meritocracia, los ganadores lo son por sus méritos y los perdedores por sus pocos méritos o desméritos. La meritocracia es un de los pilares que sustenta este insoportable régimen de desigualdad social que no para de aumentar en términos de renta, patrimonio pobreza y exclusión social.

Los argumentos que se utilizan contra el ingreso mínimo vital, “la paguita”, son los mismos con los que combaten el impuesto de sucesiones, al que califican de “impuesto a la muerte”. Son los mismos argumentos triunfócratas con los que se promueve la segregación escolar en el sistema educativo, para que los perdedores de la sociedad – por razones económicas, étnicas o muchas otras como enfermedades mentales o trastornos de personalidad- no molesten a los vencedores de la vida en su camino hacia el éxito social.

Hoy tenemos un doble motivo para estar contentos con el ingreso mínimo vital aprobado por el Gobierno de coalición: va a beneficiar a centenares de miles de familias, situadas en la pobreza extrema, a los que se garantiza como derecho unos ingresos mínimos que les permita mantener su dignidad como personas. Y además se ha infligido una derrota ideológica a los triunfócratas de la “paguita”.

Tal como han ido las cosas, la verdad es que la semana no acaba mal. Por una vez las nueces de los derechos de ciudadanía ha terminado eclipsando el mucho ruido de los tricornios.

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