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¿Victoria o solución?

Un hombre con una careta del expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, en una manifestación frente al Parlament.

Joan Coscubiela

De todos los posibles desenlaces que nos acechan en cada esquina del conflicto “catalán” el peor de todos es que alguien pretenda imponer su “victoria”. La tentación es grande y se vislumbra en el imprudente comportamiento del Gobierno español y de sus irresponsables jaleadores mediáticos.

Estamos ante un conflicto empantanado por la inhibición política de Rajoy durante años. Hoy, mientras sectores del independentismo continúan apostando por la astucia para burlar al Estado, el Gobierno se parapeta en los Tribunales, a los que ha transferido la responsabilidad y encargado la tarea de derrotar al independentismo.

La solución, si existe, no vendrá de la mano de la “victoria” y mucho menos si va acompañada de humillación –así se sienten muchas personas en Catalunya-. La solución a este tipo de conflictos empantanados es muy compleja, especialmente cuando están implicadas millones de personas y contiene fuertes elementos emocionales. Y solo puede venir de la mano de salidas imperfectas.

Pactar el desacuerdo siempre es mejor que el espejismo de una falsa solución construida sobre la victoria y la derrota.

Desgraciadamente todo parece apuntar a otro camino. De un lado la tendencia suicida del independentismo a despeñarse de nuevo hacia la derrota y de otro, un Gobierno Rajoy tentado por la victoria.

Los “astutos” órdagos de los dirigentes independentistas al Estado español han sido tan efectistas como ineficaces e ingenuos. En algunos casos, como los escenificados por Puigdemont desde Bruselas, acompañados de burla y desprecio al Estado, especialmente al poder judicial. No tienen un impacto menor, en cuanto a su capacidad de vejar, algunas de las decisiones adoptadas por los Tribunales con las personas encarceladas.

Contribuye a bloquear el conflicto la constante e insomne batalla por la hegemonía política entre convergentes y ERC, a la que se ha sumado ahora la pugna entre Ciudadanos y PP por demostrar quién es más duro en la respuesta.

Ayuda a exacerbar aún más las cosas la intolerancia y el rencor mutuo que alimentan la División Mediática Brunete y la Ítaca. Muchos medios de comunicación, afortunadamente no todos, en vez de contribuir a crear conciencia crítica, se han convertido en fabricas de hooligans que incentivan las reacciones más miserables y castigan las posiciones sensatas.

Para terminarlo de complicar han entrado en juego “las togas”. La renuncia de Rajoy a la política ha propiciado la judicialización del conflicto y ahora ve restringidos los márgenes para canalizar políticamente una salida.

Estos últimos días ha aparecido en el horizonte la amenaza de inhabilitación de los dirigentes independentistas. No comparto el argumento de quienes defienden que las instituciones catalanas deben quedar al margen del control de los Tribunales. Eso no es más que viejo absolutismo vestido de moderna y falsa democracia “constituyente”. He opinado públicamente que la reiterada llamada de los dirigentes independentistas a desobedecer las resoluciones judiciales y del Tribunal Constitucional tendría consecuencias penales. Es una apuesta que solo puede salir bien si se dispone de la fuerza suficiente para derrotar al Estado, cosa que es evidente no sucedió ni va a suceder. Ha sido una gran ingenuidad del independentismo y solo se explica por el estado de disonancia cognitiva en el que se ha instalado una parte de la sociedad catalana.

Pero una cosa es criticar que haya dirigentes políticos que se puedan situar al margen de las leyes y otra que la justicia actúe con instintos vengativos, aunque se trate de vengar al maltrecho estado de derecho, que es la coartada con la que se justifican algunas incomprensibles decisiones de los Tribunales.

Jurídicamente no se justifica la calificación penal de rebelión de los actos que se imputan a los Consellers y los Jordis. Sobre todo porque entonces nos quedamos sin tipo penal con el que calificar un hipotético golpe de estado, como el del 23F o el de Julio de 1936, si alguna vez volviera a producirse. Es incomprensible el mantenimiento de la prisión preventiva por el supuesto y futurible riesgo de reiteración delictiva.

Más incomprensible aún me resulta que la perversa confluencia de una norma procesal excepcional (artículo 348 bis de la LECrim), pensada para luchar contra el terrorismo, y una injustificada imputación de rebelión, pueda conducir a la suspensión de sus cargos de los dirigentes independentistas sin condena previa y firme.

En los próximos días comparecen a declarar más personas imputadas. Es de esperar que los magistrados del Tribunal Supremo recuerden el aforismo latino “Summun ius summa iniuria”. Cuando el derecho se aplica de manera extrema provoca una extrema injusticia. Aunque no ayuda mucho esa especie de revolución adolescente con la que el “soviet carlista” nos anuncia que va a responder al Estado.

En el terreno político, seria un desastre “descabezar” al independentismo y dejarlo sin interlocutores políticos. Si ello llegara a suceder se enquistaría aún más el conflicto. Y aunque la investidura de Puigdemont es absolutamente inviable, se vista como se vista, si se cierra el paso a una solución política, se alimentaría la lógica “legitimista” de una doble institucionalidad y se profundizaría aún más en el empantanamiento.

La única victoria que hoy nos podemos permitir es la de los objetivos compartidos: recuperar las instituciones de autogobierno, reconstruir puentes, rehacer la fractura social de la sociedad catalana, restaurar el respeto a las normas básicas de convivencia. Y la única derrota que nos interesa es la del monstruo del “fin justifica los medios”, que ha llevado a babor y estribor a defender que la superioridad moral de los objetivos de cada uno justifica la utilización de cualquier medio.

La “solución” en minúsculas no vendrá de la victoria, sino de saber pactar el desacuerdo. Y eso depende del comportamiento de mucha gente. Resulta vital que cada cual asuma su parte de responsabilidad.

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