¿Cuántas veces les ha pasado (o conoce el caso de alguien) que una empresa –banco, telefonía, aerolíneas…- decide no cumplir con el contrato que tiene con usted? En principio, el ciudadano-consumidor-votante puede reclamar a la proveedora del servicio y, en última instancia, activar los mecanismos que la ley le ofrece. En muchas ocasiones, sin embargo, no actuamos porque el coste - en dinero o en tiempo- es tan alto que reclamar no compensa. Parece que el proceso está diseñado, precisamente, para disuadirnos de actuar. Como esto lo saben las compañías, su incentivo para cambiar el statu quo es nulo. En estas ocasiones nos cuestionamos la utilidad del Estado. ¿Por qué se apoya al grande, los menos? ¿Qué podemos hacer los pequeños, los más?
En un contexto de complejidad comercial creciente –cuando en muchas ocasiones no es fácil distinguir al vendedor del proveedor del servicio, o donde el servicio lo ejecutan varias empresas a la vez-, el papel del Estado es imprescindible. Algunos argumentan que la relación comercial que se establece entre dos partes es voluntaria. Pero también es cierto que hay una parte más poderosa que la otra. Si el consumidor –usted- no cumple con la parte requerida por la empresa, se le cancela el servicio y esta puede tomar acciones legales. En teoría nosotros podemos hacer lo mismo, aunque es bastante ingenuo pensar que nos enfrentemos a una gran compañía en igualdad de condiciones. También es discutible que la relación sea voluntaria: por ejemplo, muchas familias deben tener internet en casa porque lo exige la escuela para hacer trabajos o entregar los deberes. En pocas palabras, las compañías pueden abusar de nosotros con facilidad y eso no es justo. No es justo pagar por un servicio y que éste sea defectuoso o, peor, que no se ofrezca. Sin muchos problemas de argumentación, se puede decir que una parte estaría robando a la otra. Segundo, hace pensar que el Estado no protege al ciudadano ante los abusos cuando es una de sus funciones principales.
¿Cuál es la situación en España? El Instituto Nacional del Consumo publicó en marzo de 2011 el “Balance de Consultas y Reclamaciones Presentadas en las Organizaciones de Consumidores de Ámbito Nacional: Año 2010”. Es el último que he encontrado pero muestra unos datos relevantes: se ha pasado de casi 496.000 consultas y reclamaciones en 1995 a más de 1.632.000 en 2010 (más de 305.000 reclamaciones y más de 1,3 millones de consultas). Más del 14% de las quejas o información se dan en el sector telefónico (seguro que a Rodrigo Rato le han fichado por su preocupación por los consumidores); un 10,25% en transportes y casi un 10% en los servicios financieros (recuerden el “háganse bankeros”).
¿Estamos los españoles mejor o peor que el resto de los europeos? Peor; el Eurobarómetro especial 342 de abril de 2011, sobre el poder de los consumidores lo muestra claramente en varias áreas:
- Mientras que el 63% de los ciudadanos de la UE (el 91% de los holandeses) piensan que están enterados cuando eligen y compran un servicio, el 44% de los españoles piensan que lo están.
- Mientras que el 55% de los europeos (el 87% de los suecos) consideran que están bien protegidos por la ley de consumidores, este porcentaje desciende al 43% entre los españoles.
La protección de los consumidores es una competencia compartida entre la UE y los Estados miembros. Un Estado miembro también podrá mantener o establecer medidas de protección de los consumidores más estrictas que las previstas por la Comunidad si son compatibles con el Tratado y se han notificado a la Comisión. Por lo tanto, parecería que, si los españoles perciben que como consumidores están peor que el resto de los europeos, el problema no radicaría en la legislación europea sino en la estatal. Pero en España, la legislación europea se ha traducido, entre otros, en el Real Decreto Legislativo 1/2007 de 16 de noviembre que aprueba la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Es una ley amplia y que reconoce un buen número de derechos.
El problema no está, por tanto, en la existencia de los derechos sino en su vulneración. ¿Qué pasa cuando la empresa no atiende las reclamaciones del ciudadano? Las Administraciones Públicas han creado el Sistema Arbitral de Consumo mediante el que los ciudadanos pueden resolver los conflictos y las reclamaciones. Desde que se inicia el procedimiento arbitral, se toma una decisión en un máximo de 6 meses. Es eficaz pues resuelve mediante un laudo de ejecución obligada; y económico porque es gratuito.
Pero, y aquí está el truco, el sistema es voluntario. ¿Cómo? ¿Voluntario? Sí, voluntario. Entonces, ¿si la empresa opta por rechazar la invitación al arbitraje o no contesta en el plazo concedido, se archiva la solicitud sin más trámites? Sí, efectivamente. Dicho de otro modo, usted inicia el procedimiento y si la empresa dice que no se somete, como es voluntario, ahí acaba el problema. Y ahora va, querida lectora, y piense cual es su poder de negociación con una gran empresa que, graciosamente, se sienta con usted. O piense en la empatía de Rodrigo y la posibilidad de llegar a un acuerdo con él. O piense en ir a los tribunales y pagar las nuevas tasas en justicia.
Todos los ciudadanos somos consumidores y, casi todos, votantes. Es fácil entender el poder que tenemos y que esta es una oportunidad para desarrollar programas políticos, especialmente los progresistas (PSOE, IU-ICV, Compromís…). Al menos los laboristas británicos de Miliband ya han tomado decisiones en esta dirección. Es más, en una situación política en el que la derecha está buscando reducir la presencia del Estado –y en algunos casos socavando su legitimidad- desde el progresismo se le puede dar un nuevo contenido, el de protección del consumidor, que es ciudadano y votante y que es la parte más débil de la relación con las grandes empresas.