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La izquierda presiona para que Pedro Sánchez no dimita
Illa ganaría con holgura y el independentismo perdería la mayoría absoluta
Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar
Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

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Lluís Orriols - @lluisorriols

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2023 como termómetro del ciclo político

Pedro Sánchez preside una reunión del Consejo de Seguridad Nacional en el Palacio de la Moncloa.

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La cuenta atrás electoral en España ha empezado. Apenas quedan 100 días para que tenga lugar la primera cita electoral del año: comicios locales en todo el país y regionales en doce Comunidades Autónomas (todas menos Andalucía, Cataluña, Castilla y León, País Vasco y Galicia). El próximo 28 de mayo se “examinarán” en las urnas los candidatos de los partidos políticos y cargos electos que se encuentran al frente de gobiernos o forman parte de la oposición. Para algunos dirigentes políticos estos comicios constituirán una oportunidad para revalidar mandatos. Para otros, en cambio, puede ser el momento, después de cuatro años, de pasar de liderar oposiciones a formar gobiernos a nivel municipal y/o autonómico. 

Tras la convocatoria electoral de mayo, y sin fecha aún en el calendario, llegarán las elecciones generales, al Congreso y al Senado. Se esperan para finales de año, si no hay sorpresas. Esta segunda cita electoral será la gran prueba política para el gobierno de coalición liderado por Pedro Sánchez. ¿Conseguirán el PSOE y Unidas Podemos mantener o aumentar su fuerza parlamentaria para tener la posibilidad de seguir gobernando a nivel nacional? O, por el contrario, ¿será el PP de Feijóo el que o bien con Vox como (flamante) socio de coalición, o bien gracias a su apoyo parlamentario, gobernará en la próxima legislatura nacional? ¿Volverá la clase política a preferir una repetición de las elecciones generales, siguiendo la estela de lo ocurrido en 2015 y 2019, antes de ponerse de acuerdo para formar un nuevo gobierno?

Puede parecer que lo que está en juego este año (tan) electoral es el reparto de poder, esto es, quién gobernará en Ayuntamientos, Cabildos, Diputaciones provinciales, Comunidades Autónomas o en el Palacio de la Moncloa. Pero se dirimirán muchas más cuestiones. Entre ellas, cómo quedará, a nivel nacional, la correlación de fuerzas entre el llamado bloque de la izquierda (PSOE, Unidas Podemos, la marca de Yolanda Díaz si se presenta finalmente a las elecciones y Más País) y el de la derecha (PP, Vox, la candidatura de Macarena Olona si se presenta a los comicios y lo que quede de Ciudadanos). O cuál será el balance del pulso entre el bipartidismo (o, lo que es lo mismo, la suma de votos que aglutinen juntos el PSOE y el PP) y los nuevos partidos (o no ya tan nuevos en el caso de Vox, Unidas Podemos y Ciudadanos). En la misma línea, quedará por ver en la categoría de “nuevos partidos” cómo queda posicionado cada uno de ellos en el ranking. Entre ellos, un Ciudadanos en descomposición, así como las escisiones producidas a nivel nacional en algunos de los nuevos partidos (como es el caso de Yolanda Díaz con Unidas Podemos o de Macarena Olona con Vox).

Asimismo, se pondrá el foco en el peso que tendrán las fuerzas nacionalistas y regionalistas en el Congreso. Especial interés tiene la pugna ERC-Junts tras la digestión de las consecuencias judiciales y políticas del proceso independentista.

En realidad, las convocatorias electorales de este año serán un termómetro para tomar la temperatura al ciclo político, para calibrar cambios y continuidades.

Origen del actual ciclo político

Echando la vista atrás, encontramos que fue entre 2011 y 2014 cuando la política española sufrió una fuerte sacudida. La irrupción del Movimiento de los Indignados, 15-M, en la primavera de 2011, puso de manifiesto la primera gran crisis política de la democracia española.

Una crisis que, por un lado, estuvo ligada al impacto y a la gestión de la crisis financiera de 2008 en un contexto político nacional marcado por escándalos de corrupción y de falta de ejemplaridad protagonizados por las élites políticas y económicas. Y, por otro lado, una crisis que se materializó primero en una acusada pérdida de la confianza ciudadana en las instituciones y en la representación política, y después en un conflicto territorial, con el proceso independentista catalán como detonante y el resurgimiento del nacionalismo español como reacción.

El malestar político dio paso a un intenso debate sobre la necesidad de acometer reformas estructurales en el sistema político español (cambio de la ley electoral, mayor transparencia de las instituciones, despolitización, rendición de cuentas, mayor participación de los ciudadanos en la vida política, etc.). Entre 2011 y 2014 se forjó un cierto consenso social sobre la necesidad de regenerar la vida política española. Consenso que sintió el entonces gobierno de Rajoy en forma de presión política para encargar al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales un informe con medidas de regeneración democrática. El informe fue aprobado en Consejo de Ministros el 20 de septiembre de 2013.  

2015 como punto de inflexión

Sin embargo, la demanda social para mejorar la calidad democrática no se canalizó a través de reformas políticas ni constitucionales, sino a través de la irrupción de nuevas formaciones políticas, así como de la consiguiente transformación del sistema de partidos.

El punto de inflexión fueron las citas electorales (locales, autonómicas y generales) de 2015, cuando dos nuevas fuerzas políticas (Podemos y Ciudadanos) no solo consiguieron representación en Ayuntamientos, Parlamentos autonómicos y en las Cortes Generales, sino que tuvieron la llave para formar gobiernos. Lo mismo ocurrió cuando se repitieron las elecciones generales en junio de 2016.

Con ello se constató el cambio de ciclo en la política española, que desde 1982 había estado dominada por el llamado “bipartidismo imperfecto”, es decir, por la hegemonía electoral del PSOE y del PP como partidos aglutinadores de más del 70% de los votos válidos en las elecciones al Congreso de los Diputados.

Ocho años de “nueva política”

Las profundas transformaciones producidas en el sistema de partidos en los últimos ochos años han ido acompañadas de nuevos términos que se han ido imponiendo en el debate público. Primeramente, la ciudadanía se familiarizó con los conceptos de irrupción de fuerzas emergentes y multipartidismo.

Después de la celebración de las últimas elecciones locales, autonómicas, europeas y doblemente generales de 2019, pasó a ponerse de moda el término fragmentación. Ya no eran dos (Podemos y Ciudadanos) sino cuatro (Vox y Más País) el número de fuerzas emergentes que ocupaban el tablero político a nivel nacional. Por otra parte, tras las elecciones generales de noviembre de 2019, se constituyó el Congreso de los Diputados más fragmentado desde el inicio de la democracia, con dieciséis fuerzas parlamentarias.

Poco tiempo después se recurrió a la palabra polarización para describir una nueva tendencia de la política española. Y es que no sólo se trataba de que hubiera un mayor número de partidos y de que algunos de ellos se situaran en posiciones ideológicas extremas, sino de que el debate político estaba cada vez más polarizado en torno a cuestiones divisivas azuzadas por discursos políticos (intencionadamente) polarizadores. Algo que, en todo caso, no resultaba ajeno, dado que se veía como un fenómeno que ya se había dado en Cataluña en 2017 como punto álgido del proceso independentista. Y también en otros países al calor del avance de liderazgos populistas como el trumpismo en Estados Unidos o el bolsonarismo en Brasil.

A la espera de (lo que hagan) los votantes

La ampliación de la oferta electoral ha permitido que el sistema democrático español tenga hoy una mayor capacidad para absorber la pluralidad de las demandas e intereses sociales. Pero también ha ido acompañada de otros efectos que los ciudadanos han percibido de forma negativa, tales como la dificultad para llegar a acuerdos políticos, el bloqueo institucional, la repetición de elecciones o el incremento de la confrontación política. 

Los estudios demoscópicos que se han venido realizando en los últimos años apuntan a que, aunque los indicadores de valoración política son menos negativos que los que se registraron entre 2011 y 2014 en los que la preocupación por la corrupción era muy elevada, aún no se han recuperado los niveles anteriores de confianza política e institucional (que, ya de por sí, tampoco eran muy elevados) a esa crisis. De este modo, la nueva política no parece haber supuesto un gran aumento de la satisfacción de los ciudadanos con la política, ni con el rendimiento de las instituciones. Si en enero de 2015, antes de que se celebraran las elecciones locales y autonómicas de mayo de ese año, casi un tercio de los ciudadanos mayores de 18 años, según los datos del CIS, declaraban no sentirse cercanos a ningún partido político, el mes pasado ese porcentaje era casi del 40%.    

Pero pese al descontento político, hoy no hay una demanda social visible para mejorar la calidad de la democracia, como sí la hubo en 2011. Ahora las muestras de malestar están relacionadas con la situación económica y los conflictos laborales derivados del aumento de la inflación por las consecuencias de la guerra en Ucrania, así como con el empeoramiento del funcionamiento de la sanidad pública y la falta de inversiones en el sistema sanitario tras la pandemia del coronavirus.

Cabe pensar que el electorado se ha adaptado a los cambios que se han ido produciendo en la política española a lo largo de estos últimos ocho años, utilizando la amplia oferta electoral como una vía de escape y, a la vez, de canalización de la insatisfacción política. Quizás esto ha sido potenciado por el inmovilismo de los viejos y nuevos partidos para llegar a consensos sobre reformas políticas de calado en los últimos años.

Ante la perspectiva de unos comicios generales con un mayor número de candidaturas entre las que elegir y una elevada polarización, los electores se muestran hoy, significativamente, menos indecisos que en la antesala electoral de 2015. Y es que si en enero de este año, de acuerdo con el barómetro del CIS, un 12,2% de los encuestados respondía con un “no sé” a la pregunta de qué haría en el caso de que se celebraran elecciones generales, en enero de 2015 esa cifra se elevaba al 20,8%. Del mismo modo, también se observa ahora un menor porcentaje de abstencionismo potencial, pues si al inicio de 2015 un 13,6% de los encuestados declaraban su intención de no votar, al inicio de este año esa cifra es inferior al 8%.     

Por otra parte, también resulta llamativo que respecto a 2015, ahora haya un mayor porcentaje de electores que declaran su ideología. Frente a un 19% en 2015, ahora son un 7% los votantes que optan por la respuesta “no sabe” o “no contesta” cuando se les pregunta cuál es su ideología, utilizando una escala numérica. Más allá de que, en términos relativos, haya crecido más el segmento de electores que se posicionan en los extremos ideológicos (de izquierda y de derecha), podemos encontrarnos hoy ante una sociedad más politizada. En este sentido, uno de los efectos del ciclo político que se inició en 2015 y que ha podido verse acentuado por la polarización de los últimos años, sería una mayor tendencia de los ciudadanos a expresar abiertamente sus opiniones políticas y preferencias ideológicas.

En todo caso, las respuestas que encontraremos en las urnas este año para seguir descifrando las claves del ciclo político estarán condicionadas por la gran volatilidad del electorado. Y es que otra de las características del comportamiento actual de los votantes es la facilidad y rapidez con la que cambian sus preferencias de voto. Nada se puede dar, por tanto, por seguro hasta que se cuenten los votos.

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