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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

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Leire Salazar - @leire_salazar

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100 días de Trump en el gobierno de las maravillas

Donald Trump/EFE

Miguel Ángel Simón

El 29 de abril se cumplen los primeros cien días de Gobierno de Donald Trump y no van a faltar los balances de lo hecho y lo no hecho. Intentar abarcar todo lo que ha ocurrido en estos meses escapa con mucho a unas pocas líneas, pero hay una forma de hacernos una idea cabal de lo que ha ocurrido. El propio Trump dio pie a ello presentando, al final de la campaña y rememorando a Newt Gingrich, un “Contrato con el Votante Americano” con las medidas que prometía aprobar en estos cien primeros días. No es algo infrecuente, y por la propia naturaleza del compromiso (por escrito, firmado y presentado como un contrato), que se suelan incluir en ese tipo de documentos aquellas medidas de cuyo cumplimiento se está más seguro.

En la tabla 1 se puede ver el cumplimiento de las medidas incluidas (un total de 44 grandes medidas) en el “Contrato con el Votante Americano” (aquí se puede comprobar el detalle de cada una de ellas). Para que se encuentre “en proceso” basta con que se haya dado algún paso, por mínimo que sea, hacia su puesta en marcha.

En cualquier caso, e independiente del nivel de cumplimiento de su “contrato con el votante”, a estas alturas es evidente que el locuaz candidato de los digos se ha convertido en el presidente de los diegos. Si en campaña la OTAN era “una organización obsoleta”, ahora es un baluarte “en defensa de la libertad”. Si México iba a pagar por un muro en la frontera, ahora amenaza con cerrar el Gobierno si los representantes no aceptan que lo pague el contribuyente. Si China era un país “manipulador de divisas”, ahora ha dejado de serlo. Si la intervención exterior era una estupidez, ahora ataca Siria, lanza la mayor bomba no nuclear de su arsenal sobre Afganistán y, en un rocambolesco episodio, manda una flota a Corea del Norte dando un rodeo por Australia. Pero más interesante que un balance de cumplimientos e incumplimientos, del que no faltan páginas que den cuenta, es atender al efecto de todas esas idas y venidas en la opinión pública.

Una encuesta reciente de ABC/WAPO pone de manifiesto que, si bien un 53% de los estadounidenses le siguen considerando un líder fuerte, son mayoría (52%) quienes creen que Donald Trump no es de fiar ante una crisis. También son mayoría (56%) quienes desconfían de su criterio, de su honestidad (58%), de su temperamento (59%) y de su empatía (61%). Pero más relevante que la fotografía de un momento concreto es comprobar las variaciones a lo largo del tiempo y, como se puede ver en la siguiente tabla, los datos son elocuentes.

Como cabía esperar, esa negativa valoración del ejercicio y las capacidades del Presidente ha tenido un impacto en el índice de aprobación de la opinión pública. Como se puede ver en el gráfico 1, Trump ha pasado de un 45% de aprobación al iniciar su mandato a un 40%.

Cinco puntos, tampoco es tanto. Pero lo cierto es que es un abismo. Si comparamos su registro con el de los presidentes anteriores (gráfico 2) veremos que es el único que presenta un balance negativo en sus índices de aprobación en los primeros cien días en la Casa Blanca. Su distancia con el segundo peor valorado (Gerald Ford tras el perdón a Nixon) es de 25 puntos y respecto a la media (excluyendo a Trump) es de casi 60 puntos. Donald Trump es, con mucha diferencia, el presidente peor valorado de la historia contemporánea de EEUU.

Si pasamos de la comparación general al detalle particular podemos comprobar, además, que esa pauta descendente se mantiene entre los diferentes grupos de población. Lo que se observa en el gráfico 3 es una caída prácticamente generalizada independientemente del grupo social al que miremos. Cae si nos fijamos en la edad, en ingresos, en género o en nivel educativo. De los trece grupos examinados, sólo en dos –jóvenes de 18 a 29 años y quienes ganan entre 2000 y 4.999$– sube apenas un punto.

Pero más allá de las grandes cifras, si nos centramos un momento en el detalle encontraremos respuestas interesantes a algunas de las tesis que se están sosteniendo en estos meses. Una de las líneas argumentales más extendida sobre la baja aprobación de Donald Trump apunta al rápido desencanto de “quienes votaron contra sus intereses”, en concreto a los grupos económicamente más desfavorecidos que –sigue el argumento– están sufriendo una amarga decepción y se arrepienten, tarde, de lo que hicieron. Sin embargo, los datos dicen algo muy diferente.

En primer lugar, como se ve en el gráfico 3 y contrariamente a una tesis repetida desde las elecciones, el grupo de menos ingresos no ha estado ni está entre los principales apoyos a Trump, sino que ha sido, desde el comienzo de su mandato, el que menos le ha apoyado. En segundo lugar, sí, se ha producido una caída de cuatro puntos en el apoyo a Trump de ese mismo grupo de ingresos bajos, pero su volumen no destaca comparado con los diez puntos de caída entre el grupo de hasta 7.500$ y es equiparable a la caída de apoyo entre las rentas más altas.

Dicho de otro modo: Trump nunca se ha beneficiado de un apoyo mayoritario entre “los perdedores de la globalización”, ni entre los left behind, ni entre la clase menos pudiente, más bien al contrario. Sin embargo, quienes dentro de ese grupo le votaron permanecen bastante firmes en su apoyo. En todo caso no se ha producido el desplome que muchos anunciaron y que, con cierta frecuencia, se da por hecho.

Esa misma tesis del rápido desencanto se está sosteniendo también sobre los votantes republicanos en general. Esta interpretación apunta que la caída de popularidad de Trump se debe principalmente al fracaso en cumplir sus promesas de contenido más ideológico y a su giro de 180 grados en muchas propuestas emblemáticas. No obstante, tampoco parece ser esa la pauta seguida por los electores republicanos.

Pese al balance de contradicciones y promesas incumplidas, el apoyo a Trump entre los votantes republicanos apenas se resiente. Ha sido más bien entre los demócratas y, con mucha claridad, entre los independientes donde se ha producido esa caída. En la misma línea apunta la mencionada encuesta de ABC/WP: un 96% de quienes votaron por Trump en las pasadas elecciones dicen que volverían a hacerlo.

De esta forma, Donald Trump puede ser el presidente peor valorado desde la Segunda Guerra Mundial, puede haber incumplido buena parte de sus compromisos y haber girado 180º en algunas de las líneas maestras que definieron su campaña, pero mantiene casi intacta la base de votantes que le llevaron a la Casa Blanca.

En un nivel más amplio también hay algunas lecciones muy tentativas que extraer de todo ello. Por un lado, hay que tener cuidado con las generalizaciones que dan por terminada la era de los partidos porque nos podemos encontrar con que la identidad partidista explica lo que no puede explicar la coherencia lógica. Si el mejor predictor de la victoria de Trump fue la identificación con el Partido Republicano, esa misma identificación explica que mantenga casi intacta su base electoral pese a todas las contradicciones e incumplimientos. La resistencia de la identidad partidista quizás es mayor de lo que se suele dar por hecho.

Y, por otro lado, también hay algunas lecciones que podemos extraer, al menos en este caso, sobre los límites del populismo en el ejercicio práctico del poder y los límites del propio concepto.

Respecto a los límites del populismo en el poder encontramos, por ejemplo, la reforma sanitaria derribada por una Cámara de Representantes controlada por su partido, iniciativas migratorias frenadas por los tribunales o investigaciones sobre la interferencia rusa que llevan a dimisiones. Así, los primeros cien días de Trump han demostrado que –al menos en un sistema federal con división clara de poderes e instituciones sólidas– una democracia liberal no se puede dirigir como uno quiera, las instituciones cuentan. Trump ha querido gobernar EEUU como un conglomerado empresarial y se ha topado con el EEUU institucional. “No aceptan que yo he ganado las elecciones”, ha sido el mantra repetido una y otra vez desde la frustración de quien no comprende la tensión permanente entre los componentes liberal (de control) y democrático (de elección) de nuestros sistemas políticos y se siente investido de un mandato ilimitado y omnipotente del pueblo.

Sobre los límites conceptuales del populismo, observamos que no han faltado comentaristas que se han mostrado confundidos por un presidente que un día se presenta como aislacionista apegado al terruño y al siguiente se eleva a las alturas de los halcones neoconservadores más intervencionistas. Que un día se viste de proteccionista económico en defensa del acero nacional y al siguiente de liberista contrario a cualquier interferencia sobre la industria energética. El populismo no es sólo una división entre una supuesta élite corrupta y homogénea y un pueblo virtuoso, también hay grados de populismo. Una declaración de tinte populista (“hay que cambiar un Washington que no escucha a la gente”, Obama) no convierte a un líder en populista si no es algo que define todo su proyecto. Del mismo modo, un líder no convierte a un partido en populista. Trump puede ser un líder populista. Sin embargo, no lo es un Partido Republicano culpable de consentir por conveniencia, pero que también, como se ha visto, puede plantarle cara si le interesa.

Finalmente, el populismo también se caracteriza por presentar “una ideología muy fina”. No hay UNA posición populista sobre el aborto, el cambio climático, los sindicatos, la economía o los derechos de las minorías. Por eso se completa de contenido adhiriéndose a ideologías más “densas” o articuladas y en el caso de Trump es al conservadurismo a donde debe mirar si quiere comprenderlo. En su fina capa ideológica habitan, pese a las contradicciones, las diferentes corrientes del conservadurismo en EEUU. De ahí sus idas y venidas entre la derecha religiosa, el neoconservadurismo, el aislacionismo, el paleoconservadurismo, el liberismo o el nacionalismo económico. Donald Trump vive en un permanente supermercado de las ideas conservadoras que ha trasladado a su equipo en la difícil convivencia de los Bannon, Cohn, Kushner, Mattis, Tillerson, Gorka o Priebus.

Así pues, si quiere entender a Trump no le bastará con el populismo, tampoco con los pulidos y redondos textos de doctrina de los neocon como Kristol, liberistas como Rothbard o paleoconservadores como Rusell Kirk. Vea la Fox donde encontrará una improbable amalgama de todo ello y lea a Lakoff y su modelo de votante con principios frecuentemente contradictorios. Aún mejor, busque en Alicia en el País de las Maravillas aquel pasaje en el que Humpty Dumpty, ahora con flequillo, repite enojado: “Aquí lo importante es quién manda y las palabras dicen lo que yo quiero que digan, ¡ni más ni menos!”. Ahí está Donald Trump, ni más ni menos.

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